1868 Sermón al Templo del Hospicio
1868 Discurso (Monasterio de Capuchín)
1870 Carta Pastoral al Obispado
1871 Discurso (Jubileo Pontificio)
1877 Carta Pastoral (Alocución Pontificia)
1879 Oración Fúnebre (Almirante Grau)
1883 Sermón (Santísima Trinidad)
1889 Discurso (Concilio Platense)
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FRANCISCO MARIA DEL GRANADO
1835-1895
Bajo la cruz que irradia santidades
el ave lira de su pecho canta,
y la ola que hincha su garganta
como el mar estremece las ciudades.
La Doctrina que alumbra las edades
su sapiencia dogmática abrillanta,
y florece de amor la vida santa
en un haz de celestes claridades.
En su pluma de exegeta divino
la Verdad evangélica fulgura
como en la obra del Teólogo de Aquino.
Y en púlpito el ístico Prelado
en paloma de luz se transfigura,
por el verbo de Dios iluminado.
—Javier del Granado
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Ante la intervención extranjera en México
«Cantemus Domino, gloriose enim magnificatus est, equum et
ascensorem eius deiecit in mare.» Ex 15 21. Cuando los hijos de Israel acababan
de sacudir el yugo de la servidumbre egipcíaca, cuando, pasaba la tenebrosa
noche de la esclavitud, vieron rayar la aurora de la libertad, su primer cuidado
fue el de expresar su profundo reconocimiento al Señor a cuyo robusto brazo
debían tan inmenso bien, modulando en coro con su ínclito caudillo el sublime
cántico, cuya primera estrofa he colocado al frente de mi discurso, con el fin
de despertar en vosotros un sentimiento igual, en este día de grandes y
gloriosos recuerdos para los hijos de Cochabamba que, animados por el noble
instinto de la independencia y cansados ya de sufrir la dominación férrea de sus
antiguos amos, dieron el grito de la libertad, cuyo potente eco se transmitió,
con rapidez eléctrica, a los demás pueblos del Alto Perú que, después de una
lucha prolongada como heroica, vieron al fin prosternándose a sus plantas al
horrendo monstruo del despotismo y sepultando en las ondas de su sangre, vertida
a torrentes, al Faraón de la tiranía.
Nada más justo que consagrar el recuerdo de este acontecimiento, por tantos
títulos memorable, enviando hasta el trono del Dios de los libres alegres himnos
de bendición y alabanza, los fervientes votos de nuestra gratitud; nada más
justo, sí, que celebrar, con transportes de patriótico y religioso entusiasmo,
el solemne aniversario del catorce de septiembre de 1810, en que este leal y
valeroso pueblo se alzó denodado y heroico, a la voz de los esclarecidos
patriotas Rivero, Arce y Guzmán, para soplar esa chispa sagrada que,
desprendiéndose de las riberas del Plata, había de formar más tarde la
inapagable hoguera que redujo a pavesas el cetro de los tiranos y, de cuyo
inflamado seno, debía de surgir espléndida y triunfante la imagen encantadora y
augusta de la libertad. En vano los Goyeneche, los Ramírez, los Nieto y los
Sánchez Chávez desplegarán sus gastados recursos, pondrán en acción sus
reprobadas arterías, con el inicuo objeto de extinguir sus purísimas y
crecientes llamas; en vano, porque, extendiéndose éstas con increíble celeridad
al departamento de Oruro y sus vecinas comarcas, consumirá las huestes realistas
de Piérola en los inmortales campos de Aroma, donde la gran causa americana
cosechó ¡sus primeros laureles! ¡Allí fue donde los inermes hijos del Tunari, a
las órdenes del intrépido Arce, tuvieron el indisputable timbre de haber
descargado el primer golpe en la orgullosa cerviz del león íbero y entonado el
primer himno de triunfo!
Con todo, como el recuerdo de este suceso, si bien grandioso y espléndido, sería
por otra parte infructuoso y estéril si no engendrara en nuestro espíritu
inspiraciones saludables y fecundadas en la práctica, he creído oportuno
aprovechar del plausible motivo que nos congrega en este lugar santo para
repetiros una palabra que hoy resuena en todo el ámbito del Nuevo Continente:
unión, palabra mágica que, proferida en lo alto del Calvario por el Unigénito de
Dios, representa el principio destinado a regenerar el mundo y, al que la
humanidad se encamina, como por instinto, porque prevé que en él se encierra el
anhelado secreto de sus destinos.
Esta tendencia constante a la unión universal de la especie humana se deja
sentir cada día de un modo más pronunciado a medida que el mundo marcha por la
senda de la perfectibilidad y del progreso que se ha trazado y por la que lo
impele la benéfica mano de la providencia. Mas por una deplorable desgracia, las
pasiones, triste patrimonio de los hijos de Adán, son una rémora constantemente
opuesta al fácil curso del carro social, un escollo contra el que vienen a
estrellarse los nobles esfuerzos de la razón, ilustrada por la religión y por la
sana filosofía. El orgullo y la ambición, que despoblaron el cielo de una parte
de sus felices moradores, son las dos infernales arpías que han talado, a su vez,
la tierra después de anegarla en un diluvio de sangre; el orgullo y la ambición,
que armaron al hombre contra el hombre y que hicieron al hombre esclavo de su
semejante, son también los que han armado los pueblos contra los pueblos y las
naciones entre sí.
De aquí la triste, la nunca bien deplorada necesidad de la guerra cuya infausta
historia es la de la humanidad, desde los primeros días de su aparición sobre el
globo que ha sido en todo tiempo el sangriento teatro de la lucha entre el
derecho y la fuerza, entre la libertad y la tiranía. La libertad —he dicho—
palabra que, no obstante no ser generalmente bien comprendida, llena de dulzura
el labio que la pronuncia y de encanto el corazón que la reclama porque es ella
el presente más valioso que recibió el hombre de las manos de Dios, que
habiéndosela otorgado la respeta él mismo. Hablo de la libertad en su verdadero,
en su más noble sentido: de la libertad moral del individuo, regulada por la ley
divina y por las leyes de la justicia humana que son su procedencia, libertad
moral que colectivamente constituye en su conjunto la libertad civil y política,
sin la que los hombres y las sociedades no podrían jamás arribar a su fin ni
conseguir su felicidad.
Cierta añoranza despierta recordar aquellas palabras del obispo de Chiapas, un
defensor cabal, tan vehemente como intransigente, de la libertad, que le han
ganado la admiración de quienes no comparten sus creencias y la veneración de
aquellos otros que, admirándole también, tenemos su mismo credo: «Libertas est
res preciosior et inæstimabilior cunctis opibus quæ populus liber habet». Ahora
bien, esta preciosa libertad, este don inestimable que conquistaron nuestros
mayores a costa de tantos, tan penosos y heroicos sacrificios, la habemos hoy
amagada en nuestro continente por el orgullo y la ambición de la vieja Europa;
la desgraciada México la llora perdida, aunque no sin la esperanza de recobrarla;
otra república vecina y hermana nuestra, el Perú, se agita horrorizada a la sola
idea de correr la misma suerte. En tan críticas y solemnes circunstancias, ¿podrían
los hijos de Cochabamba permanecer tranquilos e indiferentes? ¡Ah, no! No ha
olvidado este heroico pueblo cuán cara le costó la libertad, por la que vio en
un día como éste transformarse a sus bellas hijas en otras tantas valientes
Amazonas que, sobreponiéndose a la debilidad y delicadeza de su sexo, cambiaron
la aguja con el sable del soldado. Pero estas escenas de valor y heroísmo no
eran sino el resultado lógico de ese espíritu de unión que animaba a nuestros
padres, espíritu que, gracias a Dios, no degenerará en sus hijos que unidos cual
afectuosos hermanos serán invencibles y, fuertes para arrojar lejos de sus
patrios lares al monstruo de la conquista que rechazan con todas sus fuerzas.
Quizá este lenguaje pudiese pareceros extraño, y tal vez subversivo, en los
labios del sacerdote católico, del ministro del Dios de la paz; pero, quién
ignora que la Iglesia, cuando prescribe la sumisión y la obediencia a las
potestades terrenas, habla de la sumisión y la obediencia legítimas y que en el
dogma católico jamás pudo tener cabida la absurda doctrina de que el mero hecho
engendre nunca el derecho. Si así fuera, quedarían legitimadas las más
escandalosas usurpaciones, condenadas las resistencias más heroicas de los
pueblos abandonado el mundo al ciego imperio de la fuerza. Sería cierto que la
naciones debiesen escuchar cruzados los brazos y con los ojos fijos en el suelo
este cruel y rudo sarcasmo: —Agachad la cerviz ante el conquistador, sus
derechos se fundan en su fuerza, vuestra obligación en vuestra flaqueza —¡Oh!,
sería menester entonces arrancar del espíritu humano todas las ideas de razón y
de justicia, ahogar el grito de sentido común y desfoliar de nuestra historia
una de sus más brillantes páginas, aquella que nos muestra la América toda
levantándose como un solo hombre, para luchar brazo a brazo contra sus injustos
opresores hasta quebrantar y reducir a polvo el pesado yugo que durante tres
centurias oprimió sus juveniles sienes. Sería, en fin, necesario, sería justo,
despojar a la virgen hija de Colón de sus más bellos atavíos para entregarla
maniatada y cubierta de lodo y de ignominia al escarnio del mundo en cuyo seno
se agita ¡llena de vida, belleza y juventud! ¿Y qué corazón americano deja no se
siente arder en el fuego de la más santa indignación, al imaginar siquiera que
un hecho semejante pudiese figurar jamás en los fastos de la historia de las
naciones?
¡Ah, no! Esa independencia, comprada a tan caro precio, será conservada y
defendida con tenaz denuedo por los hijos de los libres que harán de sus pechos
una muralla impenetrable al plomo del usurpador audaz; tendrán todo el valor que
les inspira la justicia de su causa; en su auxilio volará el ángel custodio de
la América, enviado por el Dios de los ejércitos, de aquél que sepultó a Faraón
y sus huestes en las hondas del mar, del que sostuvo, con brazo fuerte, a Josué
contra los Amonitas, a Barac, a David y a los ínclitos macabeos contra los
feroces enemigos de su querido pueblo israelítico.
Empero, una idea siniestra cruza en este instante mi cerebro y viene a perturbar
el gozo que experimenta mi corazón, al constituirme profeta de tan halagüeño
resultado, y no tengo inconveniente en comunicárosla. Yo bien sé que el cielo
protege la verdad y la justicia; así me lo dice la razón; así me lo enseña la
palabra revelada; en ello me confirman mil sucesos de la historia de todos los
siglos. Pero también sé, por estos mismos irrefragables oráculos, que el Dios de
las misericordias, el Dios Bueno, el Dios Clemente, es al propio tiempo el Dios
de la eterna justicia, y en el ejercicio de este atributo suele verter la copa
de su justa indignación sobre los pueblos cuando, encaminándose éstos por
tortuosas sendas del vicio y de la iniquidad que Dios detesta, se apartan del
Señor por su licencia, por sus desordenes y, más que todo, por su falta de
concordia y de unión.
Sin ir muy lejos, y sin pretender eclipsar en lo más mínimo el brillo de esa
corona de gloria y de martirio que ciñe hoy la desventurada hija de Moctezuma, ¿quién
no ve la parte que ella misma ha tenido en las desgracias que la conturban, con
las divisiones que desgarraron su seno? ¿A quién se oculta el lastimoso estado
de extenuación y abatimiento en que cayo ese infortunado pueblo, a consecuencia
de sus discordias intestinas que le arrebataron tantos y tan robustos brazos,
que suministraron un especioso pretexto a la intervención extranjera y, que
ofrecieron abundante pábulo a la rapacidad de las águilas del imperio, para
venir a cebar sus voraces garras en las entrañas palpitantes de su ilustre
víctima, y hasta cuándo arderá en discordia?
Yo os confieso ingenuamente que este terrible ejemplo me hiela de espanto toda
vez que, al recordar como hoy nuestras pasadas glorias, me pregunto cuál el
fruto que hemos recogido de la abnegación, heroísmo y bizarría que
caracterizaron a nuestros padres. Porque, aunque triste y doloroso es confesarlo,
él no ha sido tan proficuo, tan delicioso como ellos se lo prometieron sin duda
y como era de esperarse. Libres de una dominación extraña y onerosa, dueños del
suelo que nos vio nacer, oímos bien pronto mezclarse, en infernal armonía, los
alegres cánticos de victoria, el eco triunfal del clarín de Ayacucho con los
hondos suspiros y plañideros ayes de la hija de Bolívar que, cual otra Rebeca,
sentía con intenso y agudo dolor luchar dentro de su seno ¡a sus propios hijos!
Sí, la historia posterior a nuestra emancipación no es sino la historia de
nuestras desavenencias, la de nuestros odios, la de nuestros rencores. ¿Cuántas
veces se ha escarchado este hermoso suelo digno de mejor suerte con la sangre de
nuestros hermanos, vertida cruel y estérilmente en guerras fratricidas que han
provocado con justicia la compasión y el escándalo de los pueblos que nos rodean?
¿Qué hay de nuestros hermanos indios, hijos del gran Manco Cápac? Por ellos
rompieron nuestros abuelos los lazos inicuos mediante los cuales estábamos
sojuzgados a la cruel España. Favorecidos por la providencia con todo el lujo de
la creación, dotados por el cielo con inmensos e inapreciables tesoros de
riqueza y provenir, hemos visto, casi siempre, emplearse la mano destinada a
explotarlos, o en esgrimir el acero homicida, en fundir el plomo destructor de
nuestra propia existencia, afligiendo así los venerados manes de nuestros
abuelos, de los ilustres mártires de la independencia americana que, si dado les
fuera sacudir el polvo del sepulcro y fijar los ojos en el sombrío y luctuoso
cuadro de nuestras disensiones domésticas, alzarían su voz, con temeroso y
sentido acento, para decirnos: Hijos degenerados de una estirpe preclara, ¿cómo
habíais olvidado así nuestro ejemplo?, ¿cómo habíais derrochado la herencia de
fraternidad y de civismo que os legamos a fin de que, con religioso esmero,
labrarais con ella vuestra común ventura? ¡Oh, recordad que nuestras venas se
agotaron para conquistar para vosotros esa patria de la que habíais hecho un
objeto de ludibrio y de horror! No olvidéis jamás que la discordia es el enemigo
más temible de la libertad y la siniestra precursora de la esclavitud ¡la fuente
emponzoñada de la decadencia de los pueblos, de la ruina de las naciones!
Conciudadanos, hermanos y amigos míos, en nombre de la religión santa de que soy
ministro, en nombre de la patria de quien somos hijos, en nombre de vuestros más
caros y preciosos intereses, yo os convoco sobre la tumba de nuestros héroes
para exhortaros, para conjuraros a sacrificar en las aras del bien procomunal
nuestras miras egoístas, nuestras miserias personales, nuestras mezquinas
pasiones, nuestras animosidades y enconos, y nuestros prejuicios, a fin de
ofrecer a los ojos de Dios y de los hombres el hermoso espectáculo de los
hermanos unidos como si fueran uno solo, y dispuestos a conservar y sostener
incólumes los sacrosantos dogmas de la igualdad, fraternidad y libertad que
nacidos en el Calvario vinieron un día, cual benéficos genios, a posarse en las
encumbradas crestas de nuestros Andes; sobre ellos flamea hoy con vivos y
variadísimos colores una sola enseña, un solo pabellón, el pabellón americano en
cuyo torno se agrupan todas las gentes del continente; borrada está la línea
divisoria que las separa ¡no tenemos hoy más patria que la América, ella nos
llama, acudamos a su voz!
Y si como nadie ignora, después de las obligaciones que tenemos para con el Ser
Supremo, no hay otras más imperiosas ni más sagradas que aquellas que nos ligan
con esta patria, arda en nuestros corazones el divino fuego de esa virtud tan
decantada como poco ejercida: el patriotismo por el cual todo ciudadano debe
hacer uso de su libertad, en el interés de todos y para el bien común de los
asociados. Si su interés privado se halla en oposición al interés general, su
deber le dice: Es necesario, urgente sacrificar la parte en favor del todo, lo
particular por lo general, el individuo en beneficio de la sociedad. Mas, para
esto, es menester toda la fuerza del desinterés, todo el valor de la abnegación
propia, la voluntad generosa del deber, del bien ante todas las cosas y a pesar
de todas las cosas. He aquí lo que constituye el verdadero patriotismo, virtud
que como todas suele ofrecer algunas dificultades en la práctica, porque ella
vive de luchas, de privaciones, de sacrificios. Ella requiere una razón fuerte,
unida a una fuerte voluntad; supone un corazón fuerte y generoso, un alma
inflexible y honrada que antepone ante todo la verdad, el bien y la justicia.
Mas ¿dónde encontraremos el germen de tan alta virtud? Dónde, yo os diré: en la
religión divina de Jesús; sí, esta preciosa virtud es la hija primogénita de la
caridad cristiana; su arquetipo nos ofrece la Iglesia católica y apostólica en
sus primeros y florecientes días en los que los nueve discípulos de la cruz no
tenían sino una sola alma y un solo corazón; abramos pues el nuestro a las
celestes inspiraciones de la caridad, ejerzámosla hoy en una de sus más
importantes manifestaciones, la piedad, la beneficencia con la porción más
menesterosa, desgraciada y doliente de nuestros hermanos; será ésta una de las
más puras ovaciones con la que solemnicemos la gloriosa memoria de este día ¡seamos
verdaderos cristianos y seremos entonces verdaderos patriotas! Y si esta debe
ser en todo tiempo la regla de nuestra conducta, ella reviste un nuevo carácter
de actualidad y de urgencia en las presentes circunstancias, en los momentos
solemnes que atravesamos, viendo como vemos seriamente amagada la autonomía de
una república hermana, y con ella tal vez la nuestra, por la injusticia de una
nación estimulada por sórdida codicia; parece que pretendiere beber el resto de
sangre que pudo escaparse a su voracidad en el corazón de la joven América que
espió de un modo tan espantoso el delito de haber recibido del cielo tantos
elementos de riqueza y de gloria, que pagó tan caro los beneficios que le
enrostra la España, su antigua madre, beneficios que en la indeclinable balanza
de la justicia pesan bien poco si en el platillo opuesto se suspenden los males
de que la colmó, males cuyo germen aún no ha desaparecido del todo entre
nosotros después de cuarenta años. Sí, no temo equivocarme al asegurar que los
vicios más dominantes que traban hoy a las naciones sudamericanas son la funesta
herencia que nos legó la Metrópoli. Si le debemos reconocimiento por una parte,
por otra merece nuestro perdón; por ninguna nos hallamos en el caso de abdicar
nuestra dignidad de hombres libres, ni de consentir se canonice con culpable
indolencia el latrocinio, la ambición y todo ese monstruoso conjunto de inicuas
pretensiones, encaminadas a realizar con escándalo del mundo y mengua de la
civilización ¡el terrible, el bárbaro derecho del más fuerte!
¡Ah! esa Religión sublime, bajo cuyos auspicios consagramos el recuerdo de este
día: esa Religión sublime que nos prescribe la unión recíproca y la defensa
justa será la estrella que guie nuestra nave en medio de la tormenta que
oscurece con pardos nubarrones el horizonte de la patria y cuyo sordo tronar se
escucha en las ondas del Pacífico; sus aguas serán la tumba de nuestros
guerreros antes que presenciar la horrorosa imagen de la reconquista, asentando
su tenebroso solio sobre los brillantes escombros de la democracia. ¡Ah, no! No
llegará nunca el aciago día en que la América del Sur vea por segunda vez
flamear ante sus ojos anegados en llanto el sangriento pendón de la tiranía, en
que las ninfas de sus bosques huyan despavoridas al aterrador León de Iberia
cuyas fuerzas supo abatir en cien combates. ¡No lo consentirá el Dios de los
libres! ante cuyo altar derramamos hoy los férvidos votos de nuestra gratitud y
a quien por siempre se tributen el honor de la magnificencia y la gloria.
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Pronunciada en las solemnes exequias que el amor y la
gratitud nacional consagraron a la memoria del general don León Galindo
¿Qué esperáis de mí, señores, al verme ocupar en este
momento la tribuna sagrada? ¿Acaso aguardáis que, poseído del espíritu de
rastrera lisonja, o dominado por el deseo pueril de ostentar elocuencia, me
permita dirigiros la palabra desde este santo y respetable lugar? ¿Pensaréis que
vengo a verter floridas frases a fin de ocultar con ellas las humanas flaquezas,
vistiéndolas con el ropaje de mentidas virtudes? Ah; no. Semejante propósito
atraería sobre mí ya no el ridículo, sino la justa indignación de todo hombre
sensato y religioso. Si la mentira es una falta reprensible, en la cátedra de
verdad es una atroz blasfemia que mancilla y profana. Y aunque el último y más
indigno de los ministros de la Iglesia, no osaría yo jamás hacerme culpable de
tamaño desacato, particularmente teniendo —como tengo y tenéis vosotros a la
vista— la imagen pavorosa de la muerte representada en esa tumba fúnebre que con
mudo pero elocuente lenguaje nos advierte el término necesario y fatal de la
humana existencia, y el principio de ella en la eternidad, en cuyo seno son
felices los muertos que mueren por el Señor. «Beati mortui qui in Domino
moriuntur». Ap 12 13.
Y es en este número que comprendo al ilustre finado, objeto de nuestro dolor y
de nuestras oraciones este día. Depositario de los secretos de su conciencia y
testigo presencial de sus últimas cristianas y fervientes disposiciones en el
transcurso de su larga y penosa enfermedad, no temo equivocarme al empezar mi
discurso con las dulces y consoladoras palabras que el profeta de Patmos oyó
repetir en el cielo y nos dejó consignadas en tan misterioso libro. No dudo que
convendréis, según eso, en que mi asunto es demasiado digno de nuestra religión
santa; si bien nos enseña a ver, en la muerte, la caducidad y la nada de las
cosas terrenas, no nos prohíbe el honrar la memoria de nuestros hermanos siempre
que éstos nos legaran el valioso patrimonio de sus virtudes y buenos ejemplos.
Antes, por el contrario, desea y aplaude que esta especie de recuerdos se
conserven profundamente grabados en nuestro corazón y que sirvan de norte a
nuestra conducta.
Estas sencillas reflexiones son, pues, señores, las que me han impulsado a
ocupar hoy por breves instantes vuestra atención, con algunas ligeras pinceladas
sobre la honrosa y simpática memoria del distinguido y virtuoso general don León
Galindo, a quien la muerte ha arrebatado hace pocos días de entre nosotros. No
os diré, al hacer su elogio, que él fue un Louis IX, un Turena, un Letier…
semejante hipérbole sería una amarga irrisión lanzada sobre su sepulcro; pero sí
podré aseguraros que fue un hombre de honradez ejemplar, de probidad sin tacha,
un verdadero patriota y un bizarro militar que jamás empañó, con los negros
vapores del vicio, el brillo de sus insignias. Y sobre todo, fue un fervoroso
cristiano que supo purificar su alma por la penitencia más sincera y por la más
santa resignación, circunstancia que le ha merecido la imponderable dicha de
morir con la muerte preciosa del justo en el ósculo santo del Señor.
Contaba apenas catorce años de edad el general Galindo cuando llegó a sus oídos
el eco majestuoso del primer grito de libertad que resonó en las playas del
nuevo continente. Dotado el joven estudiante de Santa Fe de Bogotá de un alma
naturalmente noble y ardorosa, abandonó, al punto, las aulas del colegio y voló
a buscar un puesto en las filas del Ejército libertador, donde sentó plaza en
clase de cadete, poniendo así el pie en la florida senda que debía recorrer, más
tarde, como uno de los más leales, entusiastas y celosos defensores de la gran
causa americana. Íntimamente persuadido de la santidad y justicia de los
principios que defendía y sintiendo arder dentro de su esforzado pecho el fuego
purísimo del amor patrio, tardó bien poco en distinguirse y recomendarse ante
sus jefes, sus compañeros y subalternos por sus esclarecidos dotes civiles y
militares, dando inequívocas pruebas de su valor y pericia en casi todos los
hechos de armas que tuvieron lugar durante la prolongada y sangrienta guerra de
la Independencia, a cuyo triunfo cooperó eficazmente con su acero y con su
sangre vertida de las heridas que recibió en dos de las siete batallas campales
en que fue vencedor. Boyacá y Quito, Carabobo y Bomboná, Pichincha, Junín y
Ayacucho fueron el glorioso teatro de su denuedo en la pelea, de su generosidad
con el vencido, de su modestia después de la victoria. Allí, fue donde ayudó a
darnos patria y libertad, cosechando para su frente un lauro que por sí solo es
ya bastante para esculpir su nombre, con indelebles cifras, en todo corazón
republicano. Tan bizarro y heroico comportamiento le conquistó, con justicia,
los ascensos y las condecoraciones más honoríficas, no menos que el bien
merecido título de benemérito de la patria. Hecho coronel después de la
memorable jornada de Ayacucho por el gran mariscal que dirigió este postrer y
definitivo golpe al despotismo íbero, fue elevado por el libertador Simón
Bolívar en 1826 al rango de general de brigada de los ejércitos de Colombia y, a
los 32 años de su edad, en 1827 al de los de Bolivia por el inmortal Sucre.
Su moderación característica le impidió aceptar, un año después, el grado de
general de división, cuyo nombramiento le fue expedido como premio a los
importantes servicios que prestó a Bolivia en clase de jefe de Estado Mayor
General de la campaña con el Perú, motivada por la invasión del general Gamarra.
Desterrado a la República Argentina, consecuencia del ignominioso Tratado de
Piquiza, regreso al país el año [18]29 a continuar honrando diversos cargos
públicos que en diferentes ocasiones se le confiara, distinguiéndose en todos
ellos por su rectitud, su buena fe, su integridad y su acendrado celo patriótico.
Agobiado, en fin, por los azares de la vida pública y, más que todo, señores,
decepcionado por las inconsecuencias de la política, cuyas amarguras saboreó más
de una vez, resolvió buscar un asilo en el hogar doméstico, alejándose así de
esa tempestuosa escena en que las mezquinas pasiones y el egoísmo disfrazado con
las más gastadas formas, vienen con no poca frecuencia a profanar el sagrado
lugar del patriotismo, sublime virtud republicana harto desconocida por
desgracia, y reducida casi siempre a un vano nombre destituido de toda
significación práctica…
Pero apartemos, señores, los ojos de tan luctuosas reflexiones y volvamos a mi
propósito, que no ha sido, por cierto, el de hacer la biografía pública de este
esclarecido ciudadano; tan laudable tarea estará librada a la diestra pluma del
distinguido escritor que la pondrá luego a vuestro alcance. A mí, me incumbe
particularmente resaltaros al general Galindo bajo otro punto de vista más
análogo al carácter invisto y al sagrado lugar en que me encuentro. Confesando,
desde luego, que, a los ojos de la fe, son altamente meritorias las virtudes
públicas, como que tienen por base los principios de la eterna justicia, quiero
que, prescindiendo por un instante de ellas, consideréis conmigo al general
Galindo como hombre particular en el retiro de la vida privada. Quiero que me
digáis: ¿No es cosa que interesa, que asombra y edifica el encontrar una rigidez
monacal de costumbres en un joven —y en un joven militar— en una época en que la
corrupción más desenfrenada parecía ser un título de recomendación en los de su
clase? La embriaguez, el juego y los excesos no encontraron nunca cabida en el
corazón del joven patriota, cuya conducta sin mancilla contrastaba
admirablemente con la de muchos de sus colegas.
Si por juventud, señores, se entiende ese borrascoso período de la vida que,
envolviendo con negras nubes la inteligencia, la precipita, vendada en los
abismos del error, si la juventud es la edad de las disipaciones, de los
desórdenes y pasatiempos, puedo deciros, fundado en irrecusables testimonios,
que el general Galindo no fue joven jamás; fue un anciano precoz por la madurez
de su juicio y por la gravedad de su carácter. ¡Qué lección, señores, tan bella
para la juventud! La juventud no pocas veces pretende hallar excusa, en sus
extravíos, en el ardor de los primeros años y en la violencia de las tentaciones,
de los peligros a que se ve expuesta.
Si nos proponemos, pues, buscar la explicación de tan raro fenómeno, la
encontraremos sin grande esfuerzo en la solidez y pureza de su fe religiosa,
única brújula que dirige el rumbo de la conciencia y salva el corazón del
funesto naufragio de las pasiones. Efectivamente, católico por íntima convicción,
el general Galindo tuvo la dicha de conservar incólumes sus creencias, en medio
del impetuoso torrente de la incredulidad y del filosofismo del siglo XVIII, que
arrastraban en su curso a la gran mayoría de sus contemporáneos, como es notorio.
Esta rectitud y firmeza de sus ideas religiosas no podía, pues, menos que dar
por resultado la intachable moralidad de sus costumbres, inaccesibles al
pestilencial contagio de la relajación que lo circundaba.
Ahí está, señores, en lo que descubro yo, el principal mérito de este hombre: No
es en el campo de la batalla, no es coronado con los laureles de la victoria,
donde yo le admiro; es en esa otra encarnizada y noble lucha que sostiene él,
sólo armado de su fe, contra el vicio, contra el mal ejemplo y contra sus
propias pasiones. Ahí, yo le tributó ese homenaje obligado de admiración y de
respeto que se rinde sólo a la virtud. ¡Pluguiese al cielo que en este orden
tuviera muchos émulos e imitadores!
La religión, esa brillante antorcha encendida por la mano misma de Dios, iluminó
así sus pasos, haciéndole descubrir los escollos de la juventud, para evitarlos;
las frivolidades del mundo, para despreciarlas; los deberes del militar, del
ciudadano, del amigo, del esposo y del padre de familia, para cumplirlos con
diligente esmero. Dotado de una razón despejada que cultivó con la frecuente
lectura y de una índole lo más bella, comprendió en toda su extensión, y tradujo
en la práctica todas las obligaciones que su estado y su posición social
impusieran. Díganlo sus amigos a cuyo número tuve la honra de pertenecer. Dígalo
su atribulada consorte que llora sin consuelo al hombre que supo prodigarle las
más tiernas caricias, al esposo modelo que, consagrado siempre al cumplimiento
de sus deberes, le ahorró tantos motivos de queja y de amargura. Díganlo sus
desconsolados hijos a quienes inspiró el cariño más afectuoso, al lado del más
reverencial respeto, mostrándoles, en su bondad, su prudencia; y en la austera
severidad de las costumbres, un dechado cumplido de virtudes domésticas y
sociales. Su natural sagacidad, sus finos y cultísimos modales, le granjearon
las simpatías, la estimación y el respeto de cuantos le conocieron, sin
exceptuar al oscuro proletario, al indigente mendigo, a quienes no excluía de
los atractivos de su amable trato y a quienes señaló, alguna vez, un asiento de
distinción en su mesa. Pero ¿qué son, señores, todas estas cualidades ante ese
espíritu de ilustrada y sólida piedad que, habiéndole caracterizado durante toda
su vida, brilló en él con doble luz en el largo espacio de su dolorosa
enfermedad hasta el último momento de su existencia? Yo os confieso, señores,
que toda vez que me acercaba al lecho de su prolongada agonía, sentí arrasarse
mis ojos con lágrimas de ternura porque no podía menos que conmoverme vivamente,
al contemplar la fe, la humildad y la santa resignación de aquel hombre cuyo
fervoroso espíritu cristiano y penitente se encuentra reflejado en estas breves
palabras que, hace poco, le escuché y cuyo tenor casi literal es retenido a
causa de la honda y patética impresión que me produjeron:
—Yo no sé —me decía— por qué es Dios tan bueno para
conmigo, siendo así que he sido uno de sus hijos más ingratos y pecadores. Esta
bondad la reconozco no solamente en el tiempo que me ha concedido para hacer mi
confesión y premunirme de todos los auxilios de nuestra religión santa, sino
también en la prolongación de los dolores que sufro, en cambio de los que él
sufrió por mí.
Al decir esto, el llanto bañaba sus mejillas y hacía un esfuerzo para
incorporarse en el lecho y levantar los ojos al cielo como para significarle su
inmensa gratitud. Yo os aseguro, señores, que no encuentro palabras bastantes
para expresaros las vivas y deliciosas emociones que en aquel instante
experimentaba mi corazón de cristiano y de sacerdote, en presencia de aquel
moribundo anciano, que más bien que un antiguo militar parecía uno de sus
austeros solitarios del yermo, consagrados largos años a la vida ascética y
contemplativa. Su muerte ha sido el dulce y tranquilo sueño del justo que anhela
haber roto los vínculos de la carne, para entrar en el goce de la inmortal
herencia de felicidad y de gloria, conque el Remunerador Supremo galardona sus
escogidos. Él es feliz, señores. ¿Quién podría durarlo? Sirva esto de bálsamo al
justo dolor de su desolada familia, de la que fue el ángel tutelar, y de
consuelo a sus amigos que lamentamos su pérdida, tanto más sensible cuanto es
hoy tan reducido el número de esos hombres modelos, reliquias preciosas del
pasado cuyas lecciones y ejemplos hacen tanta falta a la presente generación.
De ahí como, señores, en medio de los escombros de las glorias y vanidades
terrenas, hacinados en torno del sepulcro por la mano destructora de la muerte,
lo único que real y verdaderamente subsiste es la virtud. Son las cualidades
morales del espíritu imperecedero e inmortal, como su Divino Autor, a quien se
une con los indisolubles lazos de un amor que constituye su inagotable y eterna
bienandanza. Y tal ha sucedido (espero en la infinita clemencia del Dios
misericordioso) con el ilustre muerto cuya memoria honramos. Mas si la
inflexible justicia del Eterno le ha conducido, antes de admitirlo en su regazo,
al lugar de la expiación, justo es que enviemos al cielo nuestras férvidas
preces, procurando abreviar en nuestros sufragios el tiempo que aún lo separe de
entrar en el goce del Señor.
Y llegando que fuere ese momento, elevad, preclaro patriota, vuestros ruegos y
votos al Dios de los libres en favor de esta desgraciada patria que tanto
amasteis, a fin de que, aplacada su inexorable justicia, se apiade de su
infausta suerte, alejando de ella el terrible azote de la guerra civil que la
inunda, regueros de lágrimas y sangre. Rogadle, sí, que derrame sobre todos sus
hijos el espíritu de unión, de fraternidad y de concordia, único medio de que
alcance su anhelada ventura. Y vos, oh Dios de las misericordias, escuchad
propicio nuestras plegarias para que vertidas, cual rocío saludable, sobre
vuestro fiel siervo lo purifiquen de las manchas de la mortal flaqueza que
pudiera impedirle contemplaros desde ahora cara a cara. Hacedlo así, por esa
sangre expiatoria y preciosa del Divino Cordero, que vuestro ministro acaba de
verter sobre el ara santa. Y santificando nuestros humildes votos, concededle la
paz y el descanso sempiterno. Requiescat in pace.
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Predicado en la inauguración del templo del hospicio
Católicos, cuando considero que hace poco más de ocho años, me cupo la honra de
dirigiros la palabra, en este mismo lugar, con ocasión de haberse trazado el
plano y colocándose la primera piedra de este augusto edificio, bajo cuyas
suntuosas bóvedas nos hallamos congregados hoy; cuando traigo a la memoria, que
entonces no esperé, que ninguno de los que asistimos a aquel acto, presenciase
esta segunda solemnidad que anuncia la casi completa coronación de una obra que,
por las circunstancias tan desfavorables en que se emprendió, parecía imposible
se finalizara en el corto período de tiempo que ha transcurrido desde aquella
fecha, sin contar como no contaba anticipadamente con todos los elementos
necesarios para obtener su pronta conclusión. Cuando pienso, digo, que lo que
fue entonces para mí una lisonjera pero remota ilusión es ahora una positiva y
consoladora realidad, sólo acierto a expresar las vivas y dulces emociones, el
puro y entusiasta regocijo que rebosa mi corazón, prorrumpiendo ufano y gozoso
con el Salmista: «In domum Domini ibimus». Sal 122 1.
¡Bajo cualquier punto de vista, pues, que se considere, hermanos míos, la
erección de este venerable y hermoso santuario, encontraremos mil justas y
poderosas razones que motivan el fervoroso júbilo de que, a juzgar por lo que en
mí pasa, os supongo profundamente penetrados al concurrir a la sagrada función
con que hoy se inaugura! Ni podía ser de otra manera, siendo así, que como nadie
lo ignora, la adquisición de un bien cualquiera que él sea, produce
necesariamente la expansión y el contento en el alma del que lo posee. Y
nosotros acabamos de adquirir un cúmulo de bienes de todo género: como
cristianos, en el orden espiritual, el más noble, digno y elevado; como
ciudadanos en el orden moral y social, cuya mejora es de tanta magnitud y
trascendencia; y finalmente, en el orden estético y material, como hombres
amantes de la belleza artística, del ornato y progreso industrial de nuestro
país, ventaja que si bien ocupa un puesto secundario, merece no obstante, fijar
nuestra atención.
¡Oh! Alcemos, pues, nuestros ojos al cielo, y bendigamos humildes y reconocidos
al Señor, cuya liberal y benéfica mano nos regala tan inestimable presente.
Ofrezcámosle a porfía, nuestros más fervientes votos, nuestros más rendidos
homenajes, en acción de gracias, por haber removido los obstáculos, facilitado
los medios, reanimado la piedad de los fieles y sostenido la loable constancia
de estos ilustres cenobitas, para haber erigido este precioso monumento
consagrado a su gloria, este magnífico y majestuoso alcázar en que será su
excelso nombre bendecido eternamente y al que hemos acudido ahora llenos de
santa y deliciosa alegría.
¡Inmaculada y santísima Madre de la Divina providencia! Vos bajo cuyos
maternales auspicios se ha edificado este templo para que en él more, él que
habitó nueve meses en vuestro seno purísimo; vos que tan vivamente interesada
estáis por la mayor honra y gloria de vuestro Divino Hijo, y que con tanta
solicitud y ternura queréis y procuráis el bien de los que hemos sido rescatados
al precio infinito de su sangre; vos en fin, que en todo tiempo voláis en
auxilio del menesteroso que os invoca, no me neguéis ahora, vuestro eficaz
amparo, a fin de que yo pueda, inculcar con fruto, en el ánimo de mis benévolos
oyentes, las breves reflexiones que me sugiere el grato motivo que hoy aquí nos
reúne. Así espero lo haréis, Madre clementísima, pues nunca habéis desmentido
que sois y seréis siempre la fiel dispensadora de la gracia de que fuisteis
llena.
Católicos, si es un axioma psicológico que el hombre es, como nos lo dicen de
consuno, la razón y la fe, un ser compuesto de dos sustancias tan diversas como
íntimamente unidas entre sí, a saber: el espíritu y la materia, el alma y el
cuerpo. Si es del mismo modo exacto y evidente, que este último, por medio de
los órganos de que está dotado, es el vehículo indispensable de las percepciones
igualmente que de los sentimientos que residen en aquélla, es a todas luces
claro y comprensible, aun para el más vulgar buen sentido, que el Culto
Religioso externo y público, es una necesidad inherente a la naturaleza humana,
que siendo la primera y la más noble de las creaciones de Dios, si se exceptúa
la creación angélica, y la única capaz de conocerle y amarle en este mundo, no
puede sin hacerse culpable de un enorme crimen, romper los sagrados vínculos que
tan fuertemente la ligan con su Divino y Bondadoso Hacedor. No puede, sin
destruir las condiciones esenciales de su ser, rehusarle el legítimo tributo de
adoración y amor, respeto y gratitud que Aquel tiene derecho a exigirle ya
privadamente y como a individuo, ya colectivamente y como a sociedad.
Así se explica por qué en la cuna de todas las naciones del orbe, sin excluir
las tribus más embrutecidas y bárbaras, encontramos ante todas cosas, un altar,
y un sacerdocio, circunstancia que con tanta razón, obligó a decir al célebre
Plutarco que hallaréis pueblos sin literatura, sin leyes, sin casas, sin
murallas, sin teatros, sin moneda; pero no encontraréis jamás pueblos sin Dios,
sin plegarias, sin sacrificios; pues nunca se ha visto ni verá un pueblo
semejante, por lo que cree más fácil que exista una ciudad edificada en el aire,
que un pueblo sin religión.
Es tan sensible y palmaria esta verdad, que los incrédulos mismos se han visto
forzados a reconocerla y confesarla innumerables veces. La Religión reducida a
lo puramente espiritual, no tardaría en verse relegada a la región de la luna.
Es pues según eso indudable, hermanos míos, que el alma necesita de signos
exteriores para manifestar los sentimientos que abriga interiormente y muy en
especial los que se refieren a Dios, los cuales desaparecerían fácilmente del
corazón de la mayor parte de los hombres, si no se les excitase y fomentase de
continuo, por medio de objetos materiales, que hiriendo los sentidos corpóreos,
produzcan y sostengan en ella impresiones vivas, profundas y duraderas. He ahí
expuesta y justificada, por la simple razón natural, la existencia de ciertos
lugares particularmente destinados a la satisfacción de esta necesidad imperiosa
y al cumplimiento de este deber sagrado del hombre con respecto al culto
religioso.
Y si del terreno de la filosofía y de la historia profana, pasamos al de la
revelación divina, hallaremos en solemne comprobante de cuanto os llevo dicho:
El mismo Dios, así que hubo promulgado sus leyes sacrosantas sobre la abrasada y
fulgurante cumbre del Sinaí, ordena inmediatamente a su siervo Moisés la
construcción de un tabernáculo sobre el que descienda su gloria y brille su
imponente majestad, en el que su pueblo fiel le ofrezca sus preces, oblaciones y
holocaustos. Veremos que Jacob al despertar de su misterioso sueño, consagra al
Señor el dichoso sitio en que le plugo mostrársele: exclamando, sobrecogido de
reverencial temor, que atinaba con la casa de Yahveh y que la puerta daba hacia
el cielo; que David concibe el designio de edificar un templo al gran Yahveh,
quien, por boca de su profeta, se lo impide, anunciándole que semejante honra
estaba reservada al pacífico Salomón, el cual construye en efecto, apurando los
recursos de la riqueza y del arte, aquel famoso edificio, asombro de las
naciones, maravilla del mundo, en el que promete morar el Santo por esencia,
escuchar y recibir las oraciones y ofrendas de su querido Israel.
Más tarde, llegada la dichosa plenitud de los tiempos, el cristianismo, profundo
conocedor de la naturaleza humana, ha establecido y conservado la loable
costumbre de erigir templos y basílicas en honor del Dios viviente, a despecho
de las insensatas declamaciones de la impiedad de todos los siglos, parodiada
últimamente por el racionalismo moderno que acusa a la Iglesia católica de haber
querido circunscribir la majestad del Altísimo en un recinto material, de haber
alejado de su compañía a Dios, confinándolo dentro de los límites de un estrecho
tabernáculo… Como si la Iglesia intentara jamás encerrar entre paredes y
columnas la inmensidad divina, como si ella no enseñara al niño incipiente, en
la primera hoja del Catecismo, que Dios está en todas partes, que todo lo
penetra, todo lo ocupa, todo lo llena con su adorable presencia: ¡Como si
nosotros ignorásemos que la Divinidad no ha menester de templos para sí misma
cual un monarca necesita de un palacio para la ostentación de su grandeza y
poderío, que la creación con todas sus bellezas es un átomo fugaz y deleznable
para aquél que tiene por escabel de su trono los soles y los mundos! Como si no
comprendiéramos, en fin, que nosotros débiles y miserables criaturas, somos los
que necesitamos de estos lugares consagrados a Dios, para poder nutrir y
sostener nuestras ideas y sentimientos religiosos; para auxiliar nuestra
flaqueza, elevando y poniendo en contacto nuestro espíritu con el Autor de toda
verdad y de todo bien; para exhibirnos reunidos en su presencia, como hijos de
una misma familia a la vista de nuestro padre común, estrechando así los dulces
vínculos de nuestra afectuosa fraternidad; para conservar en nuestro
entendimiento encendida siempre la antorcha de la fe, y en nuestro corazón el
fuego purísimo de la virtud. Efectivamente, hermanos míos, a quién de nosotros
se oculta que por grandes, suntuosos y espléndidos que fueran los templos que
consagrásemos al Eterno, no podrían nunca ser una mansión digna y
correspondiente a su inmensa majestad, a su excelsitud infinita. Muy convencido
de ello estaba el gran Salomón, cuando le decía: «Ergone putandum est quod uere
Deus habitet super terram? si enim cælum, et cæli cælorum te capere non possunt,
quanto magis domus hæc, quam ædificaui?». 1 R 8 27.
¡Y para que no dudásemos jamás de la grata complacencia con que acogió el
Omnipotente tan humilde y fervorosa oración, un fuego milagroso descendido del
cielo, consumió al punto las numerosas víctimas que cubrían el altar, y la
majestad divina llenó el recinto sagrado, bajo el emblema de una brillante nube
por la que, envueltos como en un manto de luz los Israelitas, prorrumpieron
extasiados en alegres himnos de bendición y alabanza al Autor de aquella
maravilla! Y cuenta, hermanos míos, que aquel templo no debía contener sino
sombras y figuras: las tablas de la ley, el maná del desierto, la vara
prodigiosa de Aarón; en sus altares de bronce no debía verterse otra sangre que
la de los animales y sus bóvedas de oro y cedro sólo habían de resonar con el
acento de los profetas. ¡Mientras que en nuestros templos habita personalmente
el Dios que dictó la ley, en ellos se guarda el pan vivo bajado del cielo; un
pueblo de adoradores en espíritu y verdad llena las sagradas naves, el altar
está enrojecido con la sangre redentora que borra los pecados del mundo y los
ecos repiten la voz del Soberano de los profetas! ¿Qué extraño es pues entonces,
que al penetrar en ellos, crea el hombre traspasar los confines del mundo, para
trasladarse a una región inaccesible a los cuidados y apasiones de la vida,
donde se tranquiliza el alma, se consuela el corazón, se amortiguan las pasiones
y se despiertan esos nobilísimos sentimientos que constituyen la alta dignidad
del rey de la creación, que reproduce en sí la viva imagen del Supremo Monarca
de los Cielos que encuentra sus delicias en morar con los hijos de los hombres?
La fuerza del hábito hace otra parte que la mayoría de los hombres contemple,
con indiferente frialdad, el grandioso espectáculo de la naturaleza; al paso que
es muy difícil penetrar al interior de un templo, sin sentirse poseído de un
religioso respeto, de un recogimiento santo que nos induce, con más o menos
eficacia, a humillarnos en la presencia del Señor, a concentrarnos en nosotros
mismos, a contemplar las verdades eternas cuya saludable meditación suele ser
tan olvidada por el aturdimiento que producen los negocios y placeres
mundanales. Todos y cada uno de los objetos que allí encontramos nos mueven a
consideraciones de un orden superior que, cayendo cual lluvia bienhechora, sobre
el terreno agostado y marchito de nuestro corazón, lo vivifica, lo fertiliza, y
hace brotar en él los gérmenes de la verdad y del bien, de la dulce paz, del
sosiego envidiable del espíritu, el cual necesita para vivir, una atmósfera
apropiada, un alimento análogo a su naturaleza, capaz de reparar sus fuerzas
enervadas y amortecidas por el pernicioso influjo del medio material que le
rodea en el seno del mundo —del mundo cuyo bullicio no puede dejar de
aturdirnos, hastiarnos y hacernos desear, siquiera por un instante, la soledad y
silencio del santuario— ¡Oh! ¡Es muy pesada sí, la atmósfera que nos rodea para
que no suspiremos por gozar, alguna vez, las puras y refrigerantes brisas del
cielo, a la sombra del árbol de la vida plantado en medio de nuestros templos
que, a semejanza de esos verdes oasis que se encuentran en los abrasadores
desiertos de la Libia, ofrecen al cristiano peregrino el agua que brota hasta la
vida eterna, para humedecer su labio desecado, para calmar la ardiente, la
inextinguible sed de lo infinito que le devora!
¡Por eso, ellos se llaman y son verdaderamente casas de oración! a donde aquél
que, herido por el dolor, acude a dirigir sus plegarias al Dios de todo
consuelo, no puede salir desconsolado ¡Oh!, ¡nunca, jamás, podrá salir
desconsolado el hijo que entra en la casa de su buen padre a implorar en sus
cuitas, auxilio y protección! Él lo tiene dicho: «Petite, et dabitur uobis;
quærite, et inuenietis; pulsate, et aperietur». Lc 11 9.
Ya comprenderéis ahora, hermanos míos, por qué el universo con toda su
magnificencia, no dice al corazón lo que la modesta iglesia de una aldea; pues
en la cima de los montes, bajo la vasta bóveda azul del firmamento, no hallamos
ni el altar, ni la cruz, ni la santa mesa, ni el tribunal de la misericordia, y
ninguno, en fin, de aquellos símbolos tan elocuentes, tan persuasivos y
conmovedores, tan ricos de recuerdos y sobre todo de acción tan eficaz sobre los
sentidos y por consiguiente sobre el espíritu y el corazón, entre los cuales
figuran las imágenes de los santos con las que la Iglesia católica recuerda a
sus hijos la sublime y tierna comunión que existe entre ellos y los felices
moradores de la Jerusalén celestial, les muestra a los santos como presentes a
las oraciones de la tierra; los constituye protectores de los pueblos que
edificaron con sus virtudes a cuyas imitaciones exhorta y excita. Ella quiere
además, que veamos, en los templos materiales, una imagen de nuestros cuerpos
que son templos vivos de Dios, purificados con el agua del bautismo, sellados
con el sello de la gracia santificante, ungidos con el óleo de los sacramentos,
iluminados con la luz del Evangelio y destinados eternamente a una inmortalidad
gloriosa, por eso el Señor se muestra tan solícito y celoso de la Santidad de
estos templos, «Nescitis quia templum Dei estis, et Spiritus Dei habitat in
uobis?». 1 Co 3 16. ¡De aquí el deber que tenemos de limpiarlos, adornarlos y
conservarlos mediante el ejercicio de todas las virtudes, de una manera digna
del Dios que en ellos reside! Permitidme ahora que os pregunte, hermanos míos,
¿lo hacemos así por ventura? ¡Oh!, ¡válgame Dios! ¡Cuántos hombres, como dice el
Crisóstomo, cuidan más de sus pesebres y caballerizas que del templo de su alma!
Cristianos que me escucháis, ¿queréis conservar sin mancha ese viviente
santuario? Venid con frecuencia al templo, ¡pues el hijo que huye del hogar
paterno, no podrá ser jamás buen hijo, buen esposo, buen padre, buen hermano,
buen amigo, buen ciudadano! Almas justas, si os alejáis de este lugar santo, si
vuestras miradas os desvían de las cosas celestiales, para dirigirse a las de la
tierra, no tardaréis en ser arrebatadas por el voraginoso torbellino de la
tentación. Débiles tallos os troncharéis al primer soplo del huracán de las
pasiones: Columnas separadas del edificio, no podréis teneros firmes y caeréis
hechas pedazos al golpe de vuestra impetuosa caída. No olvidéis que la fuente
más pura, pierde su limpidez y trasparencia: ¡el paso de un insecto la remueve y
enturbia, el soplo del viento agita y corruga su tersa superficie!
Y si el templo del Señor es para el justo un lugar de sostén, de expansión y
consuelo; para el pecador arrepentido es un lugar de rehabilitación y de luz en
el que sus miradas tropiezan aquí con los tribunales sagrados, donde movido por
las exhortaciones de un director compasivo y celoso, prometió mudar de vida y
reprimir sus viciadas propensiones: allí con el altar donde en otro tiempo
sustentó su alma con el cuerpo adorable de Jesucristo, que murió porque él
viviera; más allá, descubren la cátedra donde no se ha cesado de distribuir el
pan de la divina palabra, ni de combatir los desórdenes y excesos de su vida
criminal, mostrándole sus fatales consecuencias, acullá distinguen postrada de
hinojos una persona virtuosa y timorata cuya piedad la confunde y condena. ¡Todo
en fin, todo le acusa y le enrostra su negra ingratitud para con Dios, lo cual
no tarda en producir, en él, un principio de arrepentimiento, de reforma, de
justificación, viniendo luego la gracia a colmar el hondo abismo que abriera la
iniquidad!
Y quién no ve, católicos, la inagotable fecundidad de este suelo sagrado para
producir tan abundantes y preciosos frutos en el orden espiritual y por
consecuencia necesaria en el orden moral y social que de aquél se derivan? Pero
aun hay más: el oro, la plata, los adornos y preciosidades con que decoramos
nuestros templos, fuera de fomentar y dar pábulo a las creaciones de la
industria y del arte, nos hablan también a su modo, y nos dicen: Siendo Dios el
Árbitro Supremo, Creador y dispensador de todos los bienes, obligación nuestra
es ofrendarle el oro, las riquezas y las producciones del talento y del genio;
pagándole, así, el justo tributo de todas las cosas que de su pródiga y benéfica
mano hemos recibido. Este homenaje de gratitud y adoración es un nuevo título
para merecer más y más sus inapreciables dones.
La pompa, que el culto católico despliega en nuestros templos, no es pues
solamente un manantial perenne y fecundo de bienes espirituales sino que además
suministra —como llevo dicho— el trabajo y la subsistencia a un sin número de
individuos y familias, en especial de la clase proletaria cuya industria
promueve y conserva con el consumo de los variados objetos que emplea en su
esplendor y sostenimiento. Llamar, como lo han hecho muchos que se titulan
enfáticamente amigos del pueblo, superfluas y vanas las erogaciones del culto
religioso es la más refinada crueldad contra la indigencia. La Iglesia no piensa
de este modo, y prescindiendo de que toda pompa por espléndida que fuese, es una
débil y pequeña manifestación de la criatura al Creador; ella tiene en mira que
el pobre cuente con una casa común donde pisen sus pies ricas alfombras, ya que
le está prohibida la entrada a los mullidos estrados de los opulentos del mundo:
Quiere que el pobre se siente lado a lado del rico fastuoso y se arrellane en
los sofás con que le brinda, ya que en su mísero albergue, no tiene los divanes
orientales en que descansan los modernos epulones: ¡Quiere que el oído del
menesteroso se recree con las melodías de la música sagrada, ya que las puertas
de los teatros y festines se han cerrado para él y que olvide así siquiera por
un instante, su miseria, su angustia, sus privaciones y padecimientos, a fin de
que no le asalte la siniestra idea de atacar al rico en su propiedad para
proporcionarse las comodidades, ventajas y placeres de que aquél disfruta!
Destruir las iglesias es aniquilar el culto y con él la religión; destruir la
religión es remover las bases fundamentales de la sociedad. ¡Ah! en vez de
derribar las iglesias o disminuir su número, es preciso levantar otras nuevas,
cuantas más se construyan, menos cárceles abriréis; pues el culto divino
público, es el lazo social más poderoso y fuerte que une a todos los miembros de
la familia humana, en la casa de su común y legítimo padre, Dios.
Decidme ahora, católicos, si hay razón bastante, para celebrar llenos del más
puro regocijo, la dedicación de esta santa casa, que así nos va a colmar de
tantos y tan inestimables bienes; para prorrumpir estáticos de gozo y alegría.
Empero, nuestro entusiasmo y alborozo deberán ir aun más allá, si a todo lo que
llevo expuesto se añade la consideración de que este nuevo santuario nos ofrece
un depósito de sacerdotes distinguidos por su doctrina, su piedad y su celo por
la gloria de Dios y la salvación de las almas. Efectivamente, ¿quién de nosotros
puede sin injusticia, algo más sin ingratitud, desconocer los grandes e
importantes servicios que, con el exacto y escrupuloso cumplimiento de su
ministerio, prestan estos beneméritos religiosos, en obsequio de la salud
espiritual de los fieles? Mas, aun cuando estas relevantes prendas no los
hiciesen acreedores a nuestra benevolencia y a nuestro respeto, sería sobrado y
poderoso título para comprometer nuestra gratitud en favor suyo, este magnífico
monumento que atestiguará perpetuamente a la vez que la preclara piedad de sus
principales autores, el decidido y generoso interés que los anima hacia
nosotros, que hemos visto el infatigable tesón que han desplegado, para levantar
y dar cima a una obra que, sin su admirable constancia, sin sus nobles
esfuerzos, no habría podido llevarse a cabo, si se atiende a la naturaleza de su
construcción y a las difíciles circunstancias del lugar y de la época en que se
ha emprendido. Y no creo que haya ninguno entre vosotros, que no sienta y
confiese esta verdad altamente honrosa para estos dignos y laboriosos operarios
de la mies evangélica. Verdad que por sí sola, es más que suficiente para
obligar nuestra más viva y profunda gratitud hacia ellos; para extinguir de una
vez por siempre, en nuestro espíritu, las mezquinas preocupaciones de un
nacionalismo falso y mal entendido que nos induce, frecuentemente, a desconocer
y despreciar el verdadero mérito, sólo porque él se encuentra en individuos que
no nacieron en el mismo espacio de terreno en que nosotros nacimos. ¡Cuánta
injusticia, qué estrechez y trastorno de ideas y cuán poca nobleza de
sentimientos arguye semejante conducta! Seamos pues justos, hermanos míos,
amemos nuestra patria con un amor sincero e ilustrado, queramos su bienestar y
su progreso, cualquiera sea la latitud de donde ellos nos vengan: reflexión que
adquiere mayor fuerza, cuando se trata del sacerdote católico cuya patria es el
mundo entero, al que fue enviado a evangelizar, por aquél que dijo a sus
apóstoles: «Euntes… docete omnes gentes: baptizantes eos in nomine Patris, et
Filii, et Spiritus sancti». Mt 28 19.
Afortunadamente y para honra de nuestra religiosa y sensata sociedad, la gran
mayoría que la constituye está muy distante de estas pueriles y odiosas
prevenciones; dígalo sino la munificencia y liberalidad de tantas personas que,
con sus donaciones y limosnas, han contribuido a la erección de este santo
edificio hasta el estado tan lisonjero en que se encuentra. ¡Plegue al cielo!
que el número de tan piadosos colaboradores crezca y se aumente de día en día, a
fin de que dentro de breve tiempo nos quepa la gloria de verlo definitivamente
concluido y decorado. ¡Así el pueblo cochabambino dará un nuevo y elocuente
testimonio de su adhesión proverbial al catolicismo, y de ese espíritu
emprendedor y progresista que forma su carácter y lo impele a acometer animoso
todo cuanto pueda influir en la mejora y engrandecimiento de su hermoso suelo,
para el que esta solemne inauguración en el año que hoy empieza, será, no lo
dudéis, un seguro presagio de prosperidad y de ventura!
Inmortal y augusto soberano de los cielos, a cuya gloria se consagra este
venerado alcázar donde se va a inmolar, por vez primera, la sacrosanta y
purísima Víctima del calvario, esa hostia de paz y de salud que no obstante
nuestra indignidad y pequeñez os obliga a mirarnos con ojos de paternal
clemencia, ¡aceptad pues propicio, los votos que os hacemos, escuchad indulgente
las plegarias que os enviamos y derramad magnífico vuestras celestes bendiciones
sobre este pueblo que os confiesa, adora y glorifica! Y si los reyes de la
tierra, al tomar posesión de sus frágiles palacios, se ostentan dadivosos y
liberales con sus súbditos, ¿cómo no os mostréis vos grande y misericordioso en
este día, en que cubierto con los velos eucarísticos, haréis vuestra entrada
solemne a este templo donde se os tributará el culto de que sois digno? ¿Cómo no
locupletaríais nuestros corazones con las infinitas riquezas de vuestro amor y
bondad inagotables? ¿Cómo dejaríais de compadecer nuestros males, de curar
nuestras heridas y de enjugar nuestras lágrimas…? ¡Ah! ¡no, gran Dios! Señor,
esperamos confiados los poderosos auxilios de vuestra gracia en el tiempo y
vuestra visión beatífica, vuestra gloria perdurable en la feliz eternidad, que
os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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Pronunciado con motivo de la instalación solemne del
nuevo monasterio de Capuchinas de Jesús Crucificado
«Beati immaculati in uia, quia ambulant in lege Domini».
Sal 119 1. Con cuánta propiedad se aplica, hermanos míos, este verso del
Salmista a esa selecta y preciosa porción de almas fieles que, noblemente
estimuladas por el santo deseo de la perfección evangélica, renuncian el mundo,
sus placeres e ilusiones para consagrarse enteramente al Señor. Cuando digo
mundo entiendo por esta palabra esa insensata muchedumbre que, sumergida en los
goces y cuidados terrenales, vive en un completo olvido de Dios y de sí misma;
ignorando, mejor dicho, desconociendo espontánea y temerariamente el fin
principal de su creación, cual si no tuviera más destino que la nada, ni otro
porvenir que el de apurar, hasta donde sea posible, la copa del deleite. Hablo,
sí, de ese mundo que renuncia solemnemente el cristiano, al borde de la pila
bautismal, como a uno de los más peligrosos enemigos de su salvación; de ese
mundo al que, según san Agustín, se refiere el Profeta de Patmos cuando dice que
no conoció al Salvador.
Es cierto que todos estamos en la obligación de buscar, ante todas cosas, a Dios
que es nuestro primer principio y será nuestro último fin; pero,
desgraciadamente y por lo general, no cumplimos este deber sagrado porque
carecemos de resolución bastante para romper el ominoso yugo de las pasiones que
nos tiranizan y, para resistir a los falaces halagos del mal que nos seducen. No
así esas almas que conciben y ejecutan el generoso designio de obligarse al
servicio Divino de un modo perpetuo e irrevocable; de emplearse en levantar,
noche y día, sus puras manos al cielo a fin de atraer sobre la tierra el rocío
de las celestes bendiciones, las cuales merecen con justicia formar parte de la
dichosa y bienhadada estirpe de los que buscan, de veras, al Señor.
¡Oh!, felicitémonos al ver multiplicarse, en nuestro país, tan noble, tan
ilustre progenie. Y tributemos humildes gracias a la providencia, que se
apresura a prodigarnos dulcísonos consuelos mediante el ensanche del culto
religioso y de las instituciones monásticas, que oponiendo un dique al torrente
devastador del vicio, y ofreciendo poderosos estímulos a la virtud, son un
germen fecundo de progreso y ventura para los pueblos.
Dígalo sino esta nueva comunidad que se instala hoy, pocos meses después de la
inauguración del vecino templo, cuya importancia tuve la honra de manifestaros
en otro discurso, cumpliéndome, ahora, la de hacer una breve apología de los
institutos religiosos, con la mira de disipar, en cuanto esté a mis alcances,
ese espíritu de hostilidad y prevención, pronunciado tenazmente contra ellos en
la calamitosa época en que vivimos.
Espero ¡Oh Virgen de las Vírgenes! que me otorgaréis bondadosa y benigna vuestro
amparo, siendo como sois la excelsa Emperatriz de esa cándida falange que milita
bajo vuestras banderas, y en cuyo obsequio me propongo hablar: Ave María.
Tarea ciertamente difícil y penosa es, hermanos míos, la del ministro de la
religión que se propone hacer la apología de los conventos, a la faz de un siglo
como el presente, en el que infatuado el hombre al contemplar sus numerosas
conquistas sobre la materia, ha acabado por someterse servilmente bajo el
imperio de esa misma materia que se gloria de dominar, con despótica soberanía.
Tal es, en efecto, lo que la historia contemporánea nos muestra, toda vez que
volvemos los ojos hacia esos países cuya civilización y cuyos prodigiosos
avances son incitadores de nuestras aspiraciones y de nuestra envidia; lo que
prueba la funesta disposición en que nos hallamos, de acoger sin examen la
errónea doctrina, de que la ventura de los pueblos debe medirse por la mayor
suma de bienestar material posible, y de que por consecuencia, todo lo que no se
encamine a procurarlo, es ya que no pernicioso, estéril y de ningún provecho,
teoría que envilece y degrada al hombre, el cual necesita, sobre todo,
perfeccionar su alma hecha a imagen de Dios, por el solícito esmero en
procurarse, con preferencia, los bienes incorruptibles y perdurables, en cuya
posesión consiste principalmente su feliz, inmortal y glorioso destino. «Quærite»,
dice el celestial Maestro, «primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia
adiicientur uobis» Mt 6 33, palabras que establecen del modo más terminante y
explícito, la superioridad intrínseca del espíritu sobre la materia. No queráis,
sin embargo, que yo intente desconocer los deberes que tenemos con relación al
cuerpo, ni la moderada solicitud en satisfacer sus exigencias y necesidades, no,
porque esto sería extravagante y absurdo, como quiera que el hombre es un
compuesto de dos sustancias, que no es dado nunca separar completamente, sin
destruir el fondo de su naturaleza; pero sí afirmo sin temor de equivocarme:
Esos mismos deberes relativos a nuestra parte animal tienen que estar
forzosamente subordinados a las leyes espirituales y morales que figuran en
primera línea, en superior escala; so pena de abdicar ignominiosamente el cetro
de monarcas de la creación y confundirnos con las bestias que pacen la hierba.
Por consiguiente, todo lo que conduzca a favorecer el desarrollo y perfección
del espíritu, a depurarlo de sus manchas, a unirlo más estrechamente con su
Divino Autor, no puede menos que ser grande, digno, respetable y noble; no puede
menos que ejercer una influencia tan positiva, como bienhechora, en nuestro
corazón natural e instintivamente amante de la grandeza, la bondad y el heroísmo,
y ¿quién osara negar que estos brillantes caracteres distinguen a las
comunidades religiosas y, en especial, a las del bello sexo, que ofrece a los
ojos atónitos del mundo, de los ángeles, y de los hombres, el imponente,
conmovedor y sublime espectáculo de la pureza, la abnegación y el
desprendimiento en su mayor altura?
Si pues, como católicos, reconocemos por verdadero y divino el código santo del
Evangelio, no podremos jamás zaherir ni menospreciar impunemente estas
instituciones venerables que arrancan su origen y su modo de ser de aquella
fuente purísima. Consultad sino la historia y hallaréis, desde la aparición del
cristianismo, un sinnúmero de personas de uno y otro sexo que, alumbradas por
una luz superior, se dedican a la práctica de los consejos del Dios hombre, con
el loable fin de obtener la más alta perfección moral asequible sobre la tierra;
ni pudo ser de otro modo, pues de lo contrario, Jesucristo habría dado al mundo
lecciones impracticables y consejos ilusorios, lo que no se puede afirmar sin
blasfemia, ¿o se dirá que, bastando para conseguir la eterna bienaventuranza la
observancia de los preceptos, es una supererogación inconducente? Sería eso así,
si al potente impulso que diera Jesucristo a la humanidad regenerada, si a la
voz irresistible con que la invito a copiar en sí, su imagen perfectísima, no
hubiera surgido, como por encanto, una multitud de almas ardorosas cuyo fervor
no quedase satisfecho, con el mero cumplimiento del deber.
La suprema misión de justicia que comporta el Derecho se cifra en constans et
perpetua uoluntas ius suum cuique tribuendi, es el ideal más acabado de la
sabiduría humana; respetar el derecho, y cumplir el deber era el grado supremo a
que pudo elevarse la filosofía gentilicia, cuyas doctrinas no llegaban siempre
ni aun a ese tipo tan vulgar. Efectivamente, el cumplimiento universal del
simple deber sería, por sí solo, muy apetecible; mas, para que la inmensa
mayoría de los hombres se resolviese a ello, era en extremo conveniente hacer
desfilar ante sus ojos virtudes decididas a subir más alto; para que, estimulada
por el ejemplo de una minoría heroica, marchara con más facilidad y eficacia a
su perfección. Tal ha sucedido con el cristianismo, en cuyo seno se ha
encontrado siempre a esa generosa minoría, caminando sobre las huellas de Jesús,
conmovida por estas palabras: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester
cælestis perfectus est», Mt 5 48; dispuesta a lanzarse en su compañía, más allá
de los límites del precepto jurídico y de las fronteras del deber; exclamando
férvida y entusiasta: «Lo bueno no es bastante, queremos lo mejor; el deber es
poca cosa, queremos el sacrificio». Ved ahí el móvil, ved ahí el blanco de la
vida religiosa, que es, bajo este punto de vista, una causa poderosamente
aceleratriz de progreso, en el orden moral.
Pero, aun sin tener en cuenta la notable circunstancia de que los institutos
religiosos tienen, en favor suyo, la autoridad expresa del Evangelio y la
palabra indefectible del Divino Enviado, que no puede cambiar ni sufrir
alteración alguna con el transcurso del tiempo, como acontece con las doctrinas
que proceden de la débil razón humana; el sentido común y la sana filosofía nos
dicen que es preciso, ya que no respetarlos, dejar por lo menos de combatirlos,
de un modo innoble, injusto y sistemático puesto que, lejos de ocasionar mal
ninguno, contribuyen, en gran manera, al sostén, dignidad, esplendor y prestigio
del imperio santo de la virtud. Y si esto es así, cómo no es posible
desconocerlo, ¿habrá cordura, sensatez y sabiduría en condenarlos magistral y
despiadadamente, en calificarlos como rémoras invencibles del progreso, como un
anacronismo injustificable en el Siglo de las Luces? No me podréis negar que
esto es lo que se ha dicho y lo que se repite de ordinario, por muchos de
vosotros; permitidme ahora dirigiros una pregunta: ¿No es evidente que en
nuestro siglo, más que en ningún otro, se proclama a voz en grito la libertad,
la tolerancia y el respeto a los fueros de la conciencia? Y bien, ¿cómo
canceláis ese principio tan preconizado, tan exigentemente reclamado en la
actualidad, con la repugnancia que os inspira ver y el vivo deseo que tenéis de
impedir, si pudieseis, que una pequeña porción del sexo devoto busque en la vida
contemplativa, en el silencioso recinto del claustro, un asilo contra los
riesgos del mundo, un medio de satisfacer las nobles y piadosas aspiraciones de
su espíritu y de su corazón?
Para eludir la fuerza de este sencillo argumento y justificarse del merecido
epíteto de inconsecuentes, han pretendido primero los protestantes, y después
sus discípulos los modernos racionalistas, que la aversión que profesan a los
claustros nace del interés y lástima que les inspira la suerte de esas pobres
vírgenes, que, cegadas por la alucinación y el fanatismo, cometen la bárbara
imprudencia de adoptar, de un modo perpetuo, un género de vida lleno de
inconvenientes. Se nota, desde luego, que la imprudencia deberá consistir,
especialmente, en la perpetuidad del voto. Sentada esta premisa, será forzoso
concluir que no es lícito hacer uso de la propia libertad para practicar de un
modo estable la virtud más perfecta, ni celebrar una alianza perenne,
indisoluble entre nuestra alma inmortal y su principio eterno, entre la criatura
y el Creador; ¡pero, qué! la elección del estado religioso, ¿no es, por ventura,
el libre ejercicio del derecho natural que todo hombre tiene, de escoger,
después de una concienzuda deliberación, lo que juzgue más conforme a su
carácter, a sus inclinaciones, lo más conducente a su bienestar presente y
futuro, derecho que nadie le puede disputar ni arrebatar?
La Iglesia católica ha tomado, pues hago su tutela maternal, ese derecho,
sancionando severas penas contra el que compeliere violentamente a otro a tomar
el hábito religioso; algo más, ha prevenido, por medio de sabias y oportunas
providencias, el que nadie se imponga a sí mismo aquel yugo, sin haber sometido
antes, a duras pruebas, su vocación: La edad que ella exige y el tiempo que
señala para el noviciado son más que suficientes para conocer, por experiencia,
los deberes anexos a la vida claustral. Nuestros legisladores no han encontrado
dificultad alguna en permitir que los individuos de ambos sexos se liguen con el
vínculo indisoluble del matrimonio, en una edad mucho más temprana que la
requerida para la emisión de los votos monásticos, sin que nunca se hubiese
reprochado de imprudente semejante proceder. Y si nos remontamos a un otro orden
de ideas más elevadas, veremos que Dios, Ser de los seres, es libre y feliz por
esencia; no obstante hallarse siempre y necesariamente fijo en el bien, y
eternamente separado del mal; ¿y es otra acaso la tendencia del ser formado a su
semejanza, toda vez, que por un acto supremo de su libertad quiere prevenir de
antemano los veleidosos caprichos de un corazón de suyo inconstante y rebelde?
¿De un corazón que, inútilmente fatigado en buscar la dicha que no puede hallar
en las criaturas sobre la tierra, la busca en Dios, creándose, por su propio
albedrío, una dulce y feliz necesidad que lo mantenga firme junto al bien y lo
aparte constantemente del mal?
Oíd a este propósito al célebre monsieur de Chateaubriand: Él dice que, en estos
últimos tiempos, se ha declamado mucho contra el voto monástico y, con todo, no
es difícil aducir en su favor poderosas razones sacadas de la naturaleza de las
cosas y de las necesidades mismas de nuestra alma. Lo que principalmente hace al
hombre desgraciado es su propia inconstancia, y el abuso frecuente de su libre
albedrío; fluctuando de sensación en sensación, de pensamiento en pensamiento,
sus afecciones tienen la misma movilidad que sus ideas, y éstas la misma
insubsistencia que aquéllas. Semejante situación abisma al hombre en una
congojosa inquietud de la que no puede salir, sino cuando una fuerza superior lo
liga a un objeto sólo. Entonces se le ve arrastrar alegremente su cadena; pues
aunque infiel, aborrece no obstante la infidelidad; de suerte que el artesano,
por ejemplo, es mas feliz que el rico desocupado, por estar sujeto a un trabajo
forzoso que le quita toda ocasión de ajenos deseos y de inconstancia, y la ley
prohibitiva del divorcio ofrece menos dificultades que la que lo permite. El
voto perpetuo, es decir, la sujeción a una regla inviolable, lejos de
sumergirnos en el infortunio es, por el contrario, una disposición favorable a
nuestra felicidad, porque tiende a escudarnos contra las ilusiones del mundo; si
ponemos en una balanza los sinsabores y sufrimientos que acarrean las pasiones y
los brevísimos goces que procuran, veremos que el voto es, aún en la época mas
florida de la juventud, un grande y efectivo bien.
Me diréis quizá que, alguna vez, se han visto religiosas que acaban por
arrepentirse de su estado, y cuya existencia es un anticipado infierno. Convengo
con vosotros en la realidad innegable de un hecho, por fortuna, poco frecuente;
mas no es lógico deducir de aquí, nada contrario a lo que os llevo dicho: ¡Qué!
¿en todos los estados, en todas las condiciones de la vida, no se ven ejemplos
de arrepentimientos amarguísimos? Pretender, pues, una garantía, a fin de que
cada cual conserve la libertad necesaria para no desesperarse, para cambiar a su
antojo de condición importaría establecer un principio tan monstruoso como
funesto que, aplicado a casos particulares, minaría (en pocos instantes) los
cimientos del orden social. La idea sola de que este cambio fuese posible sería
bastante a excitar, con vehemencia, el deseo de conseguirlo, y entonces veríamos
a muchos esposos abandonar su tierna prole en la orfandad y la miseria, por
haberse apoderado de sus corazones un amor extraño. ¡Oh!, ¿y quién no ve el
abismo a que conduce tan inmoral y absurda doctrina?
Aquellos que no extienden sus miradas más allá de este mundo, que hacen
consistir la felicidad en el goce de los placeres, ventajas y comodidades que
les brinda, no conciben cómo pueda vivirse contento en el retiro, en la
mortificación de la carne y en el ejercicio de austeras virtudes; porque jamás
saborearon las delicias de la vida espiritual, ni bebieron nunca las purísimas
aguas con que Dios riega estos amenos jardines del catolicismo.
¿Queréis una prueba práctica de mis anteriores asertos?
Sea: muy reciente es la historia de la Revolución francesa del pasado siglo,
cuyos corifeos se propusieron entre mil otras innovaciones sacrílegas, libertar
a las víctimas del claustro, abriendo de par en par sus puertas; ¿y qué sucedió?
¡que comunidades enteras arrastraron los suplicios y la muerte antes que faltar
a sus sagrados votos; que la superiora de un convento marchó, con frente serena,
acompañada de todas sus hijas al cadalso, entonando, llenas de júbilo, las
letanías de la Santísima Virgen; sin que este hermoso cántico cesase mientras la
fatal guillotina no apagó la voz de la última religiosa sacrificada! Igual
escena se repitió en España y otras naciones de Europa, donde los
revolucionarios filántropos abrieron las puertas de los monasterios, cuyas
moradoras prefirieron el abandono, el hambre, la desnudez y la miseria a la
profanación de su santo estado.
Por otra parte, la Iglesia prudente siempre y previsora permite, existiendo
grave causa, la traslación de una religiosa a otro monasterio, y aun la
secularización, si el motivo es en extremo urgente. ¿Dónde está pues entonces,
la dureza, la crueldad, la tiranía, de que la acusan sus injustos adversarios?
Añado, por último, que los institutos monásticos, lejos de ser inútiles en la
actualidad, son demasiado provechosos, no ya sólo por el benéfico influjo que
ejercen sobre la mujer, mostrándole de continuo, el tipo ideal de su más bello y
esencial adorno, el pudor; no ya sólo porque las plegarias que desde ellos suben
todos los días al trono del Eterno desarman la justicia celeste cuya explosión
provocan a cada paso nuestras iniquidades; sino también porque constituyen un
elemento reaccionario contra el sensualismo a que se aboga sin rebozo, por la
rehabilitación de la carne (principio tanto más temible, cuanto que se difunde
por escritores que se precian de católicos y según los cuales el cristianismo es
una excelente religión, pero que necesita aún amoldarse a las circunstancias de
la época, mitigando su excesiva severidad con respecto a la carne, sus
exigencias y propensiones). Mas permitidme que otra vez os pregunte con un
eminente apologista: ¿No es cierto que, en vez de reprochar al espíritu su
tiranía sobre la carne, hay más bien que echar en rostro a ésta su tenaz
rebeldía contra aquél?, ¿no es indudable que si el hombre se degrada y
prostituye, no es porque sostiene con extremada firmeza el dominio del alma,
sino porque se muestra sobrado débil ante las rebeliones del cuerpo? ¿Está acaso
muy exaltado ahora el espíritu y muy deprimida la carne? ¿Habrá, por ejemplo,
que obligar a muchos de vosotros a que moderen sus vigilias, maceraciones y
ayunos? ¿habría que arrancarles el silicio de sobre los lomos y quitarles de la
mano la sangrienta disciplina? ¡Ah! esa sonrisa que asoma a vuestros labios, me
asegura que no hay por qué afligirse ni temer en este orden, y que los peligros
de destrucción corporal se encuentran en el extremo opuesto, como lo acreditan
elocuentemente los hospitales, esos puntos de reunión de todos los dolores
físicos donde no hay un solo paciente conducido allí por los rigores del
ascetismo y de la penitencia, mientras que los hay en inmenso número llevados al
lecho de la muerte, en la primavera de la vida, por los excesos de la malicia,
de la disolución y el libertinaje.
¿Y podréis negar entonces que es sobremanera útil, conveniente y hasta de todo
punto necesario, oponer un contrapeso a esa tendencia sensual y destructora que
lo invade todo, causando males sin cuento, al individuo, a la familia y a la
sociedad? ¿No será, por lo mismo, de suma importancia un monasterio, que ofrezca
el ejemplo del más elevado espiritualismo, y satisfaga así una de las más
imperiosas necesidades que al presente sentimos y confesamos?
¡Oh! Rasgad pues ya la opaca venda de impías e irrazonables preocupaciones, y
veréis brillar, a vuestros ojos, el luminoso astro de la verdad católica. Guiaos
por su luz, en especial, vosotros, jóvenes cristianos, y evitaréis los escollos
de la falsa ciencia. Desnudaos de ese pedantismo que os ridiculiza y desluce. No
aventuréis jamás, vuestro prematuro dictamen, en materias que exigen detenidos
estudios, y que están profundamente cimentadas, en el irrecusable testimonio de
aquél que no puede engañarse, ni engañarnos.
Estas ligeras reflexiones, pueden ya suministraros, hermanas mías, alguna idea
de la alta, digna y hermosa misión que estáis llamadas a cumplir. De vosotras
depende que este nuevo plantel de la religión seráfica florezca, por el
ejercicio de todas las virtudes, y preserve, con el aroma que exhale, del
contagio del vicio a innumerables almas. Para ello, es preciso no olvidar, por
un solo instante, que vais a ser las esposas del Dios Crucificado, y que
habiendo voluntariamente renunciado el mundo, sus vanidades y placeres, tenéis
que reducir, como el Apóstol, vuestro cuerpo a servidumbre, por la penitencia,
la oración, el retiro y la abstracción total de los bienes y de los afectos
terrenales. ¡Felices vosotras si, ajustando vuestra conducta a las severas
prescripciones de vuestra santa regla, consigáis atraeros las miradas de Dios y
las bendiciones de vuestros semejantes! ¡Felices, si sabéis corresponder
dignamente a la santidad de vuestra vocación! Empero desgraciadas ¡mil veces
desgraciadas! si sustraídas materialmente del bullicio mundanal, traéis al
santuario un corazón que no esté absolutamente vacío de todo apego inmoderado a
las cosas de la tierra, y que no palpite ansioso, ¡por las cosas celestiales! ¡Desgraciadas,
si permitís que penetre hasta vosotras el espíritu de la disipación, de la
tibieza, de la discordia y la inobservancia de vuestras constituciones!
¡Oh!, yo me lisonjeo con la esperanza de que, impulsadas por el vehemente anhelo
de buscar en Dios vuestra santificación y salvación, os haréis dignas de gozar
las delicias de la paz que reside en el claustro, de esa paz rico patrimonio de
las almas puras, timoratas y fieles al Señor. Que él os bendiga y comunique
profusamente su gracia, a fin de que buscándolo solícitas en la tierra, os
incorporéis, un día, a esa cándida muchedumbre que forma su comitiva gloriosa,
en el cielo que os deseo.
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Al venerable deán y cabildo eclesiástico, al clero y
fieles del obispado, salud y paz en el señor
Instituido, sin merecimiento alguno, obispo coadjutor del ilustrísimo y digno
prelado diocesano doctor don Rafael Salinas, por las letras apostólicas que su
santidad el romano pontífice Pío IX se ha dignado a pedir en favor mío, a
consecuencia de la presentación que, de acuerdo con el referido ilustrísimo
prelado, se sirvió hacer de mi demeritoria persona el excelentísimo patrono
nacional , he creído oportuno y necesario dirigir al venerable deán y cabildo
eclesiástico, al respetable clero secular y regular, y a todos los fieles de la
diócesis de Cochabamba mi débil voz, para expresarles los contrarios
sentimientos de inquietud, temor y congoja, igualmente que de consuelo, alegría
y esperanza que abriga mi espíritu, al considerar, por una parte, mi pequeñez e
insuficiencia para sobrellevar el enorme peso del episcopado, y por otra el
acendrado celo y la índole altamente religiosa que distinguen al clero y pueblo
confiados a mi vigilancia y solicitud. Esta consideración, a la vez que me
anonada y confunde, me obliga a tributar rendidas y fervientes gracias a la
divina y adorable providencia del Señor que, sin tener en cuenta mi indignidad
suma, ha querido conferirme una misión, aunque elevada y sublime, en extremo
difícil y espinosa, bajo tan favorables y lisonjeros auspicios.
Sí, carísimos hermanos e hijos míos, yo bendigo, lleno del más profundo
reconocimiento, la bondad infinita del gran Padre de familias que así me
encomienda el cuidado y cultivo de un terreno fértil y bien preparado, en el que
la preciosa simiente de la doctrina católica ha producido y producirá en
adelante opimos y sazonados frutos, y que, asociándome de expertos e
infatigables colaboradores, me constituye pastor de un aprisco que anhela
ansioso el pasto saludable de la verdad evangélica; rechazando con instintiva
repugnancia e invencible disgusto la venenosa hierba de la impiedad que causa
hoy día el malestar y la muerte de muchos pueblos infelices, cuyos pastores
lloran desolados, cual otros Jeremías, sobre las ruinas de la cuidad santa, al
ver que sus ovejas, emponzoñadas con aquel tósigo mortífero, se extravían del
redil para entregarse indefensas e incautas a carniceros lobos.
Que tan triste ejemplo, a la par que excite piedad y compasión hacia aquellos
desventurados hermanos nuestros, nos sirva de estímulo para permanecer siempre
ligados con el vínculo de una sola fe, de una misma esperanza y de una recíproca
y ardiente caridad, a la firme y robusta columna de la Iglesia católica,
apostólica, romana, en cuyo seno solamente brilla la esplendorosa antorcha que
ilumina a todo hombre que viene a este mundo, mostrándole, al través del oscuro
y áspero desierto de la vida, la única senda segura que conduce a la eterna
felicidad.
Efectivamente, el corazón se contrae de angustia, amados hijos, y se subleva
horrorizado ante ese cúmulo de perversas doctrinas y abominables principios, que
proclamándose en alta voz por hombres que se dicen los representantes de las
ideas de las naciones más civilizadas del mundo, constituyen la profesión de fe
de la escuela racionalista moderna; escuela lejana a la íntima profesión del
último romano, «ut quidque intellegi potest ita aggredi etiam intellectu oportet».
Bástame para convenceros y para justificar mi alarma y mis temores a este
respecto llamar vuestra atención sobre las siguientes frases, proferidas y
publicadas hace pocos meses, por los libres pensadores parisienses que se
adhirieron al Anticoncilio de Nápoles; helas aquí: «Etant donné que l'idée de
Dieu est l'origine et le soutien de tout despotisme et de tout injustice et que
la religion catholique represente la personification la plus complète et
terrible de cette idée, les libres penseurs de Paris se voient dans l'obligation
de travailler en faveur de l'abolition rapide et radicale du Catholicisme et son
aneantissement par tous les moyens compatibles avec la justice».
Tan monstruosa y deplorable aberración de ideas y sentimientos, último y supremo
esfuerzo del orgullo, germen funesto de la depravación angélica y de la
depravación humana, importa sin embargo, amados hijos, un poderoso argumento ad
hominem en favor de la fe que profesamos, y cuya gloriosa apología se hace al
confesar paladinamente: Fuera de la luz que el catolicismo derrama sobra la
noción de Divinidad y las consecuencias que de ella se derivan en todo orden, no
existen sino las negras y pavorosas tinieblas del absurdo y espantoso ateísmo.
He ahí como el racionalismo moderno que hasta aquí se cubriera con el mentido
ropaje del celo religioso de que se fingía penetrado, al asestar sus tiros a la
Iglesia católica adulterada y mancillada, según él, por la ignorancia y la
superstición de sus prosélitos, por la perversidad y la ambición de sus
ministros y propagandistas, he ahí como se arranca con sus propias manos la
careta de la hipocresía y del dolo, para mostrarnos su horripilante faz en toda
su desnudez y deformidad espantosas, revelando (sin rodeos y a las claras) sus
tendencias destructoras de la idea de Dios, y con ella de la fuente de toda
verdad y de todo bien, palabras que carecerían completamente de sentido, en la
hipótesis, por fortuna imposible, de que llegara a extinguirse entre los hombres
la noción de un Ser absoluto de quien todo procede como de su principio, y a
quien se encamina todo, como a su último fin.
No os dejéis pues seducir con vanas y falaces teorías. ¡Alerta!, pues, amados
hijos, ¡alerta! no os sorprendan esos misioneros de Satán, que pretenden
eclipsar con su hálito inmundo el brillo del Sol eterno que nos alumbra y
vivifica, ¡alerta! que ellos se valen de todos los medios apropiados para
esparcir sus detestadas máximas y muy especialmente de la prensa; prostituyendo
así ese bello invento del ingenio humano, y convirtiéndolo en inicuo resorte de
sus miras subversivas de todo orden, de toda autoridad, de todo principio, de
toda virtud.
El ojo previsor y vigilante de nuestro santísimo padre, el gran Pío IX,
descubrió hace ya mucho tiempo, al través del dorado velo con que el desarrollo
de las ciencias y de la industria cobijaba a nuestro siglo, el peligroso cáncer
que roía sus entrañas; y es para aplicarle el remedio, para cauterizar ese
cáncer que ha reunido hoy en torno suyo a todos los obispos de la catolicidad,
en esa asamblea augusta y venerable de la que, como de un manantial purísimo,
brotaran —para difundirse por toda la superficie del globo— las aguas
purificadoras de la verdad, cuyo triunfo será tanto más cumplido y espléndido,
cuanto más rudos son los ataques que se le dirigen; porque inmortal por su
naturaleza, no hay cuidado de que sucumba en la batalla con el error, que lleva
en sí mismo el germen de su destrucción.
La época que atravesamos es verdaderamente de angustia y prueba para nosotros,
amados hijos, porque las furias infernales se han conjurado con audacia inaudita
contra la Iglesia, desplegando su tenebroso poder para aniquilarla si dado les
fuera y no estuviera escrito: «…et portæ inferi non præualebunt aduersum eam».
Mt 16 18. Entre los numerosos y malignos artificios de que hacen uso frecuente
para lograr sus depravados fines, hay uno que consiste en presentarla como una
institución añeja y caduca, sin objeto ya en la actualidad, hostil y opuesta al
progreso individual y social ¡qué conjunto de extravagancias y de blasfemias
amados hijos! La más leve tintura de la historia es suficiente para apreciar
hasta qué punto son erróneas y calumniosas semejantes aserciones. ¿Quién no
conoce, en efecto, los grandes e inestimables beneficios que en todo tiempo ha
prodigado la Iglesia católica al mundo que le debe esa civilización cristiana de
que tanto se gloria? ¿Quién sino esa religión divina, cuya fiel depositaria y
representante ha sido la Iglesia, disipó con la luz de su doctrina las tinieblas
del paganismo, y desinfectó con el aroma de heroicas virtudes, la mefítica y
pestilente atmósfera que respiraban las antiguas sociedades, trabajadas por todo
linaje de vicios y excesos? ¿Quién desmontó los bosques y cultivó los vastos
eriales, que hoy sirven de asiento a las más celebres y florecientes poblaciones
de la Europa? ¿Quién rompió las cadenas del esclavo, elevó a la mujer al rango
que hoy ocupa? ¿Quién suavizó las costumbres feroces de los hijos del Norte,
moderó los rigores de guerra y templó los bárbaros abusos del poder en los reyes?
¿Quién ennobleció las artes, salvó las ciencias y las letras en la edad media? ¿Quién…?
pero sería una tarea inacabable el señalar, siquiera ligeramente, los
importantísimos servicios de que somos deudores a la Iglesia católica, y los que
sólo una ignorancia supina o una incalificable ingratitud osaran negar y
desconocer; sin embargo no hay por qué extrañar lo que sucede con el catolicismo,
pues él sigue la suerte de su Divino Fundador cuya inocente sangre pedía a voces
el pueblo, en cambio de los inmensos bienes de que lo colmara.
No habiendo podido el maléfico genio de la impiedad coronar con el éxito sus
desesperados esfuerzos para impedir la reunión del Concilio Ecuménico Vaticano,
ha recurrido ahora a la mentira y la calumnia en sus más cínicas manifestaciones,
para infundir la desconfianza en los gobiernos y hacer vacilar la fe de los
pueblos, en orden a las decisiones que han de emanar de aquella santa e ilustre
asamblea, salvadora de los más caros y preciosos intereses de la religión y de
la humanidad. Por desgracia, esta estrategia luciferina parece haber surtido
algún efecto en ciertos espíritus, o demasiado superficiales, o en extremo
propensos a la incredulidad religiosa; lo que sucede particularmente con la
juventud a la que me dirijo, exhortándola con toda la efusión de mi ternura, con
todo el interés y las simpatías que por ella abrigo, a que no precipite jamás su
dictamen en materias de suyo delicadas, y para cuya debida apreciación se
requiere un caudal competente de conocimientos adquiridos con largos estudios, y
una imparcialidad severa y exenta del influjo de las pasiones fogosas de la
adolescencia. Sí, jóvenes amados, hay empeño —y empeño sistematizado y tenaz— en
pervertir vuestras ideas, en arrebataros la fe de vuestros padres, en inspiraros
hacia ella aversión y repugnancia… ¡Ah! los que tal procuran son vuestros
verdaderos asesinos, vuestros más crueles y despiadados verdugos. Esas bellas
palabras —libertad y progreso— son las efímeras flores con que cubren el puñal
homicida que se quiere sepultar en vuestra inteligencia y en vuestro corazón.
Desengañaos, la verdadera libertad y el progreso bien entendido sólo nacen y
crecen a la sombra del árbol del catolicismo: Donde reside el espíritu del Señor
allí está la libertad. Sed perfectos como lo es vuestro padre que está en los
cielos. Ved que mañana seréis vosotros los depositarios de los destinos de la
patria, ¿y qué sería de ésta, entregada en manos de hombres destituidos de
creencias y sentimientos religiosos? ¿Qué base tendrían entonces las
instituciones, qué vigor las leyes, qué estímulos la conciencia, qué garantía la
justicia, qué móvil las nobles acciones, qué apoyo las virtudes públicas y
privadas…? Lo dejo a vuestra consideración.
Otra escuela que se da el título de neocatólica, sin atreverse a suscribir el
símbolo ateísta que os he citado, y mostrándose animada de un celo asaz
sospechoso, esquiva la nota de herejía e impiedad que justamente merece,
afirmando que sólo se propone depurar la doctrina evangélica de los borrones con
que la han oscurecido y desfigurado los papas, obispos y sacerdotes; empero
salta a los ojos que, si el vicario de Jesucristo y los obispos que componen la
Iglesia docente hubiesen podido oscurecer y alterar la verdadera doctrina del
Evangelio, la autoridad divina de este libro (que ellos se jactan de reconocer y
acatar) sería completamente ilusoria y falsa, como quiera que en él se registran
estas solemnes y terminantes palabras, dirigidas por el Dios hombre a Pedro y a
los demás apóstoles, de quienes el romano pontífice y los obispos son sucesores:
«Et quodcumque ligaueris super terram, erit ligatum et in cælis: et quodcumque
solueris super terram, erit solutum et in cælis». Mt 16 19.
¿Quién no advierte pues a primera vista que la asistencia
divina, tan explícitamente prometida y tan fielmente prestada a la Iglesia
docente, es una de las verdades fundamentales que encierra ese mismo Evangelio
que los neocatólicos, pretenden hallarse hoy adulterado y oscurecido? ¿Quién no
ve que sin esta divina asistencia garantizada por la indefectible promesa del
Hijo de Dios, la herejía y la impiedad filosófica que no han omitido esfuerzo
alguno para destruirla; siendo ésta una de las más perentorias pruebas de que el
catolicismo es una institución divina incapaz por consiguiente de ser mellada
por la débil mano del hombre? Es pues evidente que nuestra fe dejaría de ser
verdadera, desde el instante en que pudiese sufrir alteración o cambio, siendo
como es en el orden intelectual y moral lo que los axiomas y primeros principios
en las ciencias físicas y matemáticas, inmoble, inmutable, superior a todas las
vicisitudes hijas de la falible razón humana. ¿Qué sería del edificio, si la
columna se moviese? La Iglesia, es pues, esa firme e incontrastable columna, que
sostiene el grandioso edificio de nuestras creencias, las que a su vez producen
las virtudes más eminentes, los derechos más sagrados y los deberes más
legítimos del hombre, de la familia y de la sociedad.
Otro de los males cuyo contagio se deja sentir de algún tiempo a esta parte
entre nosotros es, no hay por qué disimularlo, la inconcebible temeridad con que
algunos cristianos poco advertidos se permiten palabras irrespetuosas y hasta
rechiflas y burlas saturadas de odio y menosprecio al hablar del soberano
pontífice; declarándose abiertamente en favor de los adversarios de la Santa
Sede. Semejante conducta es en todo punto inconciliable con el nombre y la
profesión de católico, quien ante todas cosas debe amar, venerar y defender su
religión, so pena de ser un tránsfuga de ella; ahora bien, nadie ignora que el
dictado de papa en los labios de un cristiano es sinónimo de padre, y que en lo
espiritual lo es suyo el vicario de Jesucristo; según eso, ¿qué calificativo
podrá darse a un hijo que se rebela contra su padre, que hace causa común con
sus enemigos y perseguidores, que goza en sus padecimientos y se aflige de sus
prosperidades, que emplea, tratándose de él, un lenguaje descomedido y osado?
¡Ah! un tal hijo merecería indudablemente la maldición que pesó un día sobre
Caín y su generación:
«Ainsi Abel offroit en pure conscience
Sacrifices à Dieu, Caïn offroit aussi:
L'un offroit un cœ doux, l'autre un cœr endurci,
L'un fut au gré de Dieu, l'autre non agreable…»
Si a esto se agrega que el pontífice que rige hoy la Iglesia se halla adornado
de las cualidades más distinguidas y de las más preclaras virtudes, si se
reflexiona que Pío IX es uno de esos hombres providenciales que Dios regala muy
de tarde en tarde al mundo, como un presente inestimable y magnífico de su
clemencia infinita, un pontífice cuya magnanimidad y nobleza de espíritu, cuya
justificación y firmeza sólo igualan a la dulzura angelical de su carácter, se
tendrá la medida de la perversidad e ingratitud de esos hijos desnaturalizados,
de esos Judas que en coro con los enemigos de su padre y maestro claman:
Crucifige eum… Crucifige eum. ¡Oh! ¿Es posible que habiendo individuos que
llevan el amor a la patria y la familia hasta un extremo exagerado de exaltación
e intolerancia, miren no sólo con estoica indiferencia, sino con aversión y
desprecio lo que hay de más sagrado, amable y precioso en este mundo, la
religión fuente de todos los bienes y remedio de todos los males que aquejan
esta vida fugaz y transitoria, en cuyos lóbregos y temerosos linderos no hay ni
puede haber más luz, más consuelo ni esperanza que ella? Que los que no la
conocen, que los que no han participado de sus beneficios la desdeñen, nada
tiene de extraño; pero que el que ha abierto los ojos en su regazo maternal, el
que ha sentido y experimentado sus dulces caricias, su tierna solicitud, sus
amorosos cuidados, la rechace como a una madrastra despótica y aborrecible, he
ahí lo que no se comprende, sin suponer una perversión lastimosa del sentimiento
y del instinto naturales.
Os dije ya que uno de los medios que con mejor resultado suele poner en acción
la impiedad en nuestros días, para conseguir sus intentos, es la prensa
periódica. Sorprende a la verdad el descaro con que los periódicos que se
titulan liberales consignan en sus columnas las más groseras falsedades y las
mentiras más vergonzosas, siguiendo a la letra el tan sabido consejo del corifeo
de la incredulidad del pasado siglo, Voltaire, que decía a sus discípulos: «Mentez,
mentez avec audace puisqu'il reste toujours quelque chose!» Estad pues
prevenidos contra ese lazo que se os tiende, y no aceptéis a fardo cerrado todo
lo que se escribe con respecto a la Iglesia y a su augusto jefe, suspended
vuestro juicio y tomaos el trabajo de investigar la verdad de las cosas, no
precedáis en el importante negocio de vuestra religión, como no obraríais
ciertamente si se tratara de despojárseos de vuestra honra o de vuestros
intereses temporales, no os dejéis arrastrar por el ciego impulso de la
naturaleza maleada y propensa, desde su primitiva caída, a acoger sin examen
todo lo que halaga y secunda sus viciadas inclinaciones, y conduce a abrir ancha
puerta a la satisfacción de sus deseos criminales; porque no lo dudéis, ese odio
hidrófobo a Jesucristo y su Iglesia, parte principalmente del corazón que se
subleva a la vista de la severa moral del Evangelio, cuyos austeros principios
se empeña en relajar a nombre de la libertad y de la tolerancia, palabras que en
labios del impío son absurdas y contradictorias, porque mientras proclama como
un derecho sacratísimo la libertad de conciencia y la tolerancia en materia de
religión, despliega todos sus conatos y echa mano de los recursos más inicuos
para combatir el catolicismo y violentar la conciencia de sus adeptos,
suscitando hacia ellos la animadversión y el ridículo. Todo lo cual, no
obstante, viene a corroborar cada vez más la divinidad de los oráculos de
nuestra fe sacrosanta; pues hace diecinueve siglos que el doctor de las naciones,
san Pablo, anunciaba con voz profética lo que, día por día, se realiza
actualmente en medio de nosotros; decía que aparecerán falsos doctores y
seudoprofetas, lobos rapaces que devorarán a sus corderos y destrozarán el
rebaño y que, de entre vosotros mismos, surgirán hombres que prediquen doctrinas
perversas y nada enriquecedoras, para atraerse partidarios y discípulos. Alerta
pues, amados hijos, que ellos se os darán a conocer por sus tendencias y sus
obras.
Me he detenido, amados hijos, tal vez más de lo necesario en estas reflexiones
no porque me asista duda alguna acerca de vuestra adhesión inviolable a la fe de
vuestros mayores, de lo que estoy íntima y gratamente convencido, sino para que
ellas sirvan de prevención a los sencillos e incautos, y les hagan retirar el
pie de las redes, que con solapada astucia les preparan los injustos enemigos de
nuestra religión adorable —«Immisit enim in rete pedes suos, in maculis ejus
ambulat» Jb 18 8— ahora que con ocasión del Concilio Ecuménico, sus dogmas y sus
prácticas son el asunto favorito de las conversaciones y el tema obligado de
todas las disputas; ahora que las cuestiones religiosas han abandonado los
liceos y las academias para trasladarse a los salones y los estrados; resultando
de aquí que en ellas toma muchas veces parte hasta el bello sexo, no sin grave
peligro de ver naufragar su fe y el espíritu de fervorosa piedad que lo
distingue.
Y si cuando el ejército enemigo rodea una plaza, el soldado que la custodia debe
estar con el arma en mano para defenderla, debe permanecer en vigilia incesante
para evitar una sorpresa; ¿con cuánta razón, oh, venerables sacerdotes y
hermanos míos, nosotros los centinelas de Israel y soldados de la milicia de
Cristo, no deberemos aprestarnos, cual valerosos guerreros, a la defensa de Sion
circunvalada de amenazadoras huestes? Subamos pues a lo alto de sus muros y
torreones, y rechacemos con denodado brío a esa temible falange que la embiste
sañuda y alzado el ariete para zapar la gran piedra, sobre la que cimentó su
Divino Constructor. Pero ¿cuál el medio más adecuado para obtener el triunfo? Yo
os lo diré: unámonos todos en el Señor, sin cuyo auxilio trabajaremos en vano.
Reanímese nuestra fe, de suyo poderosa, para asegurarnos la victoria. Armémonos
con las armas del estudio, el retiro, el ayuno y la oración, y más que todo,
opongamos a los tiros de la impiedad, la égida impenetrable de una vida santa,
ejemplar y fecunda en virtudes sacerdotales, tanto más necesarias ahora, cuanto
que nuestros adversarios, cerrando los ojos para no verse a sí mismos, los
tienen provistos de finos lentes para observar nuestras más leves acciones, con
el siniestro fin de arrancar de las manchas del hombre concebido en la iniquidad
argumentos contra la Religión inmaculada de que es ministro. No olvidemos que
nuestro divino Maestro antes de anunciar la Buena Nueva, empezó a practicarla él
mismo; preciso es pues que, a imitación suya, nosotros sus vicegerentes sobre la
tierra, sus coadyuvadores, acreditemos la viveza de nuestra fe y robustezcamos
nuestra palabra y enseñanza, con la regularidad de nuestra conducta y la pureza
de nuestras costumbres, para que nuestros enemigos se confundan no teniendo mal
ninguno que decir de nosotros. Implorando para ello asiduamente el socorro de
aquél cuya gracia nos fortifica y nos hace en cierto modo omnipotentes para el
bien, según esta sentencia del Apóstol; «Qui nunc gaudeo in passionibus prouis,
et adimpleo ea, quæ desunt passionum Christi, in carne mea pro corpore ejus,
quod est Ecclesia». Col 1 24. ¡Ay del ministro que, en vez de servir de
antemural a los ataques del enemigo, se constituye en puente que le facilita el
acceso al santuario, donde penetra sacrílego, destrozando con la misma espada al
centinela traidor y el altar de que era custodio!
Son, pues, en cierta manera reos de tamaña alevosía aquellos sacerdotes y, en
especial, los párrocos que, ya por una incuria culpable, ya por una reprensible
condescendencia, permiten y toleran abusos condenados por la religión entre sus
feligreses, los cuales creen, quizá sinceramente, que no hay inconveniente
alguno en mezclar, a los actos más sagrados del culto, las disipaciones, excesos
y desordenes a que se entregan con ocasión de las festividades religiosas,
convirtiéndolas en una parodia de las saturnales del gentilismo y suministrando,
sin sospecharlo siquiera, armas a la impiedad, que toma do hay pretexto, para
escarnecer nuestras creencias y deprimir nuestro ministerio. Doloroso pero
necesario es decirlo, que esto suele ocurrir con no rara frecuencia,
particularmente entre las gentes del pueblo y de la campiña.
Recordemos pues, hermanos míos, que siendo nosotros la luz del mundo debemos
disipar las tinieblas de la ignorancia; y siendo la sal de la tierra, ahuyentar
la infección del vicio para poder conducir, con el doble cayado de la palabra y
del ejemplo, la cara grey de Jesucristo a los siempre verdes y frondosos prados
del Edén celestial, que es el fin supremo de nuestra misión sobre la tierra; mas,
si así no lo hiciéramos, caerán sobre nosotros estas formidables amenazas que
nos intima el Señor: «Uæ pastoribus, qui disperdunt et dilacerunt gregem pascuæ
meæ!» Jr 23 1.
Verdad es, que no es fácil extinguir ex abrupto abusos inveterados en el
transcurso de largos años, mas no por eso declina la obligación imperiosa que
tenemos de trabajar paulatina pero constantemente en abolirlos, empleando todos
los medios a ello conducentes. Por fortuna, nuestras masas se distinguen por su
docilidad y completa sumisión a la voz de sus pastores, y cuando éstos logren
persuadirlas de que no se proponen otra mira que su mejora y bienestar temporal
y eterno, no es verosímil que se resistan a complacerlos y prestarles obediencia,
toda vez que se les exija, con sagacidad, dulzura y energía, la renuncia de sus
malos hábitos, y de sus costumbres supersticiosas y contrarias al Evangelio;
pues mientras esta clase de la sociedad no comprenda el verdadero espíritu de
aquel Divino libro, es de todo punto imposible obtener de ella los frutos del
cristianismo en el orden moral. No desmayéis pues, hermanos míos, en la noble
tarea de argüir, rogar, increpar e instar oportuna e importunamente, con toda
paciencia y doctrina, a efecto de establecer y afianzar el imperio de la fe y de
las virtudes entre vuestros feligreses —a quienes debéis ante todas cosas el pan
de la enseñanza— sin consentir que hiera vuestros oídos la gemebunda voz de
Jeremías.
Por lo que a mí toca, no dejaré de insistir constantemente en recomendaros, como
es de mi obligación, el cumplimiento de todos vuestros deberes sacerdotales,
esforzándome por llenarlos yo también con el socorro divino y coadyuvado de las
luces y consejos del ilustre obispo propietario y del Vuestro Senado
eclesiástico, cuyos dignos y respetables miembros se encuentran animados del
celo más ardiente por la honra de la casa del Señor, por el vigor de la
disciplina eclesiástica y la fiel custodia de los intereses sacratísimos de
nuestra santa religión, lo cual hará, no lo dudo, que reunidos en torno del
indigno prelado que os habla, trabajaréis de consuno en la grande obra del
aumento del Divino culto y la florescencia de las virtudes cristianas.
Los inequívocos y reiterados testimonios de adhesión, benevolencia y respeto,
que todos vosotros, sin distinción de clases ni condiciones, me habéis
dispensado y no cesáis de prodigarme, amados hijos, obligando cada vez más mi
gratitud, hacen que yo me prometa fundadamente la satisfacción de mis
ardentísimos votos por vuestra ventura en el tiempo y vuestra salvación en la
eternidad, nobles objetos para cuyo logro os recomiendo, con el mayor
encarecimiento, la firmeza en la fe, la perseverancia en las buenas obras y —muy
especialmente— la caridad y el amor recíproco, amaos sí, los unos a los otros,
sin excluir a vuestros enemigos y ofensores, teniendo presente el mandato de
Jesús: Amad a vuestros enemigos, Enemigosniykichejta munakuychej,
Uñisirinakamarux munapxam. Disimulaos pues recíprocamente vuestras faltas,
perdonaos vuestros mutuos agravios, esforzaos finalmente por reproducir en lo
posible, entre vosotros, la bella imagen de los primitivos fieles, de los que se
dice en los Hechos apostólicos que no tenían sino una sola alma y un sólo
corazón.
Y vosotros artesanos, mis tan queridos hijos, distinguíos siempre por vuestra
piedad, vuestra honradez, vuestro amor al trabajo y vuestras buenas costumbres,
huyendo de todos los excesos que deshonran al hombre y lo hacen aborrecible a
los ojos de Dios y de sus semejantes; educad cristianamente a vuestros hijos,
inspirándoles con vuestras lecciones y ejemplos, antipatía y horror por la
mentira, la mala fe, la infidelidad en los contratos, la deshonestidad, la
embriaguez y todos los vicios; de este modo tendréis de vuestra parte la
protección del cielo, la estimación y confianza de vuestros conciudadanos.
Ayudadme, por último, todos vosotros, amados hijos, a sobrellevar el enorme peso
que gravita sobre mis débiles hombros, y a corresponder a los nobles deseos y
piadosas esperanzas del venerable y digno pastor de esta grey, que ha creído
encontrar en mi humilde persona, un sustituto que lo remplace en el arduo
ejercicio del ministerio pastoral que tan honrosamente desempeñara por el
espacio de doce años. A este fin, os pido que elevéis vuestras asiduas y
fervientes plegarias al trono del Dios Omnipotente y misericordioso, a quien a
mi vez ruego, quiera colmaros con la abundancia de sus dones y confirmar la
bendición que de lo íntimo de su alma os envía, vuestro amantísimo hermano y
padre en Jesucristo.
----------
1) Gabriel René Moreno anota: «una pequeña calumnia a
Voltaire colgándole lo que nunca dijo». BIBLIOTECA BOLIVIANA, CATÁLOGO DE LA
SECCIÓN DE LIBROS Y FOLLETOS 132 (1879).
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En la solemnidad del jubileo pontificio
Después que el bienaventurado príncipe de los apóstoles trasladó su cátedra de
Antioquía a Roma, y ejerció en esta famosa metrópoli del mundo las funciones de
su apostolado supremo durante 25 años y dos meses, ninguno de sus sucesores
desde san Lino hasta Gregorio XVI, en el largo transcurso de más de 18 siglos,
ha llegado a igualar ni exceder en el régimen del Iglesia universal aquel
periodo de tiempo. Esta circunstancia notabilísima repetida con una regularidad
y constancia asombrosas, había llamado justamente la atención de los
historiadores eclesiásticos y del pueblo católico en general, especialmente en
Italia, hasta el punto de crear una convicción tan íntima y arraigada que se
creyó casi imposible de que ningún soberano pontífice viese ya los días de
Pedro; non uidebis dies Petri.
Mas he aquí, amados hijos, que entre los singulares caracteres que distinguen al
memorable y glorioso pontificado de nuestro santísimo padre, el gran Pío IX,
aparece la única excepción de este hecho secular en favor suyo, pues el 16 de
junio del año actual ha cerrado el aniversario vigésimo quinto de su elevación a
la sede Pontificia. Este acontecimiento verdaderamente extraordinario, unido a
la consideración de las preclaras virtudes y altísimos dotes que hacen de este
venerable anciano una reproducción fiel del primero de los apóstoles
—permitiéndome ver en tan misteriosa coincidencia una especial providencia del
señor— me obliga a empezar hoy mi discurso exclamando con el salmista: «A Domino
factum est istud et est mirabile in oculis nostris!» Sal 118 23.
En medio del horrible trastorno de los principios fundamentales de la religión y
la moral causado por las ideas revolucionarias hijas del socialismo y de la
demagogia, cuando la sacrílega usurpación de Roma y de los estados pontificios,
con su inmundo cortejo de excesos abominables y de horrendos crímenes, cuando la
tenaz persecución declarada al catolicismo en la persona de su primer y Augusto
jefe visible, cuando todo esto, digo, podría escandalizar a las almas débiles y
hacer vacilar su fe en las promesas divinas, amados hijos, el Dios —que prueba
su Iglesia, pero que nunca la abandona— ostenta una particular predilección
hacia su vicario cautivo en su propio palacio, otorgándole el extraordinario
privilegio de asemejarse al dichoso Céfas que cumplió el año vigésimo quinto de
su pontificado, preso también en la cárcel mamertina, ofreciendo así a nuestros
ojos un admirable y maravilloso espectáculo. Este notable suceso que ha excitado
el júbilo de la catolicidad entera, es el objeto de la presente solemnidad, que
por su naturaleza misma me induce a bosquejar a vuestra vista, aunque breve y
toscamente, el interesante cuadro del sumo pontificado católico y sus glorias
inmarcesibles. Para desempeñar, empero, con éxito saludable mi propósito,
menester será que imploréis fervientes conmigo los socorros de la divina gracia
por la mediación eficacísima de la que fue llena de ella desde el primer
instante de su concepción inmaculada: Ave María.
Cuando el unigénito de Dios hubo consumado la grande obra de la redención del
linaje humano mediante la inmolación dolorosa y cruenta de su humanidad
santísima en el ara de la cruz, y antes de volver, cargado con los trofeos de la
muerte vencida, al cielo de donde había descendido, estableció, como sabéis,
sobre la tierra una sociedad augusta formada de sus queridos apóstoles, que
fuese la fiel depositaria de los altos poderes que él recibió de su Eterno Padre
y a cuya cabeza colocó por vice gerente y principal representante suyo, a su
amante discípulo, al ilustre penitente, al viejo pescador de Galilea, Simón hijo
de Juan, a quien de la manera más intergiversable, solemne y explícita lo
declaró piedra fundamental de su Iglesia: Tu es Petrus, et super hanc petram
ædificabo Ecclesiam meam; clavavario del reino de los cielos, dabo claues regni
cælorum; pastor de los corderos y de las ovejas de su redil amado, pasce agnos
meos, pasce oves meos, prometiéndole además una asistencia eficaz y continua con
cuyo auxilio su fe no desfallecería jamás, a fin de que confirmase perpetuamente
en ella sus hermanos. «Ego rogaui pro te, o Petre, ut non deficiat fides tua: et
tu aliquando conuerses confirma fraters tuos».Lc 22 32.
He ahí cómo el Dios hombre echó los cimientos de ese edificio inconmovible,
amados hijos, que combatido durante diecinueve siglos con ímpetu furibundo por
las potestades del averno conjuradas en su ruina, permanece y permanecerá firme,
robusto e incólume hasta la consumación de los tiempos, sirviendo de esplendente
faro a los navegantes de este tumultuosos océano que se llama mundo y, de
baluarte inexpugnable de la verdad al bien, al derecho y la justicia en la lucha
que sostiene con el error, la corrupción y el desborde de las pasiones humanas.
Estas potestades bajo las variadas formas de politeísmo en el primer periodo, de
herejía en el segundo y, por último, bajo la de la incredulidad y el falso
filosofismo, se han esforzado y se empeñan todavía en socavar los muros de este
edificio gigantesco sostenido por la potente diestra que fijó el sol en las
inmensidades del espacio y que asentó las montañas sobre sus bases de granito.
Preciso es, pues, cerrar voluntaria y obstinadamente los ojos para no ver, a la
clara luz de la razón y de la historia, esa mano poderosa en esta obra, la más
admirable y estupenda que puede ofrecerse a la contemplación del hombre, la
Iglesia católica, milagro permanente que, día por día, atestigua y proclama la
divinidad de su origen, con su existencia y conservación, a despecho de la
conflagración universal de todos los elementos físicos, intelectuales y morales
que se han puesto y se ponen en acción para destruirla. Pero entre esa multitud
de hechos prodigiosos que forman el conjunto de su institución celestial, hay
uno muy digno de notarse. Es, la nunca interrumpida serie de los sucesores de
Pedro, cuya primacía constituye el centro de la unidad católica, el corazón de
donde parte la sangre que vivifica el cuerpo místico de Nuestro Señor
Jesucristo, que en su infinita bondad y sabiduría quiso colocar una piedra de
solidez inquebrantable para apoyar sobre ella el conservatorio de la doctrina
evangélica que trajo al mundo, donde tan inestimable tesoro no habría podido
subsistir en beneficio de la humanidad redimida si el mismo Divino Redentor,
confiándolo a un delegado suyo, no hubiese garantizado la indefectible fidelidad
de éste en mantenerlo siempre y por siempre inalterable.
¿Y quién no palpa el cumplimiento de la palabra que dio el Señor a Pedro de
estar constantemente con él, en la persona de sus sucesores, hasta el último de
los días, al contemplar esa dinastía venerada de pontífices que no obstante
estar tomados de la masa común de los mortales, ex hominibus assumpti, han
conservado solícitos, puro, integró e ileso el sagrado depósito de la fe y de la
moral evangélica a través de tantos siglos y en medio de las más críticas
vicisitudes? ¿Quién no admira el pulso de esos pilotos para dirigir una
navecilla que, acometida continuamente por recios huracanes, no ha variado jamás
de rumbo y ha salido victoriosa siempre del furor de las borrascas? Sólo pues
una ceguera voluntaria y pertinaz impide, como he dicho, al hereje y al
incrédulo ver en este portentoso fenómeno la acción inmediata de un poder
sobrenatural que es su causa generadora. Si por otra parte es cierto que hay un
antagonismo lógico y necesario entre el bien y el mal, entre la verdad y la
mentira, si también es evidente que el error y la iniquidad en sus múltiples
manifestaciones han combatido antes y combaten ahora con encarnizado furor el
papado, éste sólo hecho es más que suficiente para demostrar a entendimientos
rectos y despreocupados que aquél es la fuente de todo bien, el foco de toda
luz, y es asilo seguro de todos los más preciosos elementos que interesan al
orden, al bienestar y a la dicha de la sociedad humana, en el tiempo y en la
eternidad.
Y lo que acabáis de oír no es una alucinante imaginaria teoría, sino una
positiva y hermosa realidad, acreditada por el unánime testimonio de la
historia. En efecto, amados hijos, si echamos una ojeada a los tiempos heroicos
de la Iglesia primitiva, descubriremos un magnífico cuadro de cuyo fondo se
destacan majestuosas las bellísimas y atléticas figuras de los Lino, Cleto,
Clemente, Sixto, Marcelino, Esteban y 43 más santos pontífices. Ellos predican
al Dios único, casto, justo y misericordioso ante los inmundos altares donde se
quema incienso a todos los vicios deificados. Proclaman y establecen la humildad
en el reino del orgullo, la pureza en el de la lujuria, la libertad cristiana en
el asiento de la tiranía. Y, en la incesante guerra que sostienen contra el mal,
soportan a pesar de su edad avanzada los más atroces tormentos y la muerte más
cruel, estimulando con su ejemplo a ese sinnúmero de valerosos testigos de la
verdad católica, que se asocian a sus ilustres pastores en la comunión de sus
virtudes, de sus constancias y de su martirio. Estos pontífices conservan, bajo
el suelo de Roma gentílica y en las cavidades de las catacumbas, el fuego
sagrado de la fe en la lámpara de sus corazones, cebándola con el óleo de su
propia sangre, que cuál benéfica lluvia riega y fertiliza el campo de la
naciente Iglesia.
Pasada la época de las persecuciones a sangre y hierro y dada la paz a la
Iglesia por Constantino, el papado continúa difundiendo, como el sol de la
naturaleza, la luz, el calor y la vida sobre el informe caos que contiene el
germen de las nuevas sociedades formadas por el cristianismo. Los talentos, la
piedad, abnegación y patriotismo de los papas durante los siglos IV y V tienen
por testigos sus grandes obras que existen todavía. Para saber que lo hicieron
en la esfera de lo espiritual, bastará preguntarlo a Cerinto, Basílides,
Saturnino, Marción, Novaciano y Sabelio, cuyos errores encontraron su tumba al
pie de la cátedra romana. Y en cuanto al orden temporal, preguntémoslo a los
cronistas de aquellos tiempos, y todos ellos nos mostrarán a los cristianos
acudiendo espontáneamente ante el supremo jerarca religioso, para dirimir bajo
sus consejos y dictamen sus diferencias y contiendas, sin que se cite un solo
ejemplo del litigio llevado entonces al tribunal de los Césares. ¡Tan ciega era
la confianza que tenían en los papas, a quienes veían sostener al débil y
amparar a la viuda y tender una mano protectora al indigente y desvalido!
El tesón infatigable, el celo y los esfuerzos de los pontífices en los siglos VI
y VII para impedir el naufragio, salvar las reliquias de las ciencias, las
artes, las leyes y las costumbres, reparar los estragos de la barbarie, son
hechos de que ningún individuo medianamente conocedor de la historia puede
abrigar la menor duda; lo propio de, lo que ellos mismos hicieron en el curso de
los tres siglos siguientes para morigerar el carácter, suavizar los feroces
instintos, civilizar, en fin, a los salvajes pueblos del septentrión y para
poner, en seguida, un dique a la temible y barbarizadora invasión de los hijos
de Mahoma.
Pero detengámonos un instante, carísimos hijos, a contemplar siquiera los
perfiles de algunas de esas imponentes figuras, que una después de otra, se
presentan a bendecir a Roma y al mundo en la tribuna de la basílica vaticana. Y
veremos a Inocencio I, conteniendo sin mayor esfuerzo la impetuosidad selvática
del rudo y cruel Alarico; a san León el grande, que dejando tras sí al Senado
poseído del pánico terror y al pueblo que lloraba de angustia y espanto, sale al
encuentro del poderoso y feroz Atila y oponiéndole por toda arma, su débil e
inerme ancianidad, sus plateados rizos y su palabra temblorosa y llena de severa
unción, aleja al punto de los muros de Roma al azote de Dios y a sus desalmadas
huestes; a Gregorio Magno conquistando para la fe las luces y la civilización a
los britanos; a Gregorio II salvando a Roma de los horrores del hambre
ocasionada por las inundaciones del Tíber, rescatando a Cuma del poder de los
lombardos y convirtiendo a la fe por medio de san Bonifacio la Alemania; a
Gregorio VII arrancando con mano firme los abusos, restableciendo con libertad
apostólica la disciplina eclesiástica, comprimiendo, en bien de las naciones,
los avances de la tiranía, y muriendo en la proscripción por haber amado la
justicia y aborrecido la iniquidad; a Pío V reformando la moral privada y
pública con el ejemplo de las más austeras virtudes y contribuyendo
poderosamente a debilitar el poder musulmán con la notable parte que tomó en la
famosa jornada de Lepanto; a León X dando un vuelo extraordinario las bellas
artes y legando su nombre al siglo en que vivió; a Gregorio XIII ordenando una
nueva y importante compilación de derecho, fundando los colegios irlandeses,
alemán, griego, judaico y varios liceos para la instrucción de la juventud de
Roma, embellecida por el mismo con suntuosos monumentos, dispensando un
beneficio inmenso al mundo con la célebre corrección del calendario que lleva su
nombre; a Sixto V que expurgó el país de los malhechores que lo infestaban y
hacían inhabitable, reprimiendo con inflexible energía los crímenes por lo que
mereció los aplausos, la gratitud y las felicitaciones de las demás potencias
europeas que han hecho justicia a su mérito, asegurando haber sido un papá tal
cual lo exigían las condiciones de su época y habiendo promovido la actividad de
la industria y suministrado a Roma 27 fuentes de agua de que tanto carecía; a
Benedicto XIV que ilustró las ciencias sagradas con sus inmortales escritos; a
Clemente XIV cuyas luces, sabiduría y prudencia lo hicieron el oráculo de su
tiempo; a los Píos VI y VII cuya constancia sobrellevó los más crueles
sufrimientos, cuyo valor incontrastable para cumplir su deber sin doblegarse
ante el amenazador y sañudo semblante del moderno Alejandro han transmitido,
envueltos en una aureola de gloria, sus nombres a la posteridad.
Se ha querido, sin embargo, contraponer a este glorioso catálogo, los lunares y
defectos atribuidos a algunos papas. A lo que podría responderse, que el
reducidísimo número de éstos se pierde al frente de la inmensa ilustre mayoría
de los sucesores de Pedro; y que los mismos lunares, aparte de haber sido
maliciosamente exagerados por el espíritu irreligioso de ciertos historiadores
impíos y novelistas apasionados, lejos de servir de arma para combatir el
pontificado, son, al contrario, un argumento contra producentem en favor de su
infalibilidad, probando de una manera invencible, ser aquél una institución
fundada y conservada por el mismo Dios. ¿No es, en efecto, una cosa humanamente
inexplicable, amados hijos, que esos papas tan perversos como se les supone no
hayan alterado en lo más mínimo el sagrado depósito de la fe y de la moral, y
que éste se haya mantenido siempre puro al pasar por unas manos manchadas e
interesadas en adulterarlo y corromperlo?
Otra circunstancia de que la pasión y la malicia han echado mano para oscurecer
el brillo de la silla apostólica, es el ejercicio de la soberanía temporal, por
lo que no creo inoportuno deciros algo a este respecto.
Cuando la invasión, pues, de los bárbaros del Norte vino a sacudir las
carcomidas plantas de la ciudad reina, cuando por una especie de inspiración, un
instinto, los emperadores de occidente trasladaron su corte a las orillas del
Bósforo, entonces, el pueblo romano abandonado, indefenso e inerme a las
depredaciones y ultrajes de los longobardos, y después de haber reclamado tenaz
e inútilmente la protección y auxilio de los Césares de Constantinopla, por
conducto de los soberanos pontífices volvió sus ojos a éstos, buscando, en su
paternal y benéfica solicitud y en el ascendiente de su augusto carácter, un
remedio a los males que sufría, confiriéndoles libre, espontánea, gustosa y
unánimemente el gobierno temporal que los papás jamás ambicionaron y que no
pudieron rehusar sin infringir su deber de padres y pastores de su pueblo,
obedeciendo sin darse de ello cuenta a los secretos designios de la providencia
de Dios que suministraba así el medio de asegurar más tarde, en beneficio del
mundo católico, la libertad, los prestigios e independencia de sus vicarios
sobre la tierra.
Las donaciones de Pipino y Carlomagno no hicieron posteriormente otra cosa que
ensanchar y robustecer el legítimo derecho que la voluntad y el libre
consentimiento de los pueblos dieron a los papas en orden al dominio civil de
sus estados, dominio del que sólo han hecho uso para derramar todo linaje de
beneficios sobre sus súbditos que veían en ellos unos verdaderos padres, siempre
cuidadosos y solícitos para conservar la moralidad de las costumbres, favorecer
las ciencias y las artes y promover el progreso bien entendido de sus
gobernados. Dígalo los innumerables establecimientos consagrados a la
instrucción y a las obras de beneficencia, las bibliotecas y los museos y esa
multitud de monumentos, resumen de las bellezas artísticas de todos los siglos
que han sido objeto de la admiración y aplausos de cuantos han visitado la
Ciudad Eterna.
¡Gran Dios! Y es a esos seres privilegiados a quienes vos con vuestra propia
mano colocasteis, cual fúlgidas lumbreras, para que iluminasen las tenebrosas
sinuosidades de este mísero destierro que peregrinamos; es a esos genios
bienhechores a quienes vos constituisteis vuestros vice regentes sobre la tierra
que se escarnece y ataca con un furor sólo comparable con el de aquel pueblo que
colmado de beneficios por vuestro hijo consustancial, en un momento de desvarío
ingrato, apremió a Pilatos para que libere a Barrabas y crucifique a Cristo. Y
valga la verdad, hijos carísimos, que no significa otra cosa ese odio febril que
cristianos degenerados profesan hoy al romano pontífice, pretendiendo con falsos
e inicuos pretextos consumar definitivamente el despojo de su soberanía
temporal, despojo al que creen que irá unido al de su carácter de jefe supremo
del catolicismo que detestan y anhelan destruir. Ellos han abierto sus labios
rebosantes de dolo, de calumnia y de hipocresía para afirmar a la faz del mundo
(que recién empieza a conocerlos por sus obras, ex fructibus œrum cognocetis eos)
que el papa gobernaba mal sus estados, observándose en permanecer estacionario
en medio del progreso universal. Para que conozcáis el valor de estas
imprudentes aseveraciones, me limitaré a citarlos las palabras del embajador
francés monsieur de Rayneval, quien después de un estudio detenido hecho en
vista de datos estadísticos y como testigo ocular e irrecusable de los actos del
gobierno pontificio, se expresa en estos términos: «Mais en quoi consistent ces
abus? D'est ce que je n'ai pas encore pu découvrir. Tout au moins les faits
ainsi qualifiés sont attribuables à l'imperfection de la nature humaine, et nous
ne devons pas imposer au gouvernement la résponsabilité des irrégularités
commises par queques'uns de ses agents secondaires». Cuán triste es con todo,
amados hijos, ver que no faltan católicos que ya por ligereza, ya por
ignorancia, ya por espíritu de novedad se hacen eco de los enemigos de su
religión santa y repiten con enfático aplomo que el poder temporal del papa,
lejos de ser útil y necesario a la Iglesia, es un obstáculo para su perfección.
¡Insensatos! ¿No advierten que esta afirmación temeraria implica una flagrante
negación de la divinidad de Jesucristo? Pues, ignoran por ventura que la
Iglesia, afirmando como afirma todo lo contrario, se engañaría miserablemente y
con ella, se engañaría también o pretendiera engañarnos el mismo Dios hombre que
le prometió su indefectible asistencia. ¿Quiénes son esos nuevos y audaces
reformadores que acusan al vicario de Cristo y al Episcopado que forman con él
la Iglesia enseñante de no haber comprendido bien la misión que recibieron del
cielo o de haberla desnaturalizado torpemente?
El pontificado libre e independiente de todo poder extraño y hostil que entrabe
su acción es la más alta necesidad social del mundo civilizado. Oíd sino lo que
a este propósito dice un escritor contemporáneo: «¿Me preguntáis para qué sirve
el papa rey? Yo os contesto, para lo que sirve la cabeza sobre el tronco humano.
Sin cabeza, no hay cuerpo. Sin papa, no hay Iglesia. Sin Iglesia, no hay
cristianismo». Sin papa, el mundo volvería al Estado en que estuvo antes del que
lo hubiese. Bajo una u otra forma, tendréis la esclavitud por base y a Nerón por
rey. Sin el papa, tendréis el mundo tal como es ahora mismo en la China, el
Tíbet y la Oceanía. El hombre ha nacido para adorar y el que no adora al
verdadero Dios, adora al falso. No hay medias tintas. Él que no adora al Dios
espíritu, adora el dios materia, al dios metal. Con el papa caen todas las
barreras protectoras de la libertad en cuyo lugar tendréis la licencia
desenfrenada, el despotismo, la opresión, el crimen, la miseria; sólo esto
significan Tiberio, Diocleciano, Enrique VIII y Marat. Pueblos grandes o
pequeños, el papa defiende vuestra autonomía y vuestros derechos. Nobles y
ricos, el papa custodia vuestras propiedades. Negociantes, artesanos y
labradores, el papa guarda vuestros almacenes, vuestras heredades y vuestras
chozas. De suerte que, al ver a los reyes y pueblos de Europa atacar al papa, me
imagino ver una turba de los locos demoliendo a porfía el edificio que los
abriga y que al caer los sepultará bajo sus ruinas.
No en vano el grande e inmortal Pío IX subió al solio pontifical bajo los más
providenciales y felices auspicios, como destinado regir la nave de la Iglesia,
en una época en que las olas de la impiedad —surgiendo del antro tenebroso de
las sociedades secretas— habían de chocar embravecidas contra la inmoble roca
del Vaticano. El cardenal Mastay, dotado por el cielo de una inteligencia
superior y de un corazón noble y piadoso, había dado en su brillante carrera
sacerdotal y en el Episcopado los más inequívocos testimonios de poseer en alto
grado inminentes virtudes apostólicas. Su humildad profunda, su entrañable amor
a la justicia, su proverbial mansedumbre, la acendrada pureza de sus costumbres,
sus modales llenos de gracia y de atractivo le granjearon justamente las
simpatías, la discreción y el respeto de sus colegas del Sacro colegio
cardenalicio que casi unánimemente lo convocaron en la silla vacante de Gregorio
XVI el 16 de junio de 1846. Ese día, el ilustre elegido derramó abundantes
lágrimas, presintiendo, sin duda, los males que aquejarían a la Iglesia en la
aciaga época que le cupo gobernarla. Ese día, la hipocresía farisaica de los
enemigos de Dios y de su Cristo saludó con entusiastas vítores el advenimiento a
la cátedra apostólica de un papa a quien se prometían poder adormecer con el
humo de la adulación y la lisonja a fin de llevar a cabo sin gran resistencia
sus perversos planes de expoliación, rapiña y sacrilegio. Dios, empero, que
asistía a su vicario, no permitió que cayera en las doradas redes que los falsos
liberales le tendían e hizo que apercibido de los pérfidos manejos asumiese la
imponente actitud que demandaba la causa del catolicismo y, con ella, la de la
sociedad toda, minada horriblemente por doctrinas perniciosas y principios, los
más disolventes y antisociales.
La voz del mansísimo Pío se alzó bien pronto severa y enérgica, para
anatematizar esas doctrinas y esos principios, cuyos naturales frutos han hecho
y hacen saborear todavía a la infortunada nación francesa su jugo acibarado.
A pesar del odio implacable contra la Santa Sede que caracteriza los sectarios,
no han podido dejar de reconocer las inapreciables prendas personales del gran
pontífice, cuya angelical dulzura atraen en torno suyo los corazones todos, sin
excluir el del ruso cismático, el del indio gentil, el del turco islamista, el
del britano protestante. Perseguido por sus gratuitos adversarios, ha sufrido y
sufre con invicta paciencia los ultrajes, insultos y calumnias que una prensa
asalariada y licenciosa vomita que contra él, con el siniestro designio de
engañar a los lectores incautos. ¿Pero que pueden los infames artificios de la
mentira ante el elocuente lenguaje de los hechos que le ponen tan alto la
sabiduría, el interés, celo y asiduidad con que Pío IX ha impulsado y favorecido
el verdadero progreso de sus estados en todo orden? ¡Y qué! Ahora, ahora mismo,
¿no está proclamando esta verdad el clamor unísono del verdadero pueblo romano
que, sin que le arredre el bárbaro despotismo del sacrílego usurpador, levanta
angustiado el grito, reclamando la administración paternal de su amado príncipe
y protestando solemnemente contra el incalificable atentado del 20 de
septiembre? ¡Ah! En vano se ha pretendido cohonestar ese hecho criminoso con
sentidos plebiscitos compuestos en su totalidad de los partidarios del gobierno
piamontés y de hombres tomados de la hez del populacho cuya codicia y brutales
instintos se halaga de propósito para emplearlos como un instrumento de terror y
devastación. ¿Y por qué no decirlo? ¿No es, acaso, a la faz de todo el mundo que
se cometen en Roma, bajo la complicidad tácita de aquel gobierno, los más
abominables excesos y se infieren los más impíos ultrajes a la religión santa
del crucificado cuya imagen, colocada en el centro de la mesa de un banquete
infernal, preparado exprofeso el día del Viernes Santo del año presente, ha
servido de blanco a los escarnios y blasfemias de esos hombres, verdadera
encarnación de Satanás, quien solamente pudo inspirarles ese odio hidrófobo
contra aquel que vino a destruir su nefando imperio sobre el mundo, que hoy se
empeña reconquistar de nuevo?
Forzoso ciertamente, amados hijos, recurrir a una inspiración satánica para que
explicarse este lujo monstruoso de impiedad, cuyas fatales consecuencias van
empujando las naciones europeas a la barbarie. Si no, decidme ¿quién de vosotros
no ha sentido el helarse de horror la sangre en sus venas al saber los horrendos
crímenes perpetuados, hace pocos meses, en el primer teatro de la civilización
moderna, en la culta capital de la Francia, bajo el letal influjo de las
sociedades secretas, sometidas todas sea que cual fuere su denominación a la
dirección suprema de la International, cuyo brazo ha sido la de la Comuna que
con serenidad espantosa ha proclamado el ateísmo como la única religión y el más
desenfrenado libertinaje como la legítima fuente de toda moral? La comuna de
París no se ha ruborizado afirmar que es santo, natural y lícito el matrimonio
de los padres con los hijos y los hermanos entre sí, ¡qué horror!
Y no se diga que éstas son aberraciones propias de la miseria humana;
aberraciones sí, y ¿cómo no lo fueran? Pero, ¿qué causa reconocen? ¿Cuál el
origen de donde proceden? La impiedad no lo dudéis, la debilitación de las
creencias y de los sentimientos religiosos, siendo, como es evidente, que de
algunos años a esta parte se ha procurado inocular en los pueblos el virus de la
incredulidad y del indiferentismo en materia de religión. La novela y el drama,
los folletines y los periódicos, empleando todas las argucias del sofisma y
adornando con los matices de la poesía y las galas de la dicción la nauseabunda
imagen del error y del vicio, han infestado los entendimientos y pervertido los
corazones segando en ellos la fuente de la fe y de las virtudes y preparando así
insensiblemente tan espantosos desórdenes. Y no soy yo, no es el clero
solamente, quien atribuye los horrores de París a la causa que llevó indicada,
oídselo al presidente de una comisión nombrada del seno de la asamblea de la
nación francesa para estudiar las causas primordiales de los últimos
acontecimientos, monsieur Delpit, «L'affaiblissement du sentiment religieux a
été signalé dans votre Commission comme une des principales causes du mal
étrange qui traville notre société».
Y después de esto, ¿habrá todavía, amados hijos, hombres razonables y rectos en
sus apreciaciones y juicios que no confiesen con reconocimiento la justicia y el
amor más sincero a la humanidad que ha ostentado Pío IX cuando, conocedor de la
fuente emponzoñada donde fermenta van estos gérmenes de disolución social y en
ejercicio de su deber de supremo pastor de las almas, condenaba esas doctrinas
deletéreas y prohibía severamente la lectura de los escritos que las contenían y
popularizaban? ¿Habrá aun hombres bastante ingratos y tan lastimosamente ciegos
que le acusen de oscurantista y retrógrado, de enemigo de las luces y tirano de
la libertad, que confunden con el libertinaje y la licencia? ¿Habrá todavía
jóvenes incautos que se dejen seducir por los que sistemáticamente tratan de
inspirarles aversión y desprecio al catolicismo, a la Iglesia y al papado? ¡Oh!,
bizarra y noble juventud cochabambina que me escucháis, arrojar lejos de vos
esas obras que, bajo formas científicas y literarias, propinan el veneno del
escepticismo y del impiedad. No permitáis que nadie ose arrebataros
traidoramente el valioso tesoro de la fe que solamente profesasteis en el
bautismo. No os avergoncéis jamás de ella, antes bien cifrad vuestra honra y
gloria en adheriros firmemente a la doctrina católica en la persona del sucesor
de Pedro que es inseparable de la verdadera Iglesia —ubi Petrus ubi ecclesia— y
habréis resuelto el problema del más lisonjero porvenir para la familia y para
la patria cuya esperanza sois.
Empero, amados hijos, si después que Pío IX, fiel al cometido que recibió de lo
alto y órgano infalible del que es la verdad por esencia y la bondad soberana,
ha sostenido y sostiene con mano vigorosa la única base sólida sobre la que
descansan los intereses y los destinos de la humanidad y si después de esto,
digo, el encarnizamiento de unos y la alucinación de otros desconocen tan
inmensos bienes, la historia más tarde pronunciará su justiciero fallo
señalándole el eminente puesto que le corresponde entre los más grandes
benefactores del mundo cuyo ángel tutelar y salvador lo ha constituido el
excelso pontífice en los calamitosos días que alcanzamos. Sí, católicos, el
pontífice de la Inmaculada, del Syllabus y del Concilio Vaticano, el inmortal
Pedro II, como lo ha llamado Roma en el monumento que acaba de erigirle, dejará
tras sí una inmensa huella de luz que vanamente pretenden eclipsar el hálito
inmundo de la detracción y de la teofobia, cuyos furiosos ataques son el mejor
comprobante de su mérito, y le honran tanto como honran la espuma el freno que
sujeta los peligrosos ímpetus del desbocado corcel.
Y si la terrible crisis que hoy atraviesa el papado, y con él la Iglesia y la
sociedad toda, enluta nuestros corazones con un velo de negra tristeza, el
colosal inimaginable movimiento de todo el orbe católico —que agrupado en
derredor de la cátedra pontificia da, día por día y con un entusiasmo siempre
creciente, los más inequívocos y elocuentes testimonios de su adhesión decidida
y sincera a la fe católica en los homenajes que tributa al augusto prisionero
del Vaticano— es un motivo de indecible alegría, consuelo y esperanza no
solamente para los católicos fieles, sino también para todo hombre que posea un
alma recta y honrada.
Esta alegría y esperanza suben de punta al ver tan clara la mano del Señor, «a
Domino factum est istud et est mirabile in oculis nostris», Sal 117 23, en el
singularísimo, extraordinario y admirable privilegio que ha concedido nuestro
común y amantísimo padre de ser único de sus 254 predecesores que ha visto los
días de Pedro, a quien habiéndole invitado a sus heroicas virtudes limitan su
penoso cautiverio desde donde, lleno de imperturbable confianza en el poder
divino que lo sostiene, nos exhorta a orar incesantemente por la cesación de las
tribulaciones con que Dios prueba a su esposa amada y por la conversión de sus
injustos enemigos que, en su fatal ceguera, no ven los formidables castigos que
les amenazan.
¡Oh!, escuchemos, pues, como hijos dóciles y obedientes, la voz de nuestro
amoroso padre, y purificándonos de toda mancha opongamos con la profesión
práctica de nuestra fe y la santidad de nuestra vida un robusto dique a ésa
torrente devastador, a ese espantoso diluvio de males que inunda la tierra,
haciéndonos dignos de poder ser oídos por el señor cuando dedicamos con David
que regalando al olvido nuestras iniquidades, nos consuele cuanto antes en su
misericordia, «ne memineris iniquitatum nostrarum antiquarum cito anticipent nos
misericordiæ tuæ», Sal 78 8. Que nos envíe el auxilio en tan grande tribulación,
auxilio que en vano esperaríamos de los hombres, «da nobis auxilium de
tribulatione: quia uana salus hominis», Sal 107 13. Confiemos en él, amados
hijos, y seremos tan fuertes como las montañas del Sion, «qui confidunt in
Domino, sicut mons Sion», Sal 124 1. Y después de haber visto el triunfo de la
verdad y del bien en este mundo, cantaremos el himno de la eternal victoria de
la celeste patria que os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. Amén.
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Con motivo de la alocución pontificia
Con notable retraso hemos recientemente recibido de una manera oficial la
alocución que su santidad, el pontífice reinante, dirigió el día 12 de marzo
último a los excelentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana. Es la misma
alocución que, cumpliendo la augusta voluntad de nuestro santísimo padre, nos
apresuramos a publicar a fin de ponerla al alcance de todos y cada uno de
vosotros, nuestros amados diocesanos, íntimamente persuadido de que la lectura
de tan importante documento velará vuestros corazones con una nube de tristeza,
al considerar la crítica y deplorable situación en que se encuentra el dignísimo
lugarteniente y vicario de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, y con él, la
Iglesia toda de la que es cabeza y supremo jefe visible.
Y si antes de ahora pudo haber, entre vosotros, quienes prestaran algún ascenso
a las falaces protestas del infortunado monarca piamontés, el cual, pretendiendo
cohonestar el sacrílego despojo y la injustificable usurpación de la Ciudad
eterna con la necesidad de consumar la unidad italiana, ofreció todo género de
garantías al romano pontífice para el desempeño de su poder espiritual, hoy, que
los hechos ocurridos en el espacio de siete años, desenvueltos a la faz de todo
el mundo y atestiguados por la palabra autorizada y soberana del gran Pío IX,
han venido a descorrer por completo el velo que cubría aquellas pérfidas e
insidiosas promesas, poniendo de relieve que el fin principal de esta infernal
política era abrirse un camino fácil y seguro para zapar y destruir (si eso
fuera posible al hombre miserable) paulatinamente la suprema autoridad
espiritual y, por consiguiente, la religión católica fundada sobre la piedra
misterioso del papado, hoy decimos, todos vosotros quedaréis plenamente
convencidos de que ese gobierno desleal ha puesto, con incalificable audacia, su
mano destructora sobre lo que hay de más grande, de más sagrado y de más claro
para nosotros: nuestra fe religiosa y los imprescindibles derechos de nuestra
conciencia, y no podréis ya ser seducidos con palabras vacías de verdad, nemo
uos seducat inanibus uerbis, viendo, como veis, que bajo la piel del cordero con
que se envolviera aparece, tal cual es, el lobo devorador que se arroja sobre el
rebaño de Jesucristo y comprime la garganta del pastor encargado de su custodia.
A la luz pavorosa que despide esa serie de atentados, tropelías y persecuciones
de que tan injusta y sentidamente se lamenta el glorioso mártir del Vaticano,
todos los hombres de buena fe —sin distinción de creencias religiosas— ha
reconocido ya cuán fundados eran los temores de Pío IX, así como la necesidad
moral que, en el presente estado del mundo y de las cosas, existe de la
soberanía temporal del sumo pontífice. Es el único medio de garantizar la
independencia de su potestad sagrada y el expedito ejercicio de ella en el
régimen del Iglesia universal, independencia a que tiene derecho indisputable y
que, si en todo tiempo ha sido necesaria, es —si cabe— más urgente en los
luctuosos días que alcanzamos, días cuyo advenimiento anunciaba hace 18 siglos
el Apóstol de las Gentes, cuando decía a Timoteo: «Erit enim tempus, cum sanam
doctrinam non sustinebunt, sed ad sua desideria coaceruabunt sibi magistros,
prurientes auribus, et a ueritate quidem auditum auertent, ad fabulas autem
conuertentur» 2 Tim 4 3-4; vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina
sino que reunirán maestros que halaguen sus deseos, teniendo comezón en las
orejas, y apartarán los oídos de la verdad para aplicarlos a los errores y
fábulas.
En efecto, amados hijos, la época presente tan enfáticamente apellidada «el
Siglo de las Luces» está rodeada de densas tinieblas que surgen desde el fondo
de la orgullosa y limitada Razón humana que, creyendo bastarse a sí misma, hace
inauditos esfuerzos para emanciparse de Dios, negando ora su existencia
personal, ora su intervención sobre la humanidad, a la que pretende iluminar y
conducir por sí sola a través de este mundo, con una insensatez semejante a la
de un demente que intentara apagar el sol para remplazarlo como una vela de
cebo.
De ese espíritu de rebeldía que indujo a nuestros primeros padres a desobedecer
al Creador, queriendo, en su necio orgullo, igualarse con él mediante el
conocimiento de la ciencia del bien y el mal, han brotado esas doctrinas tan
absurdas como perniciosas que, proclamando una libertad ilimitada y absoluta de
pensar y de obrar, conducen fatalmente a la desorganización más completa y a la
más monstruosa perversión del individuo, de la familia y de la sociedad. Se
trata de una libertad evidentemente malentendida y peor aplicada, pues la recta
razón acorde con la fe nos dice que la libertad, el más precioso de los dones
con que Dios enriqueciera la criatura racional, consiste en la facultad de hacer
el bien con espontaneidad y merecimiento, a pesar de los obstáculos que para
ello le presenta el mal, cuyas funestas solicitaciones, lejos de constituir la
verdadera libertad, no son sino una enfermedad y una flaqueza de nuestra
naturaleza caída de su primitivo estado. Porque si así no fuera, tendríamos que
devorar el espantoso absurdo de que Dios, incapaz —como es, y no puede menos que
ser— para obrar el mal, no sería libre y vendría a reducirse a una condición
inferior a la del hombre, su hechura. ¡Dios habría dado al hombre un bien que no
poseía! Si según eso la libertad consiste en hacer lo que se quiere, haciendo lo
que se debe, todas esas libertades que la escuela racionalista pregona y en cuya
virtud consagra el derecho de pensar, enseñar, escribir y obrar, lo que se
quiera, cómo y cuándo se quiera, estriban en un error manifiesto. Introduciendo
un lastimoso trastorno en las ideas y en las acciones, tales libertades empujan,
en nombre del progreso, la sociedad a la barbarie, pues no de otro modo
entienden y practican la libertad las hordas salvajes del África y de la
América.
De aquí la relajación del principio de autoridad que es la salvaguardia y el
auxiliar obligado del ejercicio legítimo de la libertad verdadera, en todas las
esferas de la actividad humana. De aquí la secularización y consiguiente
envilecimiento del matrimonio, base de la familia, rebajado desde la altura de
una institución divina hasta el nivel de un contrato vulgar, de un verdadero
concubinato autorizado por una ley que lleva por sarcasmo nombre de tal. De
aquí… pero nos haríamos interminables, si nos propusiéramos reseñar ese cúmulo
de doctrinas tan impías, como degradantes y disociadoras, que hoy se empeñan en
asumir el cetro en el mundo intelectual y moral sobre las ruinas de la divina
revelación y los dictados de la sana filosofía.
Las consecuencias prácticas que de aquellos principios lógicamente fluyen, se
ven y se palpan donde quiera que los hombres que los representan consiguen
adueñarse de los pueblos. Dígalo la Francia de la Terreur en 1793 y la de la
Commune en 1871; dígalo México, Colombia y actualmente el Ecuador… dígalo, en
fin, Italia, donde en nombre de la libertad de cultos se combate
encarnizadamente el católico; en nombre de la libertad de imprenta y de
enseñanza, se pretende privar a los obispos del derecho de publicar sus escritos
pastorales y se cierran las puertas de los seminarios; en nombre de la libertad
de asociación, se arroja a las vírgenes consagradas al señor de sus pacíficas
moradas y se dispersa a los religiosos o se les arrebata sus bienes adquiridos
por los títulos más sagrados.
Y cuando una voz, eco fiel de la voz del eterno, se alza vigorosa y potente para
clamar alto… muy alto: Non licet, non possumus, es decir, no puedo ni debo
transigir jamás con vuestras doctrinas, que entrañan la muerte no sólo de la
sociedad religiosa sino también de la civil, entonces la injuria, la calumnia,
los epítetos del oscurantista, fanático, retrógrado llueven sobre la nevada
cabeza del inerme anciano que, en medio de su mansedumbre y de la suavísima
dulzura de su alma, encierra tesoros de entereza apostólica y de viril energía
para anatematizar el mal y contener el desborde de esas máximas detestables que
se resumen, en último análisis, en el más neto y puro ateísmo, disfrazado con el
deslumbrante ropaje del liberalismo moderno. Es «le libéralisme» que, en el
falso sentido que suele discernírsele, pertenece al número de esas palabras
engañosas, vanas y seductoras de que el Apóstol nos aconseja guardarnos: «Nemo
uos seducat inanibus uerbis» Ef 5 6.
Verdad es, empero, amados hijos, que si la vista del consternante cuadro trazado
por el soberano pontífice cubre el alma de todo hombre, no ya cristiano, sino
recto y honrado, de luto y de tristeza, frente a frente de él se alza otro
espectáculo que, por efecto mismo del contraste, inunda el corazón de gozo,
esperanza y consuelo. Este bello y conmovedor espectáculo lo ofrece esa
explosión gigantesca de fe, de piedad y de adhesión filial e incontrastable al
sucesor de Pedro, que une, en un solo e idéntico espíritu, a todos los miembros
del Episcopado, y conduce día por día millares de sacerdotes y fieles de toda
nacionalidad y condición, desde los más remotos confines del globo, a la capital
del cristianismo y centro de la unidad católica, a Roma, en cuyo recinto brilla
ese sol vivificante del mundo intelectual y moral, y que, eclipsado
momentáneamente por la negra penumbra de la tribulación, arrastra con fuerza
irresistible hacia sí las almas, las inteligencias y los corazones, dando lugar
a que otra vez más se verifique el oráculo del Divino Redentor que, hablando de
su futura crucifixión y dolorosa muerte, decía: «Si exaltatus fuero a terra,
omnia traham ad me ipsum», Jn 12 32; cuando yo sea levantado de la tierra (en la
cruz) todo lo atraeré en torno mío.
¡Fenómeno, amados hijos, ciertamente estupendo y
maravilloso!, un pobre y desvalido anciano, víctima de la más ruda y cruel
persecución, un monarca destronado y desposeído violentamente de su temporal
soberanía, abandonado de todos los poderes de la tierra que advierten, con
glacial estoicismo, los atentados contra él cometidos, y que, a pesar de todo,
posee una fuerza moral que nada puede resistir, cuyas palabras estremecen al
mundo, llenando sus enemigos de terror y despecho, a quien en una época dominada
por el apego a los bienes terrenales y por el más refinado egoísmo se ofrecen, a
porfía y con liberalidad insólita, donativos cuantiosos y riquísimos presentes,
para testificarle amor sincero y reverencial respeto, socorrer su augusta
pobreza y protestar así contra todas las violencias, injusticias y ultrajes de
que se le ha hecho objeto. ¡Oh!, amados hijos, preciso es cerrar obstinadamente
los ojos para no ver aquí la acción eficaz y portentosa de aquella mano
omnipotente que ahora, como siempre, sostiene y dirige la misteriosa nave del
pescador de Galilea en medio de la deshecha borrasca… la mano de ese Dios que
elige lo más débil y flaco, según el mundo, para confundir la fortaleza de los
fuertes y que, fiel a lo que tiene prometido, está y estará con su Iglesia hasta
la consumación de los siglos.
Entretanto, carísimos diocesanos, bien comprendéis que uno de los deberes más
dulces y sagrados de un buen hijo es el de socorrer y consolar al padre
angustiado, perseguido y menesteroso; ahora bien, esta obligación, tan
instintiva e imperiosa en el orden de la naturaleza, sube de punto en el orden
sobrenatural, según el que todos los miembros de la Iglesia militante somos
verdaderos hijos espirituales del vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Sí: Pío
IX es nuestro padre y un padre lleno de solicitud y ternura para con nosotros. Y
a la manera que el Dios hombre se sacrificó para redimirnos y salvarnos, él, su
fiel discípulo y digno representante, caminando sobre las huellas del Divino
Nazareno, es la gran víctima expiatoria de las iniquidades del mundo actual, en
obsequio de cuyos más caros y trascendentales intereses, así espirituales, como
temporales, soporta con invicta constancia los dolores que le asedian, las
cadenas que le aherrojan y los golpes que le hieren.
Hay más; notadlo bien. Y es que esa guerra satánica, desencadenada contra él, se
dirige principalmente contra nuestra religión sacrosanta, como lo comprueban los
hechos y nos lo repite Pío IX en su sentida alocución. ¿Y podríais permanecer
indiferentes ante una situación semejante? No; mil veces no. Estamos seguros de
ello, porque lo estamos de la firmeza de vuestra fe, de vuestra piedad
proverbial, de vuestra inconmovible adhesión a la religión santísima de nuestros
padres y de vuestra entrañable amor a vuestro padre común, el venerado y
amabilísimo Pío IX, ese hombre providencial, cuyas heroicas virtudes, cuya
firmeza titánica en defender los eternos fueros de la verdad, el bien y de la
justicia, cuya angelical dulzura y sublime resignación en medio del infortunio
hacen de él, la figura más noble, culminante y simpática del siglo en que
vivimos.
Es, pues, ya lo veis, amados hijos, una triste realidad que la Iglesia de Dios
padece violencia y persecución en Italia. Y el vicario de Cristo ni goza de
libertad ni del uso expedito y pleno de su poder, hallándose moralmente
encadenado, ni más ni menos que lo estuvo su primer predecesor, el príncipe de
los apóstoles por mandato de Herodes, en cuya ocasión toda la Iglesia primitiva
oraba sin descanso por él, hasta que, escuchando benigno el señor las plegarias
de aquellos fervorosos cristianos, envió a su ángel para libertar al ilustre
preso. Preciso es, por tanto, que a imitación suya, vosotros, unidos a vuestros
hermanos, los católicos de todo el orbe, ahora claméis sin cesar, de lo íntimo
de vuestros corazones, purificados por la penitencia y la práctica de todas las
virtudes, al padre de las misericordias y Dios de toda consolación para que,
abreviando el tiempo de la ruda prueba a que por nuestros pecados ha sometido a
su Iglesia, ilumine los entendimientos y mueva los corazones de todos aquellos
desgraciados, cuyos errores y extravíos, cuya sequedad y malicia, ocasionan tan
graves males, y conceda a su castísima esposa el anhelado triunfo y la suspirada
libertad.
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Ante la inmolación del almirante Grau
«Quomodo cecidit potens, qui saluum faciebat populum Israel!» 1 M 9 21. Cuando
con estas sentidas palabras nos refiere el Sagrado Libro la consternación y
quebranto del pueblo de Israel al saber la trágica y heroica muerte del valiente
Macabeo, que tantas veces victorioso había sido el genio tutelar de su nación y
el salvador de su patria, parece, señores y carísimos diocesanos, haber descrito
el amargo, sincero y profundo duelo con que dos naciones hermanas lloran hoy
sobre la tumba del ínclito campeón que, después de poner su robusto brazo al
servicio de la más santa de las causas, inmola gustosa y generosamente su vida
por la salvación de aquellas.
Mas, ante todo, decidme señores, ¿por qué el patriotismo es una grande y excelsa
virtud a los ojos de la fe cristiana? es porque él no viene a ser, en último
análisis, sino una de las manifestaciones de la caridad, fórmula suprema de la
celestial doctrina del que murió en la cruz por la redención y la libertad del
mundo, y de cuyos divinos labios brotó un día esta inmortal sentencia: «Maiorem
hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis», Jn 15
13. Efectivamente, si el mérito de la abnegación propia ha de medirse por la
magnitud del bien particular que el individuo renuncia en obsequio de los demás,
y si la vida es el don más precioso y el mayor bien natural que puede concebirse
aquí abajo el heroísmo supremo, el non plus ultra de la abnegación, consiste,
evidentemente, en la inmolación voluntaria y generosa de la existencia, en aras
del interés procomunal, y el hombre que ha consumado un acto semejante tiene un
incontestable y legítimo derecho al honor, a la gratitud, a las bendiciones y a
la gloria que ha sabido conquistarse.
He ahí, señores, por qué, congregados hoy en este venerado recinto, tributamos
el justo homenaje de nuestras lágrimas de admiración y reconocimiento al heroico
Contralmirante de la Escuadra aliada Perú-boliviana, don Miguel Grau y a sus
compañeros de armas que tan gloriosamente sucumbieron en el combate naval de la
bahía de Mejillones, el día ocho del mes pasado.
Sin haber podido disponer del tiempo suficiente para tejer al preclaro difunto
una corona fúnebre que merezca ceñir su frente inmaculada, tengo que limitarme a
dirigiros, desde esta cátedra augusta, las breves y sencillas reflexiones que el
amor a mi patria como ciudadano y mi alto ministerio como sacerdote me sugieren,
con ocasión de esta triste y solemne ceremonia. Cuento para ello con vuestra
indulgente y benévola atención.
No pasa mucho tiempo, señores, que con motivo de la contienda internacional a
que tan injustamente hemos sido provocados por la República de Chile, resonó por
la vez primera en nuestros oídos el nombre del bizarro comandante del Huáscar,
arrebatando, desde luego, en pos de sí nuestras más vivas y cordiales simpatías,
porque las relevantes prendas intelectuales y morales del experto marino
peruano, su serenidad, arrojo y pericia, la caballerosidad e hidalguía, de que
dio reiteradas pruebas, durante el primer período de la campaña, hicieron
resaltar su imponente figura, rodeada con una aureola de virtudes cívicas que le
deparaban un asiento distinguido al lado de Bolívar y Sucre y de los más
encumbrados próceres de la Independencia Sudamericana.
Ese nombre, desconocido aún para nosotros, había ya merecido los entusiastas
encomios de la prensa británica que apreciando —«holding in high esteem»— con
indisputable competencia, las singulares dotes del joven comandante de la Unión,
predijo los lauros que un día había este de cosechar para su patria, pronóstico
que empezó a realizarse en los combates del Apurímac en que tanto sobresaliera,
y cuando, después de abandonar el honorífico puesto de capitán de un navío
mercante, corrió presuroso a ofrecer sus servicios, en clase de último soldado,
en la escuadra nacional vencedora en Abato, para acabar de tener ahora su más
fiel y exacto cumplimiento.
Íntimamente penetrado Grau de la santidad de los deberes que su profesión le
imponía, no encuentra mérito alguno en las atrevidas y remarcables hazañas
marítimas que, atrayendo sobre él la admiración universal, le valieron los más
calurosos aplausos y las ovaciones más expresivas y delicadas, no sólo de parte
de las repúblicas aliadas, sino aun de individuos y naciones neutrales, y
confundido al verse hecho objeto de esas manifestaciones que para las almas
vulgares son un incentivo de necia vanidad, protesta él no merecerlas, por
cuanto su conducta no traspasa la línea de sus más simples obligaciones de
ciudadano. Este solo rasgo nos descubre el rico tesoro de modestia que abrigaba
su grande alma que al través del velo de la humildad, deja contemplar su
simpática belleza.
De esta humildad y modestia fluían, como de su más pura fuente, esa moderación
de carácter y ese espíritu de caridad que tan bien sientan a un guerrero
cristiano, el cual conociéndose ministro e instrumento de la providencia de un
Dios infinitamente bueno y misericordioso, debe nutrir en su pecho sentimientos
de humanidad y de dulzura y que cuando las fuerzas del deber lo constituyen en
la necesidad dolorosa de destruir a las criaturas, no olvida nunca el gran
precepto del Creador que le manda amar a sus semejantes como a sí mismo. El
generoso comportamiento de Grau con sus adversarios, en las diferentes ocasiones
en que pudo tomar respecto de ellos severas represalias y el que ha observado
con la respetable viuda de su contendor, el comandante de la Esmeralda, es el
más clásico comprobante de la magnanimidad evangélica de sus sentimientos, en
este orden. No ignoraba él que, como decía el sabio necrologista del gran
Turena, «Il existe un droit plus elevé et plus sacré que celui que le sort ou
l'orgeuil imposent aux faibles et malheureux et ceux qui vivent sous la loi de
Notre Seigneur Jésus-Christ doivent pardonner, en tant qu'ils peuvent, le sang
sacrifié pour le sien et bien traîter quelques vies que l'Homme-Dieu sauvera
avec sa mort».
Como el héroe francés que he mencionado, anhelaba solamente someter a los
enemigos, no perderlos; atacar sin arruinarlos; defenderse sin ofenderlos, y
reducir al terreno de la razón, del derecho y la justicia a aquéllos contra
quienes se veía, a pesar suyo, compelido a emplear la violencia. Sus verdaderos
enemigos no eran, como no deben serlo para nosotros, esos hermanos nuestros,
compasivamente obcecados, sino el orgullo, la usurpación y la injusticia.
Viose, pues, Grau en la dura precisión de aceptar y emprender la guerra que arma
el brazo del hombre contra el hombre y le obliga a verter la sangre del hermano;
la guerra, última razón y postrer esfuerzo del derecho atropellado; justa bella
quibus necesaria, amados hijos, la más triste y dolorosa de las exigencias
sociales. Partió, en consecuencia, a la cabeza de la Armada Naval de su patria,
de ese pueblo nobilísimo y magnánimo que movido únicamente por la santidad de
nuestra causa, no trepidó un instante para unir su aliento al nuestro, en
defensa y salvaguardia del derecho y de la justicia. Ejemplo digno, en verdad,
de imitarse.
¡Naciones todas del nuevo y del viejo mundo! Alzad pues también vuestra voz,
para protestar muy alto contra las violaciones del derecho representado en la
causa de la alianza Perú-boliviana, que, en este sentido, es la causa de todos
los pueblos, la causa de la humanidad, la causa misma de Dios, origen y fuente
esencial de todo derecho.
Y vos, desventurada Chile, que arrastrada por el vértigo del error, habéis
avanzado hasta los bordes de un abismo sin fondo, implantando a despecho de la
civilización cristiana, el estandarte de la conquista sobre las costas de una
nación que ayer se afrontara generosa al sacrificio, en defensa de vuestras
libertades; hoy hacéis lo que mañana nunca lloraréis bastante… Pensad empero,
pensad sí, en que el Dios de los ejércitos suele a veces consentir el momentáneo
y efímero triunfo de la iniquidad, para mejor ostentar, después, todo el peso y
poderío de su brazo justiciero.
Volvamos a nuestro héroe querido. Impulsado éste por el vehemente anhelo de
salvar la honra de su patria, despliega una actividad, una audacia y energía que
desconcertando e infundiendo el temor a sus enemigos, no obstante la
superioridad de los elementos bélicos marítimos de que disponen, les arranca la
confesión y el elogio de su sobresaliente mérito. El espíritu de ciega
subordinación, que le distinguió desde su adolescencia como estudiante en el
Convictorio Carolino de Lima, y su característico denuedo, le hacen emprender
las excursiones más arriesgadas y desafiar los más inminentes peligros, hasta
que sorprendido por casi toda la escuadra enemiga que le acecha y le arma una
celada, reanima con su ejemplo el valor de los dignos tripulantes y empeña un
combate tan sostenido, tan pertinaz y tan heroico, cuanto inmensamente desigual
en el que sucumbe, coronando su preciosa vida con la muerte más gloriosa. ¡Oh!,
a él y a los que con él han perecido pueden aplicarse con rigurosa exactitud
estas frases de David, hablando del valeroso Abner: «Sed sicut solent cadere
coram filiis iniquitatis, sic corruisti». 2 S 3 34. Cuán propiamente se ha dicho
que, en esta lucha, el vencido fue vencedor. Sí, lo fue, señores, con una
victoria moral sin comparación, más noble que la que sólo se obtiene por la
acción del número y de la fuerza bruta.
¡Oh!, ¡admiremos señores tanto heroísmo, honremos virtud tan sublime, bendigamos
memoria tan querida y lloremos tan inmensa pérdida! Cual un bello meteoro ígneo
que, atravesando velozmente el espacio, deja apenas contemplar su brillo
fascinador, para el horizonte de la patria netamente a nuestras miradas, así
este hombre esclarecido surge en el horizonte de la patria para esparcir sobre
ella sus plácidos y benéficos resplandores y ocultarse después en las
profundidades del sepulcro, en el momento mismo en que su presencia constituía
una de nuestras más halagadoras esperanzas. «¡Ay! nosotros —podría ya decir con
un eminente orador— sabíamos todo lo que podíamos esperar y no pensamos en lo
que podíamos temer». La providencia nos reservaba una desgracia mayor por sí
sola, que la pérdida de una batalla. Había de costar esta campaña al Perú y a
Bolivia una existencia que cada uno de nosotros habría querido redimir con la
suya propia.
¡Oh, Dios mío! ¿Por qué así tan prematuramente nos le habéis arrebatado? Pero
¿qué digo?; ¡vos, Señor, sois justo en vuestros consejos sobre los hijos de los
hombres y disponéis de los vencedores y las victorias, para cumplir vuestros
altos designios que a nosotros sólo toca adorar con profundo silencio y
recogimiento! No nos prohibís, sin embargo, pensar que le habéis arrancado de
entre los vivientes, porque tal vez pusimos en él demasiada confianza,
habiéndonos el Apóstol dicho: «Sed ipsi in nobismetipsis responsum mortis
habuimus, ut non simus fidentis in nobis, sed in Deo, qui suscitat mortuos». 2
Co 1 9.
Después que el espantoso azote de la guerra vino a añadirse y como a coronar ese
lúgubre conjunto de calamidades públicas que nos afligían, vemos todavía
aumentarse las causas de nuestro ya tan prolongado sufrimiento con la desastrosa
pérdida que lamentamos. Si pues, como cristianos católicos, estamos persuadidos
de que los males —que por permisión divina aquejan así a los individuos como a
los pueblos— son ya un castigo expiatorio de sus prevaricaciones o ya una prueba
destinada a acrisolar sus virtudes pero que, en uno o en otro caso, tienden
siempre a encaminarnos por las sendas más seguras al logro de nuestro último
fin, mediante la práctica del bien; esforcémonos por conjurar tan luctuosa
situación expiando nuestras culpas por la penitencia y por la más estricta
fidelidad en la observancia de los divinos mandamientos; grabando para ello
profundamente en nuestra memoria esta infalible sentencia: «Iustitia eleuat
gentem; miseros autem facit populos peccatum». Pr 14 34.
Y si hay virtudes cuyo ejercicio nos sea más necesario en las presentes
circunstancias, para hacernos propicio el cielo, éstas son sin duda la viril
resignación en las adversidades que él nos envía, la confianza en el poder y
clemencia del Dios de la justicia y la abnegación personal en pro del bien común
y de los intereses de la patria, por cuya salud debemos trabajar infatigables en
nuestra respectiva esfera de acción, sin que nos arredre ningún sacrificio que
sea menester consumar en su obsequio.
Mas, por grande que sea la pesadumbre que nos agobia, ella no debe conducirnos a
la desesperación ni al desaliento y antes bien, en medio de nuestra angustiosa
consternación, ha de animarnos la firme esperanza, de que el ejército aliado y
sus valerosos directores, fortalecidos con el grandioso ejemplo de los mártires
del Huáscar, y emulando noblemente la gloria imperecedera de Grau y sus
compañeros de sacrificio, sentirán re inflamarse con doble ardor, en sus
corazones el fuego del amor patrio, para proseguir con nuevo brío la magna obra
de defender y conservar incólumes, con la salvación de la patria, los
sacrosantos fueros del derecho y de la justicia.
Pluguiese al cielo que esa nación obcecada, rasgando la venda de la pasión y del
error que la ofuscan y extravían dejara de ofrecer a la América y al mundo el
trascendental escándalo de una usurpación que, minando por su base aquellos
principios salvadores, pone a nuestra patria y a nuestro noble aliado, el Perú,
en la triste necesidad de rechazar la fuerza con la fuerza y de sostener, a todo
trance, una guerra defensiva de cuyas sangrientas y desastrosas consecuencias,
Chile ¡y solo Chile! será responsable ante Dios y ante la posteridad.
Entre tanto continuemos, amados hijos, elevando con insistente perseverancia
nuestras humildes y fervorosas plegarias, hacia el excelso solio del Dios de las
Batallas, e imploremos su infinita misericordia sobre nuestra querida patria y
sus defensores y sobre las almas de los ilustres muertos por cuyo eterno
descanso, acabo de ofrecer sobre el ara santa el sacrificio augusto y
propiciatorio del Cordero sin mancilla que borra los pecados del mundo.
¡Descansad en paz, ilustre víctima, porque terminasteis vuestra vida en lucha
fatigosa! Descansad en paz, porque cumplisteis el deber, escribiendo con vuestra
sangre, sobre las ondas del océano, la más terrible sublime protesta contra las
usurpaciones. Pues bien, que esas olas enrojecidas vayan a decir a otros hombres
y a otros pueblos vuestra heroica inmolación, para que la humanidad, admirada,
señale a vuestra historia un lugar de preferencia en sus anales de honra y
gloria para las Naciones.
¡Sí, inmortal Grau! ¡glorioso mártir del deber! ¡que el cruento holocausto de
vuestra vida en los altares de la justicia, alcanzando la resignación y el
consuelo para vuestra digna, desolada esposa y vuestros tiernos hijos, os
asegure una palma inmarcesible, allá en la mansión celestial, en esa patria de
los justos, donde encuentran condigno y perenne galardón todas las virtudes y
todos los sacrificios; en esa patria, donde se reservan una alegría sin fin y
una paz perpetua, a los que, como vos, amaron en la tierra la justicia y
aborrecieron la iniquidad! Requiescat in pace.
----------
1) 8 de octubre de 1879
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Sobre el misterio de la Santísima Trinidad
¿Quién, carísimos diocesanos, al fijar sus miradas de hito en hito, en el sol al
mediodía, no pagaría su temeridad?, ¿quién no sentiría, al punto, ofuscadas sus
pupilas por el astro rey, cuyo intenso y vivísimo resplandor lo dejaría
sumergido en perpetua oscuridad? Esto mismo se verifica con la débil razón del
hombre toda vez que se propone contemplar, de frente y con audaz porfía, al Sol
Divino. Es el Ente increado que inflamó, con mirarlas, esas lumbreras colosales
que derraman la luz, el movimiento y la vida en la inconmensurable extensión del
universo. Y, sin embargo, nadie sino él mismo ha podido descorrer ante los ojos
mortales una orilla del tupido velo que cubre su inaccesible y adorable esencia.
Así y todo, yo tiemblo y me estremezco, amados hijos, al tener que hablaros,
otra vez, hoy, del gran misterio del Dios Único y Trino, porque me parece oír
resonar en mis oídos estas conturbadoras palabras: «Scrutator est maiestatis
opprimetur a gloria», Pr 25 27. Me alienta, pero, la persuasión de que, si bien
el misterio de la Trinidad Beatísima excede, como no puede ser de otro modo,
toda comprensión, y se sobrepone infinitamente a nuestra pobre y limitada
inteligencia, esta misma, sin embargo, concibe con bastante claridad que aquel
augusto dogma no la contradice, por cuanto encontramos en nosotros mismos y
todos los objetos creados la imagen divina grabada en sus obras que, como hijas
del Eterno Artífice de cuya mano brotaron, han heredado —direlo así— los rasgos
fisionómicos de su excelso Padre, «signatum est super nos lumen uultus tui,
Domine», Sal 4 7. Será el objeto de esta breve plática manifestaros esta verdad
—a grandes pinceladas y en cuanto lo permiten los estrechos límites de un
discurso—, haciéndoos notar las consecuencias prácticas que de ella se derivan
en favor de la humanidad, de sus más nobles intereses y gloriosos destinos.
¡Oh Dios, tres veces santo!, que quisisteis revelaros a los párvulos y
pequeñuelos, concededme la gracia de hablar dignamente de vuestro ser
incomprensible y adorable; a mis oyentes, la de conoceros, bendeciros y amaros.
Concededme por la intervención piísima de vuestra inmaculada madre, querida hija
y casta esposa a quien invocamos, fervientes, diciéndola: Ave María.
Basta una mirada atenta y reflexiva sobre cualquiera de los innumerables seres
que pueblan el universo, amados hijos, a convencernos de la impotencia radical
de nuestro entendimiento para comprender la esencia de las cosas, y la manera
íntima como funcionan las leyes naturales a que, con pasmosa regularidad,
obedecen todos los objetos cuyo conjunto forma la armonía de la creación
visible.
La física nos dirá cuál es el camino que recorren los rayos de luz desprendidos
de un foco luminoso y cuáles son los principios invariables que rigen los
fenómenos de ese fluido utilísimo que dibuja dentro del ojo y en el diminuto
fondo de la retina, el estrellado y gigantesco pabellón del firmamento o el
inmenso paisaje de una vasta llanura con todos sus montes, árboles, ríos y
edificios. La botánica y la química nos dirán que, por la acción combinada del
calor, de la electricidad, del agua y otros principios que obran sobre la
semilla sepultada en la tierra, aquélla germina, se desarrolla y fructifica,
multiplicándose hasta producir a veces un 500 por uno. La ciencia, en fin, en
sus variadas ramificaciones, nos explicará enfáticamente todos los fenómenos de
la naturaleza y el modo de existir y de operar de los seres creados sujetos a la
observación de nuestros sentidos; pero jamás pasará de aquí. Y ni el cerebro
mejor organizado, ni el más privilegiado talento, podrá nunca comprender ni
explicar cuál sea la esencia íntima de la luz y cómo puede estamparse, sin
confusión alguna, en el microscópico espacio de la pupila de un niño. Es un
cuadro colosal por sus dimensiones y complicado por sus numerosísimos detalles.
Jamás podrá comprender ni explicar el quomodo de una almendra de durazno, que se
pudre y descompone en el seno de la tierra, resucita dando origen a una nueva
planta, que lo reproduce con asombrosas creces. Jamás podrá comprender ni
explicar cómo el pensamiento, de suyo inmaterial e invencible, se exterioriza y
se transmite por medio de caracteres trazados sobre el papel o del aire que
vibra al impulso comunicado por la lengua y los labios que se mueven.
¡Ah!, ¿y quién puede negar que vivimos rodeados y penetrados de misterios que,
si no nos causan el asombro que debieran, es solamente porque la costumbre y el
hábito nos han familiarizado con ellos, porque, como dice san Agustín, los
miramos con desdén a causa de su asiduidad y repetición, «assiduitate uiluerunt»?
Siendo, pues, incontestable que la esencia de las cosas creadas es, y será
siempre, incomprensible para nuestro limitado entendimiento, ¿debe dársele
pretensión más insensata que la de querer comprender la Esencia Increada y
Creadora de todo cuanto existe, medir al Imenso y encerrar, en la reducida
cavidad del cerebro humano, al Ser Infinito, a quien no pueden ofrecer albergue
bastante los cielos de los cielos?
Hace pocos años que, predicando en el templo de la Compañía de Jesús de esta
ciudad, el venerable religioso fray Francisco Cabot, de santa memoria,
impugnando en su lenguaje sencillo y familiar la audacia del impío que niega a
Dios porque no puede comprenderle, decía con festiva agudeza y candoroso
donaire: «¿Cómo una cosa tan grande, pero tan grande, ha de caber en tu cabecita
tan pequeña?» ¡Cuánta verdad expresada con tan infantil sencillez!
Si todos los seres que han sido sometidos a nuestro dominio son un misterio,
¿cómo extrañar que la naturaleza del que creó y domina a esos seres, y a
nosotros con ellos, sea también misteriosa? ¿No es cierto que lo que extraño
sería, que dejara de serlo? Y, efectivamente, un Dios que pudiese ser totalmente
comprendido aquí abajo, por una criatura finita como tal, dejaría de ser
infinito, dejaría de ser Dios. Y desde luego, el hombre, cuyo orgullo no conoce
límites, jamás se habría doblegado para reconocerle y adorarle como a su Señor
Supremo y Dueño Soberano.
¡Oh!, no opongáis la incomprensibilidad, ni lo divino del misterio, en un asunto
enteramente divino. ¿Os detiene, acaso, el misterio del orden puramente natural?
De ningún modo. ¿Comprendéis que un grano de trigo produzca una espiga; esta
espiga, una mies? ¿Comprendéis que el pan que se hace de él, se transforma en
carne y sangre de quien lo come? ¿Que diríais, sin embargo, de quien por no
comprender estos misterios no quisiera sembrar ni comer?
No hay menos misterios en la naturaleza que la religión. ¿Qué digo? No los hay
menos, en las obras de nuestra propia industria. La única diferencia consistente
en que los unos se dirigen a la satisfacción terrena de nuestros apetitos; los
otros, a su celestial reforma. Los incrédulos son, respecto a los misterios de
la fe, lo que los salvajes, respecto a las maravillas de la civilización?
Estas consideraciones satisfacen plenamente las exigencias de nuestra razón, la
cual, ante el grandioso espectáculo del universo, adivina fácilmente la
existencia del Supremo Artífice que lo creó. El orden maravilloso que en él
reina, las leyes que los rigen, tendientes todas al bienestar de los seres que
lo pueblan, y especialmente del hombre, reflejan brillantemente la inmensidad,
la omnipotencia, la sabiduría y la bondad del Creador. Hasta aquí llega la razón
sin grande esfuerzo; su poder, empero, no alcanza penetrar más allá, ni a
descubrir la esencia íntima y el modo de existir de ese Dios escondido, «uere tu
es Deus absconditus» Is 45 15. Y el hombre habría permanecido siempre en la más
absoluta ignorancia a este respecto, si ese mismo Dios no hubiera dignado
revelarle tan augusto misterio, como enfáticamente lo ha hecho.
¿Pero, ha podido y querido hacerlo? ¡Ah!, aun cuando esa revelación no estuviese
luminosamente comprobada con los testimonios más auténticos e irrecusables, no
nos es difícil concebir que, así como mediante la creación nos ha manifestado
sus principales atributos, pregoneros de sus designios y pensamientos
inestables, ha podido manifestarnos también su modo de ser y ha querido
comunicarnos el secreto de su propia vida. Si, amados hijos, por su Eterna
palabra, por su Verbo humanado, sabemos hoy, que su vida íntima consiste en que
sin dejar de ser Uno y Simplísimo, es al propio tiempo, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, «tres sunt, qui testimonium dant in cælo: Pater, Uerbum, et Spiritus
Sanctus» 1 Jn 5 7. El Padre engendra eternamente al Hijo y le comunica la
plenitud de su sustancia; el Hijo subsiste por esta generación y vive de esta
comunicación sustancial; el Espíritu procedente del Padre y del Hijo, como de un
principio único, posee plenamente su misma naturaleza, su misma Divinidad.
Mas no creáis, amados hijos, que la incomprensibilidad de tan alto misterio nos
impida conocerlo, en cuanto nuestra débil inteligencia es capaz de ese
conocimiento, auxiliada que con las luces de la fe y con las que nos suministran
los padres, doctores y apologistas del Iglesia, a quienes tomo por guía en las
reflexiones que paso a haceros.
En efecto, si se considera que Dios es la fuente de la vida, y la vida misma, y
que la idea de vida entraña forzosamente la de actividad, salta a la vista que
el Ser por excelencia es esencialmente activo, siendo esto lo que la ciencia
teológica quiere significar cuando dice que Dios es un acto puro, como lo
declara espontáneamente el Salvador con estas palabras: «Pater meus usque modo
operatur, et ego operor» Jn 5 17. No es menos fácil concebir que, siendo
infinita la actividad de Dios, la creación finita y limitada no puede jamás
satisfacerla. Necesita, por consiguiente, de un objeto infinito que no puede
encontrarle en él mismo, en el conocimiento de sus propias infinitas
perfecciones, el cual obtiene por medio de su palabra interior, de su Verbo, y
constituye, sin menoscabo de la unidad de sustancia, una persona distinta
engendrada por él. Se llama su Hijo, su otro yo, a quien ama infinitamente como
es amado por él, resultando de este amor mutuo del Padre y del Hijo, otro poder
viviente y personal, el Espíritu Santo.
La Trinidad no es, pues, como observa un sabio expositor, la división ni la
sucesión, sino el desarrollo y la armonía de la unidad. Y así como cada uno de
nosotros estamos en una persona, así Dios está en tres personas. Por
incomprensible que esto sea, la razón nos dice que si así no fuese, esto es, si
en Dios no hubiese más que una sola persona, ésta, antes de la creación de los
demás seres, habría estado desde ab æterno relegada a una completa soledad y a
una inercia absoluta, de las que no hubiera salido sino mediante las relaciones
ad extra que se procuró, creando el universo. Son relaciones que, en semejante
hipótesis, habrían sido fatalmente necesarias y constituido una dependencia
cortadora y servil que pugna abiertamente con las ideas de aseidad e infinidad y
libertad, inseparables de la noción de Dios, del Ser absoluto, independiente,
libérrimo y feliz en sí mismo y por sí mismo.
He aquí como la razón logra, si no comprender cómo Dios es Único y Trino,
convencerse al menos de que así debe ser. ¿Qué hace Dios? ¿En qué se ocupa desde
su eternidad? Tal es la cuestión que se propone toda inteligencia cándida o
reflexiva, desde el niño al filósofo. ¿Cómo, en efecto, formarse una digna
concepción de Dios, si no se le concibe con suma independencia de cuanto no es
él mismo? Pero si es así, independiente, está solitario, sin relación; por
consiguiente, sin actividad, sin vida. Es menos que la más miserable criatura. Y
a decir verdad, aquél por quien todo vive no disfruta de vida, pues si para
satisfacer su actividad, que sólo puede ser infinita, tiene relaciones con quien
quiera que sea, fuera de sí, es decir, con algo finito, depende de estas
relaciones y de un objeto distinto de él; por lo tanto, no es independiente, no
se basta a Sí propio.
Así, pues, si es independiente, es solitario, se halla destituido de relaciones
y sin objeto de actividad, no es el Dios viviente. Y si es el Dios viviente,
pues sólo por relaciones de actividad, cuyos términos son distintos de él mismo,
deja de ser independiente. En una y otra concepción, no es Dios, por inactividad
o por dependencia.
Tal es el círculo en que giraría eternamente la razón, a no sacarla de él, el
misterio de la Trinidad que es el único que explica Al que todo lo explica, y Al
que se halla prendido el mundo como su raíz. Sólo la revelación cristiana ha
venido a dar solución al gran enigma. Sienta tanto más altamente la suma unidad
de Dios, cuánto que, en esta remota elevación, no nos lo presenta ni solitario
ni destituido de relaciones, ni sintiendo la necesidad de relaciones exteriores,
sino en sociedad, en la actividad infinita e incesante de inteligencia y de
amor, cuyos objetos y términos están en Sí mismo y son él mismo, produciendo
eternamente toda su perfección en un Verbo que lo personifica y acabando por
medio de su amor común de enlazar esta triple relación de vida que va
eternamente y en plenitud: del Padre al Hijo, y del uno y del otro al Espíritu
Santo, sin agotarse jamás. ¡Qué sociedad la que tiene por foco el Ser, por
radiación la belleza, y por reverberación el amor, y de la que todo lo que hay
en el mundo, de ser, de belleza y de amor, no es más que un reflejo! ¿Puede
concebir la razón, para Dios, otra sociedad esencial?
Fijaos además, queridos hijos, que la unidad en la variedad, y viceversa, es lo
que una atenta observación nos descubre en la naturaleza toda. Efectivamente, no
existe cuerpo alguno en el universo que no nos ofrezca como constitutivos
fundamentales estas tres cosas: la sustancia en sí misma; la forma que
especifica y determina esa sustancia; y, últimamente, las relaciones de afinidad
y de atracción que la vinculan con todos los demás seres.
Y si miramos, sobre todo, nuestra propia naturaleza, advertiremos que, no
obstante la unidad indivisible del yo, se muestran en él tres facultades muy
distintas: el entendimiento; el pensamiento; y la voluntad. La primera es el
núcleo de donde se desprende la segunda; la tercera procede necesariamente de
ambas.
Un ejemplo nos lo hará percibir con más claridad: Imaginaos el grande y poderoso
entendimiento de un santo Tomás de Aquino, que idea y concibe la más admirable
de sus producciones, la Suma Teológica, su palabra interior, su verbo, el hijo
que nace de su mente y se encarna, por decirlo así, en el papel, la tinta y los
signos alfabéticos de los voluminosos folios que escribió su inspirada pluma.
Considerad, después, el amor y la complacencia que en su voluntad se ha
despertado al contemplar su obra, su pensamiento que, radiante de luz, disparará
las tinieblas de otras inteligencias menos rigurosas que la suya y
lastimosamente extraviadas por el error.
Comprenderéis ahora conmigo, sin dificultad, en que aquella nota bellísima,
producción del genio, es cosa muy distinta de la capacidad o potencia que la ha
engendrado, siendo —con todo— inseparable de ella. Comprenderéis, también, en
que la complacencia que ha gozado su autor es una entidad muy distinta de las
dos anteriores, a las que está, no obstante, ligada igualmente con un vínculo
indisoluble.
Sin duda, la impotencia proveniente de la limitación propia de la criatura
impide el que estos tres poderes lleguen a formar una individualidad aparte, una
persona, como sucede en la naturaleza infinita y perfecta del Omnipotente; pero,
con todo y guardada la debida proporción, este misterio de la trinidad humana,
que tampoco alcanzamos a comprender, nos suministra una idea aproximada del
misterio de la Trinidad divina, a quien plugo estampar así en el hombre su
imagen adorable, imagen que, en cierto modo, la vemos también esculpida en la
creación corpórea del hombre.
Ahora bien, amados hijos, si a estas admirables armonías que la razón alcanza
descubrir en la reverente contemplación del sublime misterio que celebramos, se
añaden los torrentes de luz que sobre él derrama la revelación positiva,
mostrándonoslo en sus relaciones con los otros misterios y con toda la divina
economía de nuestra religión santa, es imposible que ningún espíritu recto que
busque sinceramente la verdad no se sienta irresistiblemente atraído y subyugado
por ella. Es imposible que ningún corazón bien dispuesto y libre de la tiranía
de aviesas pasiones no experimente la explosión de los más vivos y profundos
sentimientos de adoración, de amor y gratitud hacia ese Dios que, ansioso de
hacernos partícipes de su felicidad, nos creó con su poder, nos redimió con su
misericordia y nos santificó con su gracia. Es imposible, sí, que nuestra lengua
agradecida no exclamé a una con los moradores de la Jerusalén celestial: Creemos
en vos, verdad infalible, que no podéis engañaros ni engañarnos; esperamos en
vos, centro de toda esperanza; os amamos con todo el corazón, caridad
sustancial; os veneramos y adoramos rendidos, Ser de los seres, Dios Único y
Trino. ¡Honor, virtud, bendición, alabanza y gloria se os tributen, por los
siglos de los siglos!
Con cuánta propiedad, amados hijos, el Santo Concilio de Trento llama a este
dogma la raíz de toda nuestra justificación, «radix omnis iustificationis».
Ciertamente, sin él, no se explicaría la encarnación del Verbo ni la
consiguiente redención del linaje humano, a que se enlazan los dogmas del pecado
original, de los premios y castigos eternos y de la gracia anexa a los
sacramentos. Con él se liga íntimamente la acción vivificadora del Espíritu
Santo, cuyos dones maravillosos transformaron a los rudos pescadores del mar de
Galilea, en conquistadores del mundo, y la fuerza inmortal de la verdadera
Iglesia militante, guiada y asistida a través de los siglos por ese Espíritu que
la anima, la fortalece y hace de ella una inmensa red destinada a pescar las
almas para conducirlas, al cielo a donde vivirá triunfante, una vida gloriosa y
perdurable.
Pero, cuando vemos brillar con más viveza el augusto misterio de la Santísima
Trinidad, es al considerar al hombre separado de Dios, por la culpa que rompió
las fuertes ligaduras que le unían con él, en el feliz estado de inocencia
original. Y agobiado bajo el peso de su enorme desventura, que había gravitado
perpetuamente sobre su cerviz, hubiese quedado el hombre desventurado, si el
señor no hubiese reanudado ese vínculo (acto que quiere expresar la palabra
«religión», cuya etimología es re ligo, o volver a ligar lo que estuvo
desligado).
¡Oh, bendita mil veces la hora en que el hombre volvió a unirse con su Dios! Y
en que habiendo sido bautizado en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, el Padre le comunicó nuevamente la fe, el Hijo le restituyo la esperanza
y el Espíritu Santo volvió a infundirle la caridad. Lo primero nos lo patentiza
el evangelista al decirnos que es Dios el que nos hace creer en aquél quien
envió: «Hoc est opus Dei ut credatis in eum quem misit ille», Jn 6 29. Y si el
que ha enviado a Jesús se llama Padre, claro es que a esta primera persona
debemos el don inestimable de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios,
«sine fide imposibile est placere Deo» Heb 11 6. La esperanza es el áncora
segura del alma, a quien introduce en el santuario del cielo, descorriendo a sus
ojos, la espesa cortina que oculta la divinidad. Y añade el príncipe de los
apóstoles que bendigamos al Padre que nos envió a su Hijo para que nos
regenerase y al que nos rengendró, porque él nos ha dado la vida de la esperanza
que perdimos, «regeneravit nos in spem uiuam» 1 Pe 1 3. Por consiguiente, la
esperanza es la dádiva especial de Dios Hijo, como la caridad lo es de Dios
Espíritu Santo, según esta sentencia del Apóstol: «Caritas Dei diffusa est in
cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis» Rom 5 5.
De esta manera y al influjo vivífico de esas tres virtudes tan propiamente
llamadas teologales, el hombre bautizado adquiere una nueva vida sobrenatural,
que le hace hijo de Dios, heredero de su gloria y participante de la misma
naturaleza divina, en Jesucristo y por Jesucristo, «Diuinæ consortes naturæ» 2
Pe 1 4. Lo cual nos explica satisfactoriamente porque el primer encargo del
Salvador a sus apóstoles, al constituir los heraldos de la buena nueva,
regeneradores de la humanidad caída, fue mandarlos a bautizar en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, «docete omnes gentes baptisantes eos in
nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti» Mt 28 19.
¡Oh!, conservad, carísimos diocesanos, siempre pura, integra, incólume, la fe en
ese misterio inefable por el que fuisteis regenerados al borde de la sagrada
pila bautismal, en cuyo nombre fue ungida vuestra frente en el crisma salutífero
de la confirmación, lavadas vuestras manchas en la piscina de la penitencia, en
cuyo nombre se otorgó al sacerdote la potestad de dispensaros los divinos dones
y se santificó la familia cristiana con la gracia sacramental del matrimonio.
Esa fe es el sostén del débil, el consuelo del afligido, la corona del justo y
la recompensa del bienaventurado. No olvidéis, como en otra ocasión os lo
encarecía, cuán consolador será para vosotros, si permanecéis y perseverareis en
esta creencia, oír en vuestra agonía la dulce voz del Iglesia, vuestra tierna
madre, que os crió, del Hijo que os redimió y del Espíritu Santo que os
santificó. Y que dirá al Eterno: «Licet enim peccauerit, tamen Patrem, et Filium,
et Spiritum Sanctum non negauit, sed credidit» (oficio de los agonizantes).
Procuremos, pues, hacernos merecedores de este consuelo y del indecible dicha de
contemplar, sin nubes y cara a cara, al Dios a quien adoramos, tributándole
mientras peregrinamos en este mundo el homenaje de nuestra inteligencia sometida
a su infalible palabra, y de nuestro corazón victorioso del pecado y rico de
virtudes y buenas obras.
Y vos, ¡Dios Único y Trino!, misericordia infinita, bondad inmensa, ilustradnos,
fortalecednos, amparadnos y derramad sobre nosotros en copioso raudal vuestras
bendiciones, auxilios y gracias y haced que, invocándoos, honrándoos y
sirviéndoos en el tiempo, podamos un día unir nuestra voz al himno inmortal de
los querubines y serafines que, plegadas las alas, rodean vuestro excelso solio
para repetir eternamente con ellos: «Sanctus sanctus sanctus Dominus exercituum
plena est omnis terra gloria eius» Is 6 3. De esa gloria, cuya participación os
deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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Carísimos hijos, salud y paz en el señor:
Encargado, a pesar de nuestra indignidad e insuficiencia, por el Eterno Príncipe
de los pastores de suministrar a la grey, que nos ha confiado, el pasto
saludable de la doctrina evangélica, y sin otro móvil que el vehemente anhelo de
contribuir, en cuanto esté a nuestros débiles alcances, a vuestro bien pastoral
y temporal, os dirigimos, amados hijos, nuestra palabra espiritual en la
presente ocasión, a fin de recordaros, siquiera sea ligeramente, dos de los más
sagrados deberes anexos a vuestro glorioso carácter de cristianos, cuales son:
la respetuosa obediencia a las autoridades legítimamente constituidas, y el
espíritu de unión y fraternidad que, siempre y en todo tiempo, debe reinar entre
vosotros, para que en vuestra calidad de ciudadanos de una nación católica,
podáis conservar y sostener incólume el don divino de la libertad, hija de la
verdad y de la adhesión sincera y perseverante a la infalible palabra del Hijo
de Dios que nos dice: «Si uos manseritis in sermone meo, uere discipuli mei
eritis: et cognocetis ueritatem, et ueritas liberabit uos». Jn 8 31.
Clara es, desde luego, para vosotros la obligación que el cuarto mandamiento del
Decálogo os impone, de honrar, lo mismo que a los padres, a los superiores
legítimos, y tampoco ignoráis que los efectos de la fuerza son absolutamente
contrarios al derecho de mandar, que primitiva y originariamente viene de Dios:
Non est potestas nisi a Deo. Rm 13 4; no es posible una autoridad civil legítima
distinta de aquélla a que el pueblo se hubiese libremente sometido en
observancia de la divina ley que así lo prescribe; en cuyo sentido, la nación es
y se llama soberana, según la doctrina del Divino salvador difundida por sus
apóstoles y luminosamente expuesta por el admirable genio de Aquino, el angélico
doctor santo Tomás.
Si al romper el yugo de la dominación de la Corona castellana, para constituirse
en Estado independiente, hubiese Bolivia adaptado su conducta a estas frases del
gran Apóstol de las naciones: «Liberati autem a peccato, serui facti estis
iustitiæ» Rm 6 18; nos habríamos ahorrado el espectáculo desgarrador de tanta
sangre y de tantas lágrimas que han inundado a torrentes el suelo de la patria
¡no habríamos tenido que sufrir ese cúmulo de males que la guerra fratricida ha
hecho pesar sobre nosotros durante medio siglo! Todo lo cual provino
principalmente, no lo dudéis, de una falsa filosofía, que llegó a generalizar la
persuasión de que siendo esencialmente la autoridad una creación de la fuerza,
era la misma fuerza dueña de desobedecerla o destruirla, a su antojo, y sin más
ley que su voluntad. De tan absurdo y monstruoso principio fluyó, naturalmente,
la tiranía en las leyes, el espíritu de rebelión en los gobernados, la violencia
y la arbitrariedad en los gobernantes, y el inevitable naufragio de la libertad,
combatida incesantemente por las olas del despotismo y la anarquía.
Ahora bien, si es una verdad eterna, una ley de Dios, la existencia de una
autoridad suprema en el Estado legítimo, claro es que obedeciéndola dentro de
los límites de lo justo, obedecemos a Dios mismo, y somos verdaderamente libres;
siguiéndose de aquí, que buscar la libertad en el caos y el desorden de una
revolución, habiendo ella sido establecida por Dios en la armonía y el orden de
la obediencia, es caer fatalmente en los brazos de la más ominosa esclavitud.
Al recordar, amados hijos, estas sabias y salutíferas enseñanzas de nuestra
Religión adorable, no perdáis de vista que la base fundamental sobre que ella
descansa es la caridad, o sea el amor a Dios y al prójimo como a nosotros
mismos, y que este último amor, sin el cual es imposible el primero, adquiere
una carácter más obligatorio; por decirlo así, si a la simple calidad de hombre
y de cristiano se añade la de ciudadano que constituye un nuevo y fuerte vínculo
de fraternidad; vínculo santo que relajan y destrozan esas animosidades
sangrientas, engendradas por el espíritu de partido y la ciega intolerancia en
asuntos políticos que, contraído el corazón de angustia, vemos manifestarse con
motivo de la lucha electoral que hoy preocupa al país, y en la que os conjuro y
exhorto, a ejercer el derecho que la ley os acuerda, sin odio ni animadversión
hacia aquellos conciudadanos vuestros que difieran de vosotros, en la elección
de la persona que deba encargarse del supremo gobierno de la república, en el
próximo periodo constitucional.
Os recomiendo por último, con el más vivo encarecimiento, la sumisión más
completa a la ley, el más profundo respeto a nuestras instituciones patrias, el
amor más sincero, práctico y constante al orden público, sin el cual, no es
posible avanzar un solo paso en el camino de la común prosperidad y, el horror
consiguiente a la anarquía y a las revueltas, causa siniestramente fecunda de
nuestro malestar, abre un hondo abismo en que quedan sepultadas nuestras más
risueñas y halagadoras esperanzas.
Seguros de que ahora, como siempre, acogeréis con la cristiana docilidad que os
caracteriza nuestra voz paternal y sincera, os enviamos cordialmente nuestra
bendición pastoral.
----------
1) «El jóven sacerdote, D. Francisco Granados... en vez
de tratar temas harto manoseados, hermana... la enseñanza cristiana con la
reforma de las costumbres; su palabra sencilla, pero llena de unción, ha
logrado no pocas veces contener el desborde del crímen en una población en que
se han relajado los principios de la moral», Manuel José Cortés, ENSAYO SOBRE
LA HISTORIA DE BOLIVIA Capítulo 7 (1861).
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Inauguración del concilio provincial platense
Grande es mi confusión, ilustrísimos señores y venerables hermanos míos, al
verme honrado tan inmerecidamente, con el encargo de dirigir mi pobre y
desaliñada palabra al pueblo fiel, en este día solemne, y con un motivo tan
excepcionalmente importante, cual es la inauguración del primer concilio
provincial, que va a celebrarse después de la fundación de la república
boliviana, cuyos intereses espirituales nos ha confiado el Eterno Príncipe de
los Pastores, Cristo Jesús, quien ha prometido estar en medio de nosotros
reunidos en su Nombre, para cuidar de su amada grey y conducirla, al través del
árido desierto de este mundo, a las fértiles e inmarcesibles praderas del
celestial paraíso.
Confuso y anonadado a vista de mi pequeñez e insuficiencia para llenar
debidamente tan difícil cometido, me alienta sólo la esperanza de que ese
Espíritu de vida que descendiendo, en un día como éste, sobre el cenáculo de
Jerusalén, transformó a los rudos pescadores del mar de Galilea en sapientísimos
pregoneros de Nueva Ley, vendrá en auxilio de mi debilidad y dará a mis
balbucientes labios la unción que han menester para producir el fruto apetecible
en mi creyente, ilustrado y respetable auditorio.
Bien comprendéis, desde luego, señores, que las condiciones generales de la
sociedad cristiana del siglo decimonono, y las peculiares de la nuestra, son de
naturaleza tal que, por sí solas, bastan para persuadirnos de la utilidad y
conveniencia, y quizá no me equivocaría al decir, la necesidad imperiosa de
estas santas asambleas nacidas con la Iglesia y destinadas a conservar y
robustecer la fe, raíz de toda justificación, a reanimar la esperanza, prenda
segura de misericordia, y a inflamar la caridad que es el vínculo de la
perfección.
He ahí por qué me propongo llamar hoy vuestra benévola atención sobre el
deplorable estado intelectual y moral de una gran parte del mundo contemporáneo
que, por las tortuosas sendas de un progreso mal entendido corre
precipitadamente hacia el abismo de una barbarie de peor condición de aquella
que vino a destruir la cruz del Gólgota, sin que pueda ser detenido en su
insensata carrera, sino por la mano potente y bienhechora de esas tres sublimes
virtudes, brote exclusivo de la verdadera religión, de que es depositaria y
guardiana fidelísima la Iglesia católica, apostólica y romana.
¡Oh Espíritu Consolador! Enviadme un destello de vuestra luz vivificante, para
poder despertar en mis oyentes una fe viva, una firme esperanza, y una caridad
ardiente y generosa, que los disponga a recibir la abundancia de vuestros
preciosos dones, que humildemente imploro por la eficaz mediación de vuestra
Inmaculada Esposa, la Virgen llena de gracia.
Después de la lenta incubación de los elementos subversivos de la fe y de la
moral evangélica que, al calor de la soberbia, la incontinencia y la ira,
encarnadas en el fraile apóstata de Wittenberg, padre de la pretendida Reforma,
se verificó en el siglo decimosexto, está fuera de duda que, a contar de la
Revolución Francesa, el cuadro más horroroso y sangriento que ofrece la historia
de la humanidad, y cuyo primer centenario se cumple en el año presente, desde el
día nefasto en que, solemne y cínicamente desconocidos los derechos de Dios, se
proclamaron los derechos absolutos del hombre. «Against these there can be no
prescription… these admit no temperament, and no compromise: Anything withhheld
from their full demand is so much fraud and injustice.» Está fuera de duda,
repito, que una porción considerable de la sociedad actual, se halla separada
del camino que debe conducirla, al fin temporal y eterno de su creación.
Para convencerse de tan triste realidad basta fijar un poco la atención en que,
desde aquella fecha malhadada, el racionalismo ateo, en sus múltiples formas y
denominaciones de naturalismo, positivismo, liberalismo, surgiendo de los antros
tenebrosos de la masonería, que lo alienta y difunde con tenaz persistencia, ha
hecho y hace inauditos esfuerzos por debilitar y romper los estrechos vínculos
que ligan a la criatura racional, aislada y colectivamente, con su Criador,
Conservador y Redentor Supremo, y por extinguir en la tierra la idea misma de la
Divinidad, obstáculo el más poderoso para la apoteosis o deificación de la razón
humana, que constituye su bello ideal, su codiciado objetivo a cuyo logro se
encamina principalmente por la proclamación del falso principio llamado libertad
de cultos o indiferentismo religioso, presentado como una de las más valiosas
conquistas de la moderna civilización, y que distando inmensamente de la
tolerancia civil —prudente, razonable y aún necesaria, en ocasiones dadas—
conduce lógicamente al ateísmo y, abriendo ancha puerta a todas las aberraciones
del entendimiento de que son inseparables los extravíos del corazón, aniquila la
fe y zapa los cimientos de la moral civil.
Poca penetración se necesita ciertamente, señores, para persuadirse de que tal
es el término inevitable de esa decantada libertad que violenta y contraría en
el fondo a la naturaleza del hombre, instintivamente religioso, aun en el estado
salvaje, y porfía por separar, lo que es —de suyo— inseparable, a saber, el
orden natural del sobrenatural de donde emana, y sin el cual no se concibe ni
explica; esforzándose por reducir la felicidad del ser humano a la fugaz
posesión y goce de los bienes y placeres puramente terrenos y carnales que no
podrán ¡ay! nunca colmar el vacío que el alma siente y la impulsa a buscar una
dicha que no reside aquí abajo donde padece sin cesar, la nostalgia de su
destino, situado más allá de la tumba y que no es ni puede ser otro que volver a
Dios, bien absoluto y poseerle eternamente; «Cum inhæsero tibi ex omni me,
nusquam erit mihi dolor et labor», como dice el obispo de Hipona.
Es pues indudable, señores, que ese empeño sistemático en impedir al hombre
escuchar la voz de Dios que resuena continuamente, así en rededor suyo, como
dentro de sí mismo, se propone desviarlo de su fin, contrariando las más
espontáneas y nobles aspiraciones de su naturaleza, lo que no puede menos que
ocasionar una lucha terrible cuyo término en el individuo es la muerte; pero que
en la sociedad incapaz de morir hasta la consumación de los siglos acaba por
determinar un esfuerzo extraordinario de reacción, tendiente a destruir
semejante estado anormal y violento y hacer jirones los vistosos vendajes con
que se procura cubrir sus mortales heridas, causadas por el dorado puñal del
derecho nuevo, que al entregarla en brazos de la indiferencia religiosa, la
induce a prescindir completamente del Supremo Juez de las conciencias, y a
encerrar su moral toda en los artículos de un Código forjado según las
inspiraciones de su veleidosa voluntad; siguiéndose de aquí, necesariamente, que
las malas pasiones no se detengan ante ningún crimen, que el egoísmo más
refinado, la explotación del hombre por el hombre, la crueldad y la fuerza
bruta, la sensualidad y la codicia, presidan y regulen las relaciones sociales…
¿Y quién no ve, que todo esto tiende a deprimir el mundo actual y a colocarlo en
un nivel inferior al que el antiguo mundo ocupaba, bajo el dominio a veces
secular del paganismo? Efectivamente, los filósofos gentiles se hallaban tan
persuadidos de la imposibilidad de que un pueblo subsista sin religión, que
procuraban sostener a todo trance, la veneración y el temor respetuoso a las
falsas divinidades, en que ellos no creían, como una grande y verdadera
necesidad social. Tan clara y evidente era a los ojos de la sabiduría pagana, la
relación que existe entre lo natural y lo sobrenatural, la misma que niega y
desconoce la impiedad moderna, haciendo caso omiso de la verdad religiosa,
después de diecinueve siglos de Evangelio, al que debe el género humano toda su
dignidad, su elevación y su grandeza, por el conocimiento de su origen y del
glorioso destino que le tiene reservado ese Dios de misericordia y de justicia
que reside perpetuamente en su seno, por medio de su legítima representante, la
Iglesia católica, a cuyas sabias y saludables enseñanzas e instituciones,
calificadas de rancias y retrógradas, se quiere contraponer los famosos
principios de 1789, atribuyéndoseles el triunfo de la igualdad, fraternidad y
libertad humanas, triunfo que festeja actualmente, un grupo de franceses
extraviados, contra el sano criterio y la formal protesta de treinta millones de
compatriotas suyos, que forman la inmensa mayoría de aquella noble, ilustre y
simpática nación.
Permitidme, señores, repetiros lo que a este propósito decía en la Asamblea
Nacional de Chile otro distinguido orador parlamentario: «No, ni Francia, ni
Chile, ni la humanidad deben nada a la revolución de 1789, y sólo por escarnio,
ha podido decirse en esta cámara que la libertad, la igualdad y la fraternidad
no habían nacido hasta el 14 de Julio de aquel año… ¿Cómo profanar así el santo
nombre de libertad confundiéndola con los sacrílegos excesos de la orgía
revolucionaria? ¿Cómo llamar igualdad a la nivelación impuesta por la
guillotina, al despojo de todos en favor de uno solo, del único poder estable y
permanente entonces, el verdugo? ¡Oh!, ¡y qué fraternidad tan dulce aquella que
se anunciaba con las terribles abrazos de Marat! No blasfememos inútilmente: la
libertad, igualdad y fraternidad nada tienen que ver con la Revolución. Mucho
antes que ella, dieciocho siglos antes, el cristianismo, las había grabado
profundamente, no sobre el papel ni en las proclamas de un tirano ambicioso,
sino en el corazón mismo del hombre regenerado. Nada le deba tampoco la razón, a
no ser la eterna vergüenza que pesara sobre ella. Nada las ciencias ni las
letras, sino la muerte de messieurs Lavoisier et Chénier. Débele sí la sociedad
contemporánea esa terrible incertidumbre en que se agitan las grandes
nacionalidades del globo, esa inestabilidad de todas las instituciones, esa
inquietud, ese vértigo, que arrastra a la humanidad a un abismo de tinieblas,
cuyo fondo no se divisa aún».
Confieso, carísimos hermanos, que la libertad se conquista con la inmolación y
el sacrificio; pero cuando se trata de defender la libertad y se aspira al
triunfo de la conciencia sobre el poder material de la fuerza, del derecho
contra la tiranía ¡ah! esto no se hace derramando sangre ajena, sino la suya
propia, como los mártires del cristianismo.
Sólo también por un extravío de la pasión ha podido compararse la Revolución
Francesa con la gloriosa epopeya de la Independencia Americana, entre las que,
en vez de analogía, hay discordancia y contraste. Aquélla fue una destrucción
general de todas las instituciones divinas y humanas; ésta, obra de edificación
grandiosa y fecunda en resultados, fue el nacimiento de un pueblo a la vida de
la libertad. ¡Ah, no comparemos el mayor de los crímenes con la virtud sublime
de esos hombres heroicos que dieron su vida, por legar a sus hijos patria y
hogar!
En homenaje a la verdad, debo reconocer que en Bolivia muchos de mis colegas son
perfectamente sinceros en su entusiasmo por la Revolución; yo me lo explico,
porque han bebido en las fuentes históricas menos autorizadas: en los libros de
Blanc, de Michelet, de Quinet y otros furibundos apologistas de aquélla. Tiempo
es ya de que llegue a su conocimiento la reacción profunda que se ha obrado en
el modo de apreciar el carácter y las consecuencias de aquella gran catástrofe;
desde Tocqueville, el criterio histórico de Francia se ha modificado
radicalmente. No acojamos pues esas odiosas declamaciones que ya no encuentran
eco ni en su propio país, y sobre todo, no hagamos causa común con la más
inicua, la más injusta y la más espantosa de las revoluciones que ha presenciado
la humanidad.
Toda inteligencia, desnuda de ideas preconcebidas y observadora imparcial del
presente estado intelectual y moral de las sociedades, desengañada por una
dolorosa experiencia, vuelve sus ojos hacia la única tabla de salvamento que les
queda en el proceloso océano a que fueron arrojadas: el retorno a la antigua fe
abandonada y fuente inagotable de esperanza y amor, de paz y de consuelo. No
significa otra cosa ese singular, inesperado y maravilloso espectáculo ofrecido
al mundo en el año anterior por las fiestas jubilares de León XIII, colmado de
cuantiosas ofrendas, de tiernos y fervientes homenajes, no ya sólo por sus
fieles súbditos espirituales, sino también por las sectas disidentes del
catolicismo y hasta por los pueblos infieles.
Ese consolante movimiento de reacción religiosa se acentúa, en proporción a los
conatos descristianizadores de las huestes enemigas de la cruz; dando de ello
espléndido testimonio en América del Sur, la república de Colombia, al sacudir
el ominoso yugo del liberalismo autoritario, que durante 16 años pesara sobre
ella. Y por lo que hace a la Europa corroída por el cáncer mortífero de la
corrupción en sus formas más terríficas, a consecuencia de la popularización de
las malas doctrinas, la vemos inquieta y zozobrante por volver a Dios, rompiendo
las cadenas que le impiden la comunicación con el orden sobrenatural, y sofocan
la voz del corazón que anhela lo infinito, lo espiritual, lo eterno, lo que
constituye la base primordial del orden, la armonía, la tranquilidad y beneficio
de los individuos, de las familias y de los pueblos, dulcísimos frutos que sólo
produce, sazonados y abundantes, el árbol del catolicismo, nutrido con la
vivificadora savia de la fe, la esperanza y la caridad…
De la fe, sí, que conteniendo los extravíos de la razón, le traza sus naturales
límites y los ensancha maravillosamente, para hacerla penetrar, segura, en el
campo del infinito, guiada por la luminosa antorcha de la revelación. De la
esperanza que anima, alienta y alegra el corazón humano con la infalible
garantía de una dicha completa e interminable, en cambio de la cual, son más que
llevaderos, gratos y deliciosos los transitorios sufrimientos de la vida
terrestre. De la caridad, en fin, que estrecha y dulcifica las relaciones mutuas
del hombre con su Divino Hacedor y con sus semejantes mediante el amor más puro,
la concordia y fraternidad más perfectas. ¡Oh!, y con qué exactitud pueden
aplicarse a la religión verdadera, estas palabras dictadas del Espíritu Santo: «Quærite…
primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia adiicientur uobis». Mt 6 33.
Así como a sus impugnadoras, estas otras proféticas frases del grande Apóstol
dirigidas a su discípulo Timoteo: «Hoc autem scito, quod in nouissimis diebus
instabunt tempora periculosa: erunt homines seipsos amantes, cupidi, elati,
superbi, blasphemi… semper discentes, et nunquam ad scientiam ueritatis
peruenientes». 2 Tm 3 1-2, 7.
Y si Dios, en sus inescrutables designios y para mayor gloria suya, permite al
espíritu de las tinieblas transformarse en ángel de luz, para negar la autoridad
de Cristo, heredero de las naciones, sobre los Estados y los gobiernos, para
vilipendiar y oprimir al pontificado y al sacerdocio y proscribir a Jesús de las
leyes, de las costumbres y del hogar doméstico… si Dios, digo, ha concedido un
poder tan amplio a sus enemigos, ¿qué es lo que exigirá de sus amigos y
servidores? Agruparse, sin duda, en torno de su estandarte, cuyo lema es fe,
esperanza y caridad, para sostenerlo y defenderlo, sin omitir ningún género de
sacrificio, proclamando al Dios hombre, Rey, Señor y Soberano, de los
individuos, de las familias y de las naciones; procurando, por todos los medios
legítimos que las leyes y las instituciones sean informadas por el espíritu del
Evangelio; que la instrucción pública, en todos sus grados, se adapte a las
enseñanzas del catolicismo; que el matrimonio sea reconocido como verdadero y
divino sacramento; que la sepultación de los restos inanimados del fiel creyente
sea sagrada; que se implanten institutos de beneficencia cristiana para el
pueblo; que se fomenten las publicaciones religiosas y se repriman los desbordes
de la prensa licenciosa e impía; en una palabra, que la fe, la esperanza y la
caridad, partiendo de los labios y del ejemplo de los ministros del santuario,
se difundan y arraiguen en la mente y en el corazón de los fieles hijos de la
Iglesia, la cual, en expresión de un docto publicista, busca sin cesar el
progreso, no en las vaporosas teorías, ni en los cálculos materiales de
filósofos soñadores y utilitarios, sino en la ejecución y cumplimiento de un
gran mandato: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester cælestis perfectus
est». Mt 5 48. Progreso que, armonizando todos los intereses legítimos, es el
único que puede conducir a la humanidad al término venturoso de su viaje, pues
la Iglesia, lejos de ser —como se la calumnia— enemiga de los adelantos
modernos, los aplaude y bendice, y sólo quiere que no sofoquen la fe antigua,
que no se conviertan en idolatría de la materia, quiere que haya, en fin, la
justa continencia, el modus in rebus, que equidista igualmente de todas las
exageraciones y de todos los peligros.
He ahí, como bien lo comprendéis, señores, el objeto de esas respetables
asambleas llamadas concilios generales o particulares, en los que reunidos en
nombre de su Eterno Príncipe, que les prometió estar en medio de ellos, los
pastores de la grey cristiana se ocupan de proveer al remedio de los males que
la afligen o amenazan; trabajando por conservar en toda su integridad y pureza
las verdades divinamente reveladas, por afianzar el imperio de la moral
evangélica, por promover el decoro y esplendor del culto divino, por vigorizar
la disciplina eclesiástica y levantar al clero a la altura de su augusta misión,
por corregir y extirpar los abusos e imperfecciones inherentes a la flaqueza
humana.
Y aunque, por la misericordia de Dios y dicha nuestra, la fe católica tiene aún
profundas raíces en nuestra querida patria, donde el Estado, en cumplimiento de
su misión protectora de todos los derechos de los ciudadanos, la reconoce y
ampara; no por eso deja de sufrir el embate del impetuoso y desecante viento de
las malas doctrinas que, soplando de afuera, ha logrado debilitarla y tal vez
extinguirla en muchas almas, especialmente en la juventud, de suyo fácil a ser
alucinada y seducida por los sofismas del racionalismo ateo, tan halagador de
las fogosas pasiones, propias de esa edad crítica de la vida.
¡Mas, como todo don perfecto y toda dádiva óptima baja de arriba y desciende del
Padre de las luces, elevemos, ilustrísimos señores y venerables hermanos,
respetables sacerdotes, y carísimos fieles oyentes míos, nuestras humildes y
fervorosas plegarias al cielo implorando por la intercesión de la Inmaculada
Virgen, asiento de la increada sabiduría, los auxilios y dones del Espíritu
Santo, sobre los padres del concilio, el clero y los fieles todos de la católica
Bolivia, y a fin de que nuestros clamores tengan la eficacia apetecible, hagamos
que ellos partan de un corazón humillado y contrito, y vayan unidos a la
práctica perseverante de todas las virtudes propias del verdadero cristiano que
vive de la fe la esperanza y la caridad!
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Declaraciones íntimas
—Díganos ¿cual es la cualidad que prefiere en el hombre?
—Es la religiosidad sincera y valerosa.
—¿Cual es la cualidad que prefiere en la mujer?
—Es la piedad sólida y práctica.
—¿Cuál es la ocupación que prefiere?
—Es la lectura.
—¿Cuál es el color que prefiere?
—Es el celeste.
—¿Y la flor que prefiere?
—Es el nardo.
—¿Cuáles son sus prosistas favoritos?
—Son fray Luis de Granada; Donoso Cortés; Gay.
—¿Y sus poetas favoritos?
—Son fray Luis de León; Núñez de Arce; Peza.
—¿Cuales son los héroes que más admira en la vida real?
—Son los mártires cristianos y los misioneros evangélicos.
—Por último, ¿cuál es el hecho histórico que más admira?
—Es la permanente vitalidad de la fe… —con voz reflexiva, añade— la subsistencia
de la Iglesia católica y del judaísmo después de perdida su nacionalidad.
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COCHABAMBA
La brisa leve de perfume henchida,
cuajada de pintadas mariposas,
adormece las penas de la vida
y evoca la visiones más hermosas.
Surge, en tu seno, la elevada cresta,
que ostenta airosa su nevada frente,
y el Tunari domina la floresta,
a quien saluda el valle reverente.
Doquier brotan mil prados pintorescos,
tapizados de césped y de flores,
con naturales cuadros arabescos
formados por guijarros de colores.
Allá vienen palomas quejumbrosas,
los juguetones pájaros cantores.
Allá cantan endechas amorosas,
en su laúd, errantes trovadores.
Allá contempla el colosal océano,
inmenso mar de perennal verdura;
la selva virgen do el trabajo humano
no ha penetrado en su mansión oscura.
Allá, el cóndor que reta a la tormenta,
gemebunda la tórtola en su nido;
desbordado el torrente que revienta,
el arroyo que exhala su gemido.
NO, NO, MADRE MIA
Es ella, sí, la madre a quien adoro,
la que estampó en mi frente el primer beso,
la que con dulce, férvido embeleso
me llamaba su dicha, su tesoro.
Mas ¡ay! yo observo que tu faz, señora,
lágrimas surcan, gruesas, cristalinas.
¿Por qué lloras mi bien? ¿Es que adivinas
el triste llanto que yo vierto ahora?
Dolorosa es, oh madre, la existencia
para el que ciego por su senda avanza,
mas no para el que abriga una esperanza,
¡sabroso fruto de inmortal creencia!
Y por eso tú al pie de los altares
las horas pasas sin sentir de hinojos,
y alzas al cielo los dolientes ojos,
burlando así tus íntimos pesares.
Por eso si tu labio a Dios envía
fervorosa plegaria que murmura,
rebosa al punto celestial dulzura
la copa del dolor amarga, impía.
¿No recuerdas que, estando pequeñuelo,
enjugabas mi llanto con cariño,
diciéndome: «No llores, pobre niño,
piensa en los goces que te guarda el cielo»?
LA MADRE DE LA ALDEA
La imagen de ese ser que mi alma adora
con un culto de amor vivo y constante,
por quien late mi pecho, cada instante,
la imagen de mi madre, sois, señora.
En vuestro dulce, angélico, semblante
que la virtud con sus fulgores dora,
ver, me imagino, a la que triste llora
por el hijo que de ella está distante.
Por mí, que en larga, matadora ausencia
verla, otra vez, anhelo y desconfío,
pues en vos me da la providencia,
un lenitivo a mi dolor impío.
Bendigaos, del cielo, la clemencia,
como grato os bendice el labio mío.
A MI HERMANA FELICIDAD PERPETUA
No bien pudo escuchar, su tierno oído,
el nombre del Divino Nazareno
que de celeste fuego el pecho lleno
le juró sin reserva eterno amor.
Su ambición toda, su incesante anhelo
fue complacer a su Jesús amado,
ahuyentar a la sombra del pecado
y hacerse fiel esposa del Señor.
Allá en el seno del hogar querido
el ángel de paz y de consuelo
batió sus alas y el pujante vuelo
alzó a la estancia de eternal fruición.
Su esposo la llamó con dulce acento.
Una corona la mostró radiante.
Oyó su voz y le entregó al instante
su ardoroso, virgíneo corazón.
No es la pluma parcial, apasionada,
la que así traza un cuadro lisonjero.
Es la voz de un pueblo todo entero
que de la virgen cerca el ataúd.
Y en su faz cadavérica descubre
una aureola de luz que la ilumina,
una expresión angélica, divina,
¡el claro resplandor de la virtud!
A MI SOBRINO FELIX
¿Viste, Félix, al despuntar la aurora,
sobre el límpido azul del ancho espacio
con variantes de grana y de topacio,
una imagen surgir deslumbradora?
¿Y anheloso al fijar tu vista en ella,
una nube advertiste vaporosa?
¿Y que esa imagen ¡ay! no era otra cosa
que una visión tan flébil como bella?
Esa ilusión ¡ese fantasma vano!
es la felicidad, falaz quimera,
que en su pos arrebata por do quiera,
jadeante de fatiga, al pobre humano,
que después de seguirla candoroso
se detiene confuso, avergonzado,
al ver que ese fantasma lo ha burlado,
haciéndole creer que era dichoso.
La gloria, los placeres, los honores,
ensueños son que duran un momento,
áridas hojas que dispersa el viento,
del vergel de la vida, muchas flores.
Todo acaba, Félix, y desparece
al borde de la huesa funeraria;
y en medio de los escombros, solitaria,
la antorcha de la muerte resplandece.
¿O pensaste, quizá, Félix querido,
en tus horas de cuita y de quebranto,
que hay seres que jamás el triste llanto
del dolor, en el mundo, hayan vertido?
Y te engañaste, sí, porque en la vida
todos lloraron ¡ay desde la cuna!
y a todos, más o menos, la fortuna,
su copa les brindó, de hiel henchida.
Del dolor, el imperio, el orbe abarca,
nadie esquivó jamás su fiera saña:
Llora el labriego pobre en su cabaña,
bajo el regio dosel, llora el monarca;
y si a alguno Feliz llamóle el mundo,
si envidiaron los hombres su ventura,
es porque no les dijo la amargura
que abrigaba del alma, en lo profundo.
En la tierra, Félix, tan sólo hay llanto,
sufrimiento y pesar y amargo duelo;
la ventura reside allá en el cielo,
en el seno del Ser tres veces santo.
El testimonio fiel de una conciencia
que no turbe tenaz remordimiento
es manantial perenne de contento,
¡supremo bien que halaga la existencia!
La dulce idea del deber cumplido,
la grata convicción del bien que has hecho,
harán de gozo rebosar tu pecho
y Félix sólo entonces habrás sido.
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