Francisco María del Granado - Obras Seleccionadas

Poema Dedicatorio

1864 Sermón Patriótico

1866 Oración Fúnebre

1868 Sermón al Templo del Hospicio

1868 Discurso (Monasterio de Capuchín)

1870 Carta Pastoral al Obispado

1871 Discurso (Jubileo Pontificio)

1877 Carta Pastoral (Alocución Pontificia)

1879 Oración Fúnebre (Almirante Grau)

1883 Sermón (Santísima Trinidad)

1884 Carta Pastoral

1889 Discurso (Concilio Platense)

1894 Entrevista

1895 Retratos

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POEMA DEDICATORIO

FRANCISCO MARIA DEL GRANADO
1835-1895

Bajo la cruz que irradia santidades
el ave lira de su pecho canta,
y la ola que hincha su garganta
como el mar estremece las ciudades.

La Doctrina que alumbra las edades
su sapiencia dogmática abrillanta,
y florece de amor la vida santa
en un haz de celestes claridades.

En su pluma de exegeta divino
la Verdad evangélica fulgura
como en la obra del Teólogo de Aquino.

Y en púlpito el ístico Prelado
en paloma de luz se transfigura,
por el verbo de Dios iluminado.

—Javier del Granado

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1864 SERMÓN PATRIÓTICO

Ante la intervención extranjera en México

«Cantemus Domino, gloriose enim magnificatus est, equum et ascensorem eius deiecit in mare.» Ex 15 21. Cuando los hijos de Israel acababan de sacudir el yugo de la servidumbre egipcíaca, cuando, pasaba la tenebrosa noche de la esclavitud, vieron rayar la aurora de la libertad, su primer cuidado fue el de expresar su profundo reconocimiento al Señor a cuyo robusto brazo debían tan inmenso bien, modulando en coro con su ínclito caudillo el sublime cántico, cuya primera estrofa he colocado al frente de mi discurso, con el fin de despertar en vosotros un sentimiento igual, en este día de grandes y gloriosos recuerdos para los hijos de Cochabamba que, animados por el noble instinto de la independencia y cansados ya de sufrir la dominación férrea de sus antiguos amos, dieron el grito de la libertad, cuyo potente eco se transmitió, con rapidez eléctrica, a los demás pueblos del Alto Perú que, después de una lucha prolongada como heroica, vieron al fin prosternándose a sus plantas al horrendo monstruo del despotismo y sepultando en las ondas de su sangre, vertida a torrentes, al Faraón de la tiranía.

Nada más justo que consagrar el recuerdo de este acontecimiento, por tantos títulos memorable, enviando hasta el trono del Dios de los libres alegres himnos de bendición y alabanza, los fervientes votos de nuestra gratitud; nada más justo, sí, que celebrar, con transportes de patriótico y religioso entusiasmo, el solemne aniversario del catorce de septiembre de 1810, en que este leal y valeroso pueblo se alzó denodado y heroico, a la voz de los esclarecidos patriotas Rivero, Arce y Guzmán, para soplar esa chispa sagrada que, desprendiéndose de las riberas del Plata, había de formar más tarde la inapagable hoguera que redujo a pavesas el cetro de los tiranos y, de cuyo inflamado seno, debía de surgir espléndida y triunfante la imagen encantadora y augusta de la libertad. En vano los Goyeneche, los Ramírez, los Nieto y los Sánchez Chávez desplegarán sus gastados recursos, pondrán en acción sus reprobadas arterías, con el inicuo objeto de extinguir sus purísimas y crecientes llamas; en vano, porque, extendiéndose éstas con increíble celeridad al departamento de Oruro y sus vecinas comarcas, consumirá las huestes realistas de Piérola en los inmortales campos de Aroma, donde la gran causa americana cosechó ¡sus primeros laureles! ¡Allí fue donde los inermes hijos del Tunari, a las órdenes del intrépido Arce, tuvieron el indisputable timbre de haber descargado el primer golpe en la orgullosa cerviz del león íbero y entonado el primer himno de triunfo!

Con todo, como el recuerdo de este suceso, si bien grandioso y espléndido, sería por otra parte infructuoso y estéril si no engendrara en nuestro espíritu inspiraciones saludables y fecundadas en la práctica, he creído oportuno aprovechar del plausible motivo que nos congrega en este lugar santo para repetiros una palabra que hoy resuena en todo el ámbito del Nuevo Continente: unión, palabra mágica que, proferida en lo alto del Calvario por el Unigénito de Dios, representa el principio destinado a regenerar el mundo y, al que la humanidad se encamina, como por instinto, porque prevé que en él se encierra el anhelado secreto de sus destinos.

Esta tendencia constante a la unión universal de la especie humana se deja sentir cada día de un modo más pronunciado a medida que el mundo marcha por la senda de la perfectibilidad y del progreso que se ha trazado y por la que lo impele la benéfica mano de la providencia. Mas por una deplorable desgracia, las pasiones, triste patrimonio de los hijos de Adán, son una rémora constantemente opuesta al fácil curso del carro social, un escollo contra el que vienen a estrellarse los nobles esfuerzos de la razón, ilustrada por la religión y por la sana filosofía. El orgullo y la ambición, que despoblaron el cielo de una parte de sus felices moradores, son las dos infernales arpías que han talado, a su vez, la tierra después de anegarla en un diluvio de sangre; el orgullo y la ambición, que armaron al hombre contra el hombre y que hicieron al hombre esclavo de su semejante, son también los que han armado los pueblos contra los pueblos y las naciones entre sí.

De aquí la triste, la nunca bien deplorada necesidad de la guerra cuya infausta historia es la de la humanidad, desde los primeros días de su aparición sobre el globo que ha sido en todo tiempo el sangriento teatro de la lucha entre el derecho y la fuerza, entre la libertad y la tiranía. La libertad —he dicho— palabra que, no obstante no ser generalmente bien comprendida, llena de dulzura el labio que la pronuncia y de encanto el corazón que la reclama porque es ella el presente más valioso que recibió el hombre de las manos de Dios, que habiéndosela otorgado la respeta él mismo. Hablo de la libertad en su verdadero, en su más noble sentido: de la libertad moral del individuo, regulada por la ley divina y por las leyes de la justicia humana que son su procedencia, libertad moral que colectivamente constituye en su conjunto la libertad civil y política, sin la que los hombres y las sociedades no podrían jamás arribar a su fin ni conseguir su felicidad.

Cierta añoranza despierta recordar aquellas palabras del obispo de Chiapas, un defensor cabal, tan vehemente como intransigente, de la libertad, que le han ganado la admiración de quienes no comparten sus creencias y la veneración de aquellos otros que, admirándole también, tenemos su mismo credo: «Libertas est res preciosior et inæstimabilior cunctis opibus quæ populus liber habet». Ahora bien, esta preciosa libertad, este don inestimable que conquistaron nuestros mayores a costa de tantos, tan penosos y heroicos sacrificios, la habemos hoy amagada en nuestro continente por el orgullo y la ambición de la vieja Europa; la desgraciada México la llora perdida, aunque no sin la esperanza de recobrarla; otra república vecina y hermana nuestra, el Perú, se agita horrorizada a la sola idea de correr la misma suerte. En tan críticas y solemnes circunstancias, ¿podrían los hijos de Cochabamba permanecer tranquilos e indiferentes? ¡Ah, no! No ha olvidado este heroico pueblo cuán cara le costó la libertad, por la que vio en un día como éste transformarse a sus bellas hijas en otras tantas valientes Amazonas que, sobreponiéndose a la debilidad y delicadeza de su sexo, cambiaron la aguja con el sable del soldado. Pero estas escenas de valor y heroísmo no eran sino el resultado lógico de ese espíritu de unión que animaba a nuestros padres, espíritu que, gracias a Dios, no degenerará en sus hijos que unidos cual afectuosos hermanos serán invencibles y, fuertes para arrojar lejos de sus patrios lares al monstruo de la conquista que rechazan con todas sus fuerzas.

Quizá este lenguaje pudiese pareceros extraño, y tal vez subversivo, en los labios del sacerdote católico, del ministro del Dios de la paz; pero, quién ignora que la Iglesia, cuando prescribe la sumisión y la obediencia a las potestades terrenas, habla de la sumisión y la obediencia legítimas y que en el dogma católico jamás pudo tener cabida la absurda doctrina de que el mero hecho engendre nunca el derecho. Si así fuera, quedarían legitimadas las más escandalosas usurpaciones, condenadas las resistencias más heroicas de los pueblos abandonado el mundo al ciego imperio de la fuerza. Sería cierto que la naciones debiesen escuchar cruzados los brazos y con los ojos fijos en el suelo este cruel y rudo sarcasmo: —Agachad la cerviz ante el conquistador, sus derechos se fundan en su fuerza, vuestra obligación en vuestra flaqueza —¡Oh!, sería menester entonces arrancar del espíritu humano todas las ideas de razón y de justicia, ahogar el grito de sentido común y desfoliar de nuestra historia una de sus más brillantes páginas, aquella que nos muestra la América toda levantándose como un solo hombre, para luchar brazo a brazo contra sus injustos opresores hasta quebrantar y reducir a polvo el pesado yugo que durante tres centurias oprimió sus juveniles sienes. Sería, en fin, necesario, sería justo, despojar a la virgen hija de Colón de sus más bellos atavíos para entregarla maniatada y cubierta de lodo y de ignominia al escarnio del mundo en cuyo seno se agita ¡llena de vida, belleza y juventud! ¿Y qué corazón americano deja no se siente arder en el fuego de la más santa indignación, al imaginar siquiera que un hecho semejante pudiese figurar jamás en los fastos de la historia de las naciones?

¡Ah, no! Esa independencia, comprada a tan caro precio, será conservada y defendida con tenaz denuedo por los hijos de los libres que harán de sus pechos una muralla impenetrable al plomo del usurpador audaz; tendrán todo el valor que les inspira la justicia de su causa; en su auxilio volará el ángel custodio de la América, enviado por el Dios de los ejércitos, de aquél que sepultó a Faraón y sus huestes en las hondas del mar, del que sostuvo, con brazo fuerte, a Josué contra los Amonitas, a Barac, a David y a los ínclitos macabeos contra los feroces enemigos de su querido pueblo israelítico.

Empero, una idea siniestra cruza en este instante mi cerebro y viene a perturbar el gozo que experimenta mi corazón, al constituirme profeta de tan halagüeño resultado, y no tengo inconveniente en comunicárosla. Yo bien sé que el cielo protege la verdad y la justicia; así me lo dice la razón; así me lo enseña la palabra revelada; en ello me confirman mil sucesos de la historia de todos los siglos. Pero también sé, por estos mismos irrefragables oráculos, que el Dios de las misericordias, el Dios Bueno, el Dios Clemente, es al propio tiempo el Dios de la eterna justicia, y en el ejercicio de este atributo suele verter la copa de su justa indignación sobre los pueblos cuando, encaminándose éstos por tortuosas sendas del vicio y de la iniquidad que Dios detesta, se apartan del Señor por su licencia, por sus desordenes y, más que todo, por su falta de concordia y de unión.

Sin ir muy lejos, y sin pretender eclipsar en lo más mínimo el brillo de esa corona de gloria y de martirio que ciñe hoy la desventurada hija de Moctezuma, ¿quién no ve la parte que ella misma ha tenido en las desgracias que la conturban, con las divisiones que desgarraron su seno? ¿A quién se oculta el lastimoso estado de extenuación y abatimiento en que cayo ese infortunado pueblo, a consecuencia de sus discordias intestinas que le arrebataron tantos y tan robustos brazos, que suministraron un especioso pretexto a la intervención extranjera y, que ofrecieron abundante pábulo a la rapacidad de las águilas del imperio, para venir a cebar sus voraces garras en las entrañas palpitantes de su ilustre víctima, y hasta cuándo arderá en discordia?

Yo os confieso ingenuamente que este terrible ejemplo me hiela de espanto toda vez que, al recordar como hoy nuestras pasadas glorias, me pregunto cuál el fruto que hemos recogido de la abnegación, heroísmo y bizarría que caracterizaron a nuestros padres. Porque, aunque triste y doloroso es confesarlo, él no ha sido tan proficuo, tan delicioso como ellos se lo prometieron sin duda y como era de esperarse. Libres de una dominación extraña y onerosa, dueños del suelo que nos vio nacer, oímos bien pronto mezclarse, en infernal armonía, los alegres cánticos de victoria, el eco triunfal del clarín de Ayacucho con los hondos suspiros y plañideros ayes de la hija de Bolívar que, cual otra Rebeca, sentía con intenso y agudo dolor luchar dentro de su seno ¡a sus propios hijos! Sí, la historia posterior a nuestra emancipación no es sino la historia de nuestras desavenencias, la de nuestros odios, la de nuestros rencores. ¿Cuántas veces se ha escarchado este hermoso suelo digno de mejor suerte con la sangre de nuestros hermanos, vertida cruel y estérilmente en guerras fratricidas que han provocado con justicia la compasión y el escándalo de los pueblos que nos rodean? ¿Qué hay de nuestros hermanos indios, hijos del gran Manco Cápac? Por ellos rompieron nuestros abuelos los lazos inicuos mediante los cuales estábamos sojuzgados a la cruel España. Favorecidos por la providencia con todo el lujo de la creación, dotados por el cielo con inmensos e inapreciables tesoros de riqueza y provenir, hemos visto, casi siempre, emplearse la mano destinada a explotarlos, o en esgrimir el acero homicida, en fundir el plomo destructor de nuestra propia existencia, afligiendo así los venerados manes de nuestros abuelos, de los ilustres mártires de la independencia americana que, si dado les fuera sacudir el polvo del sepulcro y fijar los ojos en el sombrío y luctuoso cuadro de nuestras disensiones domésticas, alzarían su voz, con temeroso y sentido acento, para decirnos: Hijos degenerados de una estirpe preclara, ¿cómo habíais olvidado así nuestro ejemplo?, ¿cómo habíais derrochado la herencia de fraternidad y de civismo que os legamos a fin de que, con religioso esmero, labrarais con ella vuestra común ventura? ¡Oh, recordad que nuestras venas se agotaron para conquistar para vosotros esa patria de la que habíais hecho un objeto de ludibrio y de horror! No olvidéis jamás que la discordia es el enemigo más temible de la libertad y la siniestra precursora de la esclavitud ¡la fuente emponzoñada de la decadencia de los pueblos, de la ruina de las naciones!

Conciudadanos, hermanos y amigos míos, en nombre de la religión santa de que soy ministro, en nombre de la patria de quien somos hijos, en nombre de vuestros más caros y preciosos intereses, yo os convoco sobre la tumba de nuestros héroes para exhortaros, para conjuraros a sacrificar en las aras del bien procomunal nuestras miras egoístas, nuestras miserias personales, nuestras mezquinas pasiones, nuestras animosidades y enconos, y nuestros prejuicios, a fin de ofrecer a los ojos de Dios y de los hombres el hermoso espectáculo de los hermanos unidos como si fueran uno solo, y dispuestos a conservar y sostener incólumes los sacrosantos dogmas de la igualdad, fraternidad y libertad que nacidos en el Calvario vinieron un día, cual benéficos genios, a posarse en las encumbradas crestas de nuestros Andes; sobre ellos flamea hoy con vivos y variadísimos colores una sola enseña, un solo pabellón, el pabellón americano en cuyo torno se agrupan todas las gentes del continente; borrada está la línea divisoria que las separa ¡no tenemos hoy más patria que la América, ella nos llama, acudamos a su voz!

Y si como nadie ignora, después de las obligaciones que tenemos para con el Ser Supremo, no hay otras más imperiosas ni más sagradas que aquellas que nos ligan con esta patria, arda en nuestros corazones el divino fuego de esa virtud tan decantada como poco ejercida: el patriotismo por el cual todo ciudadano debe hacer uso de su libertad, en el interés de todos y para el bien común de los asociados. Si su interés privado se halla en oposición al interés general, su deber le dice: Es necesario, urgente sacrificar la parte en favor del todo, lo particular por lo general, el individuo en beneficio de la sociedad. Mas, para esto, es menester toda la fuerza del desinterés, todo el valor de la abnegación propia, la voluntad generosa del deber, del bien ante todas las cosas y a pesar de todas las cosas. He aquí lo que constituye el verdadero patriotismo, virtud que como todas suele ofrecer algunas dificultades en la práctica, porque ella vive de luchas, de privaciones, de sacrificios. Ella requiere una razón fuerte, unida a una fuerte voluntad; supone un corazón fuerte y generoso, un alma inflexible y honrada que antepone ante todo la verdad, el bien y la justicia.

Mas ¿dónde encontraremos el germen de tan alta virtud? Dónde, yo os diré: en la religión divina de Jesús; sí, esta preciosa virtud es la hija primogénita de la caridad cristiana; su arquetipo nos ofrece la Iglesia católica y apostólica en sus primeros y florecientes días en los que los nueve discípulos de la cruz no tenían sino una sola alma y un solo corazón; abramos pues el nuestro a las celestes inspiraciones de la caridad, ejerzámosla hoy en una de sus más importantes manifestaciones, la piedad, la beneficencia con la porción más menesterosa, desgraciada y doliente de nuestros hermanos; será ésta una de las más puras ovaciones con la que solemnicemos la gloriosa memoria de este día ¡seamos verdaderos cristianos y seremos entonces verdaderos patriotas! Y si esta debe ser en todo tiempo la regla de nuestra conducta, ella reviste un nuevo carácter de actualidad y de urgencia en las presentes circunstancias, en los momentos solemnes que atravesamos, viendo como vemos seriamente amagada la autonomía de una república hermana, y con ella tal vez la nuestra, por la injusticia de una nación estimulada por sórdida codicia; parece que pretendiere beber el resto de sangre que pudo escaparse a su voracidad en el corazón de la joven América que espió de un modo tan espantoso el delito de haber recibido del cielo tantos elementos de riqueza y de gloria, que pagó tan caro los beneficios que le enrostra la España, su antigua madre, beneficios que en la indeclinable balanza de la justicia pesan bien poco si en el platillo opuesto se suspenden los males de que la colmó, males cuyo germen aún no ha desaparecido del todo entre nosotros después de cuarenta años. Sí, no temo equivocarme al asegurar que los vicios más dominantes que traban hoy a las naciones sudamericanas son la funesta herencia que nos legó la Metrópoli. Si le debemos reconocimiento por una parte, por otra merece nuestro perdón; por ninguna nos hallamos en el caso de abdicar nuestra dignidad de hombres libres, ni de consentir se canonice con culpable indolencia el latrocinio, la ambición y todo ese monstruoso conjunto de inicuas pretensiones, encaminadas a realizar con escándalo del mundo y mengua de la civilización ¡el terrible, el bárbaro derecho del más fuerte!

¡Ah! esa Religión sublime, bajo cuyos auspicios consagramos el recuerdo de este día: esa Religión sublime que nos prescribe la unión recíproca y la defensa justa será la estrella que guie nuestra nave en medio de la tormenta que oscurece con pardos nubarrones el horizonte de la patria y cuyo sordo tronar se escucha en las ondas del Pacífico; sus aguas serán la tumba de nuestros guerreros antes que presenciar la horrorosa imagen de la reconquista, asentando su tenebroso solio sobre los brillantes escombros de la democracia. ¡Ah, no! No llegará nunca el aciago día en que la América del Sur vea por segunda vez flamear ante sus ojos anegados en llanto el sangriento pendón de la tiranía, en que las ninfas de sus bosques huyan despavoridas al aterrador León de Iberia cuyas fuerzas supo abatir en cien combates. ¡No lo consentirá el Dios de los libres! ante cuyo altar derramamos hoy los férvidos votos de nuestra gratitud y a quien por siempre se tributen el honor de la magnificencia y la gloria.

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1866 ORACIÓN FÚNEBRE

Pronunciada en las solemnes exequias que el amor y la gratitud nacional consagraron a la memoria del general don León Galindo

¿Qué esperáis de mí, señores, al verme ocupar en este momento la tribuna sagrada? ¿Acaso aguardáis que, poseído del espíritu de rastrera lisonja, o dominado por el deseo pueril de ostentar elocuencia, me permita dirigiros la palabra desde este santo y respetable lugar? ¿Pensaréis que vengo a verter floridas frases a fin de ocultar con ellas las humanas flaquezas, vistiéndolas con el ropaje de mentidas virtudes? Ah; no. Semejante propósito atraería sobre mí ya no el ridículo, sino la justa indignación de todo hombre sensato y religioso. Si la mentira es una falta reprensible, en la cátedra de verdad es una atroz blasfemia que mancilla y profana. Y aunque el último y más indigno de los ministros de la Iglesia, no osaría yo jamás hacerme culpable de tamaño desacato, particularmente teniendo —como tengo y tenéis vosotros a la vista— la imagen pavorosa de la muerte representada en esa tumba fúnebre que con mudo pero elocuente lenguaje nos advierte el término necesario y fatal de la humana existencia, y el principio de ella en la eternidad, en cuyo seno son felices los muertos que mueren por el Señor. «Beati mortui qui in Domino moriuntur». Ap 12 13.

Y es en este número que comprendo al ilustre finado, objeto de nuestro dolor y de nuestras oraciones este día. Depositario de los secretos de su conciencia y testigo presencial de sus últimas cristianas y fervientes disposiciones en el transcurso de su larga y penosa enfermedad, no temo equivocarme al empezar mi discurso con las dulces y consoladoras palabras que el profeta de Patmos oyó repetir en el cielo y nos dejó consignadas en tan misterioso libro. No dudo que convendréis, según eso, en que mi asunto es demasiado digno de nuestra religión santa; si bien nos enseña a ver, en la muerte, la caducidad y la nada de las cosas terrenas, no nos prohíbe el honrar la memoria de nuestros hermanos siempre que éstos nos legaran el valioso patrimonio de sus virtudes y buenos ejemplos. Antes, por el contrario, desea y aplaude que esta especie de recuerdos se conserven profundamente grabados en nuestro corazón y que sirvan de norte a nuestra conducta.

Estas sencillas reflexiones son, pues, señores, las que me han impulsado a ocupar hoy por breves instantes vuestra atención, con algunas ligeras pinceladas sobre la honrosa y simpática memoria del distinguido y virtuoso general don León Galindo, a quien la muerte ha arrebatado hace pocos días de entre nosotros. No os diré, al hacer su elogio, que él fue un Louis IX, un Turena, un Letier… semejante hipérbole sería una amarga irrisión lanzada sobre su sepulcro; pero sí podré aseguraros que fue un hombre de honradez ejemplar, de probidad sin tacha, un verdadero patriota y un bizarro militar que jamás empañó, con los negros vapores del vicio, el brillo de sus insignias. Y sobre todo, fue un fervoroso cristiano que supo purificar su alma por la penitencia más sincera y por la más santa resignación, circunstancia que le ha merecido la imponderable dicha de morir con la muerte preciosa del justo en el ósculo santo del Señor.

Contaba apenas catorce años de edad el general Galindo cuando llegó a sus oídos el eco majestuoso del primer grito de libertad que resonó en las playas del nuevo continente. Dotado el joven estudiante de Santa Fe de Bogotá de un alma naturalmente noble y ardorosa, abandonó, al punto, las aulas del colegio y voló a buscar un puesto en las filas del Ejército libertador, donde sentó plaza en clase de cadete, poniendo así el pie en la florida senda que debía recorrer, más tarde, como uno de los más leales, entusiastas y celosos defensores de la gran causa americana. Íntimamente persuadido de la santidad y justicia de los principios que defendía y sintiendo arder dentro de su esforzado pecho el fuego purísimo del amor patrio, tardó bien poco en distinguirse y recomendarse ante sus jefes, sus compañeros y subalternos por sus esclarecidos dotes civiles y militares, dando inequívocas pruebas de su valor y pericia en casi todos los hechos de armas que tuvieron lugar durante la prolongada y sangrienta guerra de la Independencia, a cuyo triunfo cooperó eficazmente con su acero y con su sangre vertida de las heridas que recibió en dos de las siete batallas campales en que fue vencedor. Boyacá y Quito, Carabobo y Bomboná, Pichincha, Junín y Ayacucho fueron el glorioso teatro de su denuedo en la pelea, de su generosidad con el vencido, de su modestia después de la victoria. Allí, fue donde ayudó a darnos patria y libertad, cosechando para su frente un lauro que por sí solo es ya bastante para esculpir su nombre, con indelebles cifras, en todo corazón republicano. Tan bizarro y heroico comportamiento le conquistó, con justicia, los ascensos y las condecoraciones más honoríficas, no menos que el bien merecido título de benemérito de la patria. Hecho coronel después de la memorable jornada de Ayacucho por el gran mariscal que dirigió este postrer y definitivo golpe al despotismo íbero, fue elevado por el libertador Simón Bolívar en 1826 al rango de general de brigada de los ejércitos de Colombia y, a los 32 años de su edad, en 1827 al de los de Bolivia por el inmortal Sucre.

Su moderación característica le impidió aceptar, un año después, el grado de general de división, cuyo nombramiento le fue expedido como premio a los importantes servicios que prestó a Bolivia en clase de jefe de Estado Mayor General de la campaña con el Perú, motivada por la invasión del general Gamarra. Desterrado a la República Argentina, consecuencia del ignominioso Tratado de Piquiza, regreso al país el año [18]29 a continuar honrando diversos cargos públicos que en diferentes ocasiones se le confiara, distinguiéndose en todos ellos por su rectitud, su buena fe, su integridad y su acendrado celo patriótico.

Agobiado, en fin, por los azares de la vida pública y, más que todo, señores, decepcionado por las inconsecuencias de la política, cuyas amarguras saboreó más de una vez, resolvió buscar un asilo en el hogar doméstico, alejándose así de esa tempestuosa escena en que las mezquinas pasiones y el egoísmo disfrazado con las más gastadas formas, vienen con no poca frecuencia a profanar el sagrado lugar del patriotismo, sublime virtud republicana harto desconocida por desgracia, y reducida casi siempre a un vano nombre destituido de toda significación práctica…

Pero apartemos, señores, los ojos de tan luctuosas reflexiones y volvamos a mi propósito, que no ha sido, por cierto, el de hacer la biografía pública de este esclarecido ciudadano; tan laudable tarea estará librada a la diestra pluma del distinguido escritor que la pondrá luego a vuestro alcance. A mí, me incumbe particularmente resaltaros al general Galindo bajo otro punto de vista más análogo al carácter invisto y al sagrado lugar en que me encuentro. Confesando, desde luego, que, a los ojos de la fe, son altamente meritorias las virtudes públicas, como que tienen por base los principios de la eterna justicia, quiero que, prescindiendo por un instante de ellas, consideréis conmigo al general Galindo como hombre particular en el retiro de la vida privada. Quiero que me digáis: ¿No es cosa que interesa, que asombra y edifica el encontrar una rigidez monacal de costumbres en un joven —y en un joven militar— en una época en que la corrupción más desenfrenada parecía ser un título de recomendación en los de su clase? La embriaguez, el juego y los excesos no encontraron nunca cabida en el corazón del joven patriota, cuya conducta sin mancilla contrastaba admirablemente con la de muchos de sus colegas.

Si por juventud, señores, se entiende ese borrascoso período de la vida que, envolviendo con negras nubes la inteligencia, la precipita, vendada en los abismos del error, si la juventud es la edad de las disipaciones, de los desórdenes y pasatiempos, puedo deciros, fundado en irrecusables testimonios, que el general Galindo no fue joven jamás; fue un anciano precoz por la madurez de su juicio y por la gravedad de su carácter. ¡Qué lección, señores, tan bella para la juventud! La juventud no pocas veces pretende hallar excusa, en sus extravíos, en el ardor de los primeros años y en la violencia de las tentaciones, de los peligros a que se ve expuesta.

Si nos proponemos, pues, buscar la explicación de tan raro fenómeno, la encontraremos sin grande esfuerzo en la solidez y pureza de su fe religiosa, única brújula que dirige el rumbo de la conciencia y salva el corazón del funesto naufragio de las pasiones. Efectivamente, católico por íntima convicción, el general Galindo tuvo la dicha de conservar incólumes sus creencias, en medio del impetuoso torrente de la incredulidad y del filosofismo del siglo XVIII, que arrastraban en su curso a la gran mayoría de sus contemporáneos, como es notorio. Esta rectitud y firmeza de sus ideas religiosas no podía, pues, menos que dar por resultado la intachable moralidad de sus costumbres, inaccesibles al pestilencial contagio de la relajación que lo circundaba.

Ahí está, señores, en lo que descubro yo, el principal mérito de este hombre: No es en el campo de la batalla, no es coronado con los laureles de la victoria, donde yo le admiro; es en esa otra encarnizada y noble lucha que sostiene él, sólo armado de su fe, contra el vicio, contra el mal ejemplo y contra sus propias pasiones. Ahí, yo le tributó ese homenaje obligado de admiración y de respeto que se rinde sólo a la virtud. ¡Pluguiese al cielo que en este orden tuviera muchos émulos e imitadores!

La religión, esa brillante antorcha encendida por la mano misma de Dios, iluminó así sus pasos, haciéndole descubrir los escollos de la juventud, para evitarlos; las frivolidades del mundo, para despreciarlas; los deberes del militar, del ciudadano, del amigo, del esposo y del padre de familia, para cumplirlos con diligente esmero. Dotado de una razón despejada que cultivó con la frecuente lectura y de una índole lo más bella, comprendió en toda su extensión, y tradujo en la práctica todas las obligaciones que su estado y su posición social impusieran. Díganlo sus amigos a cuyo número tuve la honra de pertenecer. Dígalo su atribulada consorte que llora sin consuelo al hombre que supo prodigarle las más tiernas caricias, al esposo modelo que, consagrado siempre al cumplimiento de sus deberes, le ahorró tantos motivos de queja y de amargura. Díganlo sus desconsolados hijos a quienes inspiró el cariño más afectuoso, al lado del más reverencial respeto, mostrándoles, en su bondad, su prudencia; y en la austera severidad de las costumbres, un dechado cumplido de virtudes domésticas y sociales. Su natural sagacidad, sus finos y cultísimos modales, le granjearon las simpatías, la estimación y el respeto de cuantos le conocieron, sin exceptuar al oscuro proletario, al indigente mendigo, a quienes no excluía de los atractivos de su amable trato y a quienes señaló, alguna vez, un asiento de distinción en su mesa. Pero ¿qué son, señores, todas estas cualidades ante ese espíritu de ilustrada y sólida piedad que, habiéndole caracterizado durante toda su vida, brilló en él con doble luz en el largo espacio de su dolorosa enfermedad hasta el último momento de su existencia? Yo os confieso, señores, que toda vez que me acercaba al lecho de su prolongada agonía, sentí arrasarse mis ojos con lágrimas de ternura porque no podía menos que conmoverme vivamente, al contemplar la fe, la humildad y la santa resignación de aquel hombre cuyo fervoroso espíritu cristiano y penitente se encuentra reflejado en estas breves palabras que, hace poco, le escuché y cuyo tenor casi literal es retenido a causa de la honda y patética impresión que me produjeron:

Yo no sé —me decía— por qué es Dios tan bueno para conmigo, siendo así que he sido uno de sus hijos más ingratos y pecadores. Esta bondad la reconozco no solamente en el tiempo que me ha concedido para hacer mi confesión y premunirme de todos los auxilios de nuestra religión santa, sino también en la prolongación de los dolores que sufro, en cambio de los que él sufrió por mí.

Al decir esto, el llanto bañaba sus mejillas y hacía un esfuerzo para incorporarse en el lecho y levantar los ojos al cielo como para significarle su inmensa gratitud. Yo os aseguro, señores, que no encuentro palabras bastantes para expresaros las vivas y deliciosas emociones que en aquel instante experimentaba mi corazón de cristiano y de sacerdote, en presencia de aquel moribundo anciano, que más bien que un antiguo militar parecía uno de sus austeros solitarios del yermo, consagrados largos años a la vida ascética y contemplativa. Su muerte ha sido el dulce y tranquilo sueño del justo que anhela haber roto los vínculos de la carne, para entrar en el goce de la inmortal herencia de felicidad y de gloria, conque el Remunerador Supremo galardona sus escogidos. Él es feliz, señores. ¿Quién podría durarlo? Sirva esto de bálsamo al justo dolor de su desolada familia, de la que fue el ángel tutelar, y de consuelo a sus amigos que lamentamos su pérdida, tanto más sensible cuanto es hoy tan reducido el número de esos hombres modelos, reliquias preciosas del pasado cuyas lecciones y ejemplos hacen tanta falta a la presente generación.

De ahí como, señores, en medio de los escombros de las glorias y vanidades terrenas, hacinados en torno del sepulcro por la mano destructora de la muerte, lo único que real y verdaderamente subsiste es la virtud. Son las cualidades morales del espíritu imperecedero e inmortal, como su Divino Autor, a quien se une con los indisolubles lazos de un amor que constituye su inagotable y eterna bienandanza. Y tal ha sucedido (espero en la infinita clemencia del Dios misericordioso) con el ilustre muerto cuya memoria honramos. Mas si la inflexible justicia del Eterno le ha conducido, antes de admitirlo en su regazo, al lugar de la expiación, justo es que enviemos al cielo nuestras férvidas preces, procurando abreviar en nuestros sufragios el tiempo que aún lo separe de entrar en el goce del Señor.

Y llegando que fuere ese momento, elevad, preclaro patriota, vuestros ruegos y votos al Dios de los libres en favor de esta desgraciada patria que tanto amasteis, a fin de que, aplacada su inexorable justicia, se apiade de su infausta suerte, alejando de ella el terrible azote de la guerra civil que la inunda, regueros de lágrimas y sangre. Rogadle, sí, que derrame sobre todos sus hijos el espíritu de unión, de fraternidad y de concordia, único medio de que alcance su anhelada ventura. Y vos, oh Dios de las misericordias, escuchad propicio nuestras plegarias para que vertidas, cual rocío saludable, sobre vuestro fiel siervo lo purifiquen de las manchas de la mortal flaqueza que pudiera impedirle contemplaros desde ahora cara a cara. Hacedlo así, por esa sangre expiatoria y preciosa del Divino Cordero, que vuestro ministro acaba de verter sobre el ara santa. Y santificando nuestros humildes votos, concededle la paz y el descanso sempiterno. Requiescat in pace.

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1868 SERMÓN

Predicado en la inauguración del templo del hospicio

Católicos, cuando considero que hace poco más de ocho años, me cupo la honra de dirigiros la palabra, en este mismo lugar, con ocasión de haberse trazado el plano y colocándose la primera piedra de este augusto edificio, bajo cuyas suntuosas bóvedas nos hallamos congregados hoy; cuando traigo a la memoria, que entonces no esperé, que ninguno de los que asistimos a aquel acto, presenciase esta segunda solemnidad que anuncia la casi completa coronación de una obra que, por las circunstancias tan desfavorables en que se emprendió, parecía imposible se finalizara en el corto período de tiempo que ha transcurrido desde aquella fecha, sin contar como no contaba anticipadamente con todos los elementos necesarios para obtener su pronta conclusión. Cuando pienso, digo, que lo que fue entonces para mí una lisonjera pero remota ilusión es ahora una positiva y consoladora realidad, sólo acierto a expresar las vivas y dulces emociones, el puro y entusiasta regocijo que rebosa mi corazón, prorrumpiendo ufano y gozoso con el Salmista: «In domum Domini ibimus». Sal 122 1.

¡Bajo cualquier punto de vista, pues, que se considere, hermanos míos, la erección de este venerable y hermoso santuario, encontraremos mil justas y poderosas razones que motivan el fervoroso júbilo de que, a juzgar por lo que en mí pasa, os supongo profundamente penetrados al concurrir a la sagrada función con que hoy se inaugura! Ni podía ser de otra manera, siendo así, que como nadie lo ignora, la adquisición de un bien cualquiera que él sea, produce necesariamente la expansión y el contento en el alma del que lo posee. Y nosotros acabamos de adquirir un cúmulo de bienes de todo género: como cristianos, en el orden espiritual, el más noble, digno y elevado; como ciudadanos en el orden moral y social, cuya mejora es de tanta magnitud y trascendencia; y finalmente, en el orden estético y material, como hombres amantes de la belleza artística, del ornato y progreso industrial de nuestro país, ventaja que si bien ocupa un puesto secundario, merece no obstante, fijar nuestra atención.

¡Oh! Alcemos, pues, nuestros ojos al cielo, y bendigamos humildes y reconocidos al Señor, cuya liberal y benéfica mano nos regala tan inestimable presente. Ofrezcámosle a porfía, nuestros más fervientes votos, nuestros más rendidos homenajes, en acción de gracias, por haber removido los obstáculos, facilitado los medios, reanimado la piedad de los fieles y sostenido la loable constancia de estos ilustres cenobitas, para haber erigido este precioso monumento consagrado a su gloria, este magnífico y majestuoso alcázar en que será su excelso nombre bendecido eternamente y al que hemos acudido ahora llenos de santa y deliciosa alegría.

¡Inmaculada y santísima Madre de la Divina providencia! Vos bajo cuyos maternales auspicios se ha edificado este templo para que en él more, él que habitó nueve meses en vuestro seno purísimo; vos que tan vivamente interesada estáis por la mayor honra y gloria de vuestro Divino Hijo, y que con tanta solicitud y ternura queréis y procuráis el bien de los que hemos sido rescatados al precio infinito de su sangre; vos en fin, que en todo tiempo voláis en auxilio del menesteroso que os invoca, no me neguéis ahora, vuestro eficaz amparo, a fin de que yo pueda, inculcar con fruto, en el ánimo de mis benévolos oyentes, las breves reflexiones que me sugiere el grato motivo que hoy aquí nos reúne. Así espero lo haréis, Madre clementísima, pues nunca habéis desmentido que sois y seréis siempre la fiel dispensadora de la gracia de que fuisteis llena.

Católicos, si es un axioma psicológico que el hombre es, como nos lo dicen de consuno, la razón y la fe, un ser compuesto de dos sustancias tan diversas como íntimamente unidas entre sí, a saber: el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo. Si es del mismo modo exacto y evidente, que este último, por medio de los órganos de que está dotado, es el vehículo indispensable de las percepciones igualmente que de los sentimientos que residen en aquélla, es a todas luces claro y comprensible, aun para el más vulgar buen sentido, que el Culto Religioso externo y público, es una necesidad inherente a la naturaleza humana, que siendo la primera y la más noble de las creaciones de Dios, si se exceptúa la creación angélica, y la única capaz de conocerle y amarle en este mundo, no puede sin hacerse culpable de un enorme crimen, romper los sagrados vínculos que tan fuertemente la ligan con su Divino y Bondadoso Hacedor. No puede, sin destruir las condiciones esenciales de su ser, rehusarle el legítimo tributo de adoración y amor, respeto y gratitud que Aquel tiene derecho a exigirle ya privadamente y como a individuo, ya colectivamente y como a sociedad.

Así se explica por qué en la cuna de todas las naciones del orbe, sin excluir las tribus más embrutecidas y bárbaras, encontramos ante todas cosas, un altar, y un sacerdocio, circunstancia que con tanta razón, obligó a decir al célebre Plutarco que hallaréis pueblos sin literatura, sin leyes, sin casas, sin murallas, sin teatros, sin moneda; pero no encontraréis jamás pueblos sin Dios, sin plegarias, sin sacrificios; pues nunca se ha visto ni verá un pueblo semejante, por lo que cree más fácil que exista una ciudad edificada en el aire, que un pueblo sin religión.

Es tan sensible y palmaria esta verdad, que los incrédulos mismos se han visto forzados a reconocerla y confesarla innumerables veces. La Religión reducida a lo puramente espiritual, no tardaría en verse relegada a la región de la luna. Es pues según eso indudable, hermanos míos, que el alma necesita de signos exteriores para manifestar los sentimientos que abriga interiormente y muy en especial los que se refieren a Dios, los cuales desaparecerían fácilmente del corazón de la mayor parte de los hombres, si no se les excitase y fomentase de continuo, por medio de objetos materiales, que hiriendo los sentidos corpóreos, produzcan y sostengan en ella impresiones vivas, profundas y duraderas. He ahí expuesta y justificada, por la simple razón natural, la existencia de ciertos lugares particularmente destinados a la satisfacción de esta necesidad imperiosa y al cumplimiento de este deber sagrado del hombre con respecto al culto religioso.

Y si del terreno de la filosofía y de la historia profana, pasamos al de la revelación divina, hallaremos en solemne comprobante de cuanto os llevo dicho: El mismo Dios, así que hubo promulgado sus leyes sacrosantas sobre la abrasada y fulgurante cumbre del Sinaí, ordena inmediatamente a su siervo Moisés la construcción de un tabernáculo sobre el que descienda su gloria y brille su imponente majestad, en el que su pueblo fiel le ofrezca sus preces, oblaciones y holocaustos. Veremos que Jacob al despertar de su misterioso sueño, consagra al Señor el dichoso sitio en que le plugo mostrársele: exclamando, sobrecogido de reverencial temor, que atinaba con la casa de Yahveh y que la puerta daba hacia el cielo; que David concibe el designio de edificar un templo al gran Yahveh, quien, por boca de su profeta, se lo impide, anunciándole que semejante honra estaba reservada al pacífico Salomón, el cual construye en efecto, apurando los recursos de la riqueza y del arte, aquel famoso edificio, asombro de las naciones, maravilla del mundo, en el que promete morar el Santo por esencia, escuchar y recibir las oraciones y ofrendas de su querido Israel.

Más tarde, llegada la dichosa plenitud de los tiempos, el cristianismo, profundo conocedor de la naturaleza humana, ha establecido y conservado la loable costumbre de erigir templos y basílicas en honor del Dios viviente, a despecho de las insensatas declamaciones de la impiedad de todos los siglos, parodiada últimamente por el racionalismo moderno que acusa a la Iglesia católica de haber querido circunscribir la majestad del Altísimo en un recinto material, de haber alejado de su compañía a Dios, confinándolo dentro de los límites de un estrecho tabernáculo… Como si la Iglesia intentara jamás encerrar entre paredes y columnas la inmensidad divina, como si ella no enseñara al niño incipiente, en la primera hoja del Catecismo, que Dios está en todas partes, que todo lo penetra, todo lo ocupa, todo lo llena con su adorable presencia: ¡Como si nosotros ignorásemos que la Divinidad no ha menester de templos para sí misma cual un monarca necesita de un palacio para la ostentación de su grandeza y poderío, que la creación con todas sus bellezas es un átomo fugaz y deleznable para aquél que tiene por escabel de su trono los soles y los mundos! Como si no comprendiéramos, en fin, que nosotros débiles y miserables criaturas, somos los que necesitamos de estos lugares consagrados a Dios, para poder nutrir y sostener nuestras ideas y sentimientos religiosos; para auxiliar nuestra flaqueza, elevando y poniendo en contacto nuestro espíritu con el Autor de toda verdad y de todo bien; para exhibirnos reunidos en su presencia, como hijos de una misma familia a la vista de nuestro padre común, estrechando así los dulces vínculos de nuestra afectuosa fraternidad; para conservar en nuestro entendimiento encendida siempre la antorcha de la fe, y en nuestro corazón el fuego purísimo de la virtud. Efectivamente, hermanos míos, a quién de nosotros se oculta que por grandes, suntuosos y espléndidos que fueran los templos que consagrásemos al Eterno, no podrían nunca ser una mansión digna y correspondiente a su inmensa majestad, a su excelsitud infinita. Muy convencido de ello estaba el gran Salomón, cuando le decía: «Ergone putandum est quod uere Deus habitet super terram? si enim cælum, et cæli cælorum te capere non possunt, quanto magis domus hæc, quam ædificaui?». 1 R 8 27.

¡Y para que no dudásemos jamás de la grata complacencia con que acogió el Omnipotente tan humilde y fervorosa oración, un fuego milagroso descendido del cielo, consumió al punto las numerosas víctimas que cubrían el altar, y la majestad divina llenó el recinto sagrado, bajo el emblema de una brillante nube por la que, envueltos como en un manto de luz los Israelitas, prorrumpieron extasiados en alegres himnos de bendición y alabanza al Autor de aquella maravilla! Y cuenta, hermanos míos, que aquel templo no debía contener sino sombras y figuras: las tablas de la ley, el maná del desierto, la vara prodigiosa de Aarón; en sus altares de bronce no debía verterse otra sangre que la de los animales y sus bóvedas de oro y cedro sólo habían de resonar con el acento de los profetas. ¡Mientras que en nuestros templos habita personalmente el Dios que dictó la ley, en ellos se guarda el pan vivo bajado del cielo; un pueblo de adoradores en espíritu y verdad llena las sagradas naves, el altar está enrojecido con la sangre redentora que borra los pecados del mundo y los ecos repiten la voz del Soberano de los profetas! ¿Qué extraño es pues entonces, que al penetrar en ellos, crea el hombre traspasar los confines del mundo, para trasladarse a una región inaccesible a los cuidados y apasiones de la vida, donde se tranquiliza el alma, se consuela el corazón, se amortiguan las pasiones y se despiertan esos nobilísimos sentimientos que constituyen la alta dignidad del rey de la creación, que reproduce en sí la viva imagen del Supremo Monarca de los Cielos que encuentra sus delicias en morar con los hijos de los hombres? La fuerza del hábito hace otra parte que la mayoría de los hombres contemple, con indiferente frialdad, el grandioso espectáculo de la naturaleza; al paso que es muy difícil penetrar al interior de un templo, sin sentirse poseído de un religioso respeto, de un recogimiento santo que nos induce, con más o menos eficacia, a humillarnos en la presencia del Señor, a concentrarnos en nosotros mismos, a contemplar las verdades eternas cuya saludable meditación suele ser tan olvidada por el aturdimiento que producen los negocios y placeres mundanales. Todos y cada uno de los objetos que allí encontramos nos mueven a consideraciones de un orden superior que, cayendo cual lluvia bienhechora, sobre el terreno agostado y marchito de nuestro corazón, lo vivifica, lo fertiliza, y hace brotar en él los gérmenes de la verdad y del bien, de la dulce paz, del sosiego envidiable del espíritu, el cual necesita para vivir, una atmósfera apropiada, un alimento análogo a su naturaleza, capaz de reparar sus fuerzas enervadas y amortecidas por el pernicioso influjo del medio material que le rodea en el seno del mundo —del mundo cuyo bullicio no puede dejar de aturdirnos, hastiarnos y hacernos desear, siquiera por un instante, la soledad y silencio del santuario— ¡Oh! ¡Es muy pesada sí, la atmósfera que nos rodea para que no suspiremos por gozar, alguna vez, las puras y refrigerantes brisas del cielo, a la sombra del árbol de la vida plantado en medio de nuestros templos que, a semejanza de esos verdes oasis que se encuentran en los abrasadores desiertos de la Libia, ofrecen al cristiano peregrino el agua que brota hasta la vida eterna, para humedecer su labio desecado, para calmar la ardiente, la inextinguible sed de lo infinito que le devora!

¡Por eso, ellos se llaman y son verdaderamente casas de oración! a donde aquél que, herido por el dolor, acude a dirigir sus plegarias al Dios de todo consuelo, no puede salir desconsolado ¡Oh!, ¡nunca, jamás, podrá salir desconsolado el hijo que entra en la casa de su buen padre a implorar en sus cuitas, auxilio y protección! Él lo tiene dicho: «Petite, et dabitur uobis; quærite, et inuenietis; pulsate, et aperietur». Lc 11 9.

Ya comprenderéis ahora, hermanos míos, por qué el universo con toda su magnificencia, no dice al corazón lo que la modesta iglesia de una aldea; pues en la cima de los montes, bajo la vasta bóveda azul del firmamento, no hallamos ni el altar, ni la cruz, ni la santa mesa, ni el tribunal de la misericordia, y ninguno, en fin, de aquellos símbolos tan elocuentes, tan persuasivos y conmovedores, tan ricos de recuerdos y sobre todo de acción tan eficaz sobre los sentidos y por consiguiente sobre el espíritu y el corazón, entre los cuales figuran las imágenes de los santos con las que la Iglesia católica recuerda a sus hijos la sublime y tierna comunión que existe entre ellos y los felices moradores de la Jerusalén celestial, les muestra a los santos como presentes a las oraciones de la tierra; los constituye protectores de los pueblos que edificaron con sus virtudes a cuyas imitaciones exhorta y excita. Ella quiere además, que veamos, en los templos materiales, una imagen de nuestros cuerpos que son templos vivos de Dios, purificados con el agua del bautismo, sellados con el sello de la gracia santificante, ungidos con el óleo de los sacramentos, iluminados con la luz del Evangelio y destinados eternamente a una inmortalidad gloriosa, por eso el Señor se muestra tan solícito y celoso de la Santidad de estos templos, «Nescitis quia templum Dei estis, et Spiritus Dei habitat in uobis?». 1 Co 3 16. ¡De aquí el deber que tenemos de limpiarlos, adornarlos y conservarlos mediante el ejercicio de todas las virtudes, de una manera digna del Dios que en ellos reside! Permitidme ahora que os pregunte, hermanos míos, ¿lo hacemos así por ventura? ¡Oh!, ¡válgame Dios! ¡Cuántos hombres, como dice el Crisóstomo, cuidan más de sus pesebres y caballerizas que del templo de su alma! Cristianos que me escucháis, ¿queréis conservar sin mancha ese viviente santuario? Venid con frecuencia al templo, ¡pues el hijo que huye del hogar paterno, no podrá ser jamás buen hijo, buen esposo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen ciudadano! Almas justas, si os alejáis de este lugar santo, si vuestras miradas os desvían de las cosas celestiales, para dirigirse a las de la tierra, no tardaréis en ser arrebatadas por el voraginoso torbellino de la tentación. Débiles tallos os troncharéis al primer soplo del huracán de las pasiones: Columnas separadas del edificio, no podréis teneros firmes y caeréis hechas pedazos al golpe de vuestra impetuosa caída. No olvidéis que la fuente más pura, pierde su limpidez y trasparencia: ¡el paso de un insecto la remueve y enturbia, el soplo del viento agita y corruga su tersa superficie!

Y si el templo del Señor es para el justo un lugar de sostén, de expansión y consuelo; para el pecador arrepentido es un lugar de rehabilitación y de luz en el que sus miradas tropiezan aquí con los tribunales sagrados, donde movido por las exhortaciones de un director compasivo y celoso, prometió mudar de vida y reprimir sus viciadas propensiones: allí con el altar donde en otro tiempo sustentó su alma con el cuerpo adorable de Jesucristo, que murió porque él viviera; más allá, descubren la cátedra donde no se ha cesado de distribuir el pan de la divina palabra, ni de combatir los desórdenes y excesos de su vida criminal, mostrándole sus fatales consecuencias, acullá distinguen postrada de hinojos una persona virtuosa y timorata cuya piedad la confunde y condena. ¡Todo en fin, todo le acusa y le enrostra su negra ingratitud para con Dios, lo cual no tarda en producir, en él, un principio de arrepentimiento, de reforma, de justificación, viniendo luego la gracia a colmar el hondo abismo que abriera la iniquidad!

Y quién no ve, católicos, la inagotable fecundidad de este suelo sagrado para producir tan abundantes y preciosos frutos en el orden espiritual y por consecuencia necesaria en el orden moral y social que de aquél se derivan? Pero aun hay más: el oro, la plata, los adornos y preciosidades con que decoramos nuestros templos, fuera de fomentar y dar pábulo a las creaciones de la industria y del arte, nos hablan también a su modo, y nos dicen: Siendo Dios el Árbitro Supremo, Creador y dispensador de todos los bienes, obligación nuestra es ofrendarle el oro, las riquezas y las producciones del talento y del genio; pagándole, así, el justo tributo de todas las cosas que de su pródiga y benéfica mano hemos recibido. Este homenaje de gratitud y adoración es un nuevo título para merecer más y más sus inapreciables dones.

La pompa, que el culto católico despliega en nuestros templos, no es pues solamente un manantial perenne y fecundo de bienes espirituales sino que además suministra —como llevo dicho— el trabajo y la subsistencia a un sin número de individuos y familias, en especial de la clase proletaria cuya industria promueve y conserva con el consumo de los variados objetos que emplea en su esplendor y sostenimiento. Llamar, como lo han hecho muchos que se titulan enfáticamente amigos del pueblo, superfluas y vanas las erogaciones del culto religioso es la más refinada crueldad contra la indigencia. La Iglesia no piensa de este modo, y prescindiendo de que toda pompa por espléndida que fuese, es una débil y pequeña manifestación de la criatura al Creador; ella tiene en mira que el pobre cuente con una casa común donde pisen sus pies ricas alfombras, ya que le está prohibida la entrada a los mullidos estrados de los opulentos del mundo: Quiere que el pobre se siente lado a lado del rico fastuoso y se arrellane en los sofás con que le brinda, ya que en su mísero albergue, no tiene los divanes orientales en que descansan los modernos epulones: ¡Quiere que el oído del menesteroso se recree con las melodías de la música sagrada, ya que las puertas de los teatros y festines se han cerrado para él y que olvide así siquiera por un instante, su miseria, su angustia, sus privaciones y padecimientos, a fin de que no le asalte la siniestra idea de atacar al rico en su propiedad para proporcionarse las comodidades, ventajas y placeres de que aquél disfruta!

Destruir las iglesias es aniquilar el culto y con él la religión; destruir la religión es remover las bases fundamentales de la sociedad. ¡Ah! en vez de derribar las iglesias o disminuir su número, es preciso levantar otras nuevas, cuantas más se construyan, menos cárceles abriréis; pues el culto divino público, es el lazo social más poderoso y fuerte que une a todos los miembros de la familia humana, en la casa de su común y legítimo padre, Dios.

Decidme ahora, católicos, si hay razón bastante, para celebrar llenos del más puro regocijo, la dedicación de esta santa casa, que así nos va a colmar de tantos y tan inestimables bienes; para prorrumpir estáticos de gozo y alegría. Empero, nuestro entusiasmo y alborozo deberán ir aun más allá, si a todo lo que llevo expuesto se añade la consideración de que este nuevo santuario nos ofrece un depósito de sacerdotes distinguidos por su doctrina, su piedad y su celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Efectivamente, ¿quién de nosotros puede sin injusticia, algo más sin ingratitud, desconocer los grandes e importantes servicios que, con el exacto y escrupuloso cumplimiento de su ministerio, prestan estos beneméritos religiosos, en obsequio de la salud espiritual de los fieles? Mas, aun cuando estas relevantes prendas no los hiciesen acreedores a nuestra benevolencia y a nuestro respeto, sería sobrado y poderoso título para comprometer nuestra gratitud en favor suyo, este magnífico monumento que atestiguará perpetuamente a la vez que la preclara piedad de sus principales autores, el decidido y generoso interés que los anima hacia nosotros, que hemos visto el infatigable tesón que han desplegado, para levantar y dar cima a una obra que, sin su admirable constancia, sin sus nobles esfuerzos, no habría podido llevarse a cabo, si se atiende a la naturaleza de su construcción y a las difíciles circunstancias del lugar y de la época en que se ha emprendido. Y no creo que haya ninguno entre vosotros, que no sienta y confiese esta verdad altamente honrosa para estos dignos y laboriosos operarios de la mies evangélica. Verdad que por sí sola, es más que suficiente para obligar nuestra más viva y profunda gratitud hacia ellos; para extinguir de una vez por siempre, en nuestro espíritu, las mezquinas preocupaciones de un nacionalismo falso y mal entendido que nos induce, frecuentemente, a desconocer y despreciar el verdadero mérito, sólo porque él se encuentra en individuos que no nacieron en el mismo espacio de terreno en que nosotros nacimos. ¡Cuánta injusticia, qué estrechez y trastorno de ideas y cuán poca nobleza de sentimientos arguye semejante conducta! Seamos pues justos, hermanos míos, amemos nuestra patria con un amor sincero e ilustrado, queramos su bienestar y su progreso, cualquiera sea la latitud de donde ellos nos vengan: reflexión que adquiere mayor fuerza, cuando se trata del sacerdote católico cuya patria es el mundo entero, al que fue enviado a evangelizar, por aquél que dijo a sus apóstoles: «Euntes… docete omnes gentes: baptizantes eos in nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancti». Mt 28 19.

Afortunadamente y para honra de nuestra religiosa y sensata sociedad, la gran mayoría que la constituye está muy distante de estas pueriles y odiosas prevenciones; dígalo sino la munificencia y liberalidad de tantas personas que, con sus donaciones y limosnas, han contribuido a la erección de este santo edificio hasta el estado tan lisonjero en que se encuentra. ¡Plegue al cielo! que el número de tan piadosos colaboradores crezca y se aumente de día en día, a fin de que dentro de breve tiempo nos quepa la gloria de verlo definitivamente concluido y decorado. ¡Así el pueblo cochabambino dará un nuevo y elocuente testimonio de su adhesión proverbial al catolicismo, y de ese espíritu emprendedor y progresista que forma su carácter y lo impele a acometer animoso todo cuanto pueda influir en la mejora y engrandecimiento de su hermoso suelo, para el que esta solemne inauguración en el año que hoy empieza, será, no lo dudéis, un seguro presagio de prosperidad y de ventura!

Inmortal y augusto soberano de los cielos, a cuya gloria se consagra este venerado alcázar donde se va a inmolar, por vez primera, la sacrosanta y purísima Víctima del calvario, esa hostia de paz y de salud que no obstante nuestra indignidad y pequeñez os obliga a mirarnos con ojos de paternal clemencia, ¡aceptad pues propicio, los votos que os hacemos, escuchad indulgente las plegarias que os enviamos y derramad magnífico vuestras celestes bendiciones sobre este pueblo que os confiesa, adora y glorifica! Y si los reyes de la tierra, al tomar posesión de sus frágiles palacios, se ostentan dadivosos y liberales con sus súbditos, ¿cómo no os mostréis vos grande y misericordioso en este día, en que cubierto con los velos eucarísticos, haréis vuestra entrada solemne a este templo donde se os tributará el culto de que sois digno? ¿Cómo no locupletaríais nuestros corazones con las infinitas riquezas de vuestro amor y bondad inagotables? ¿Cómo dejaríais de compadecer nuestros males, de curar nuestras heridas y de enjugar nuestras lágrimas…? ¡Ah! ¡no, gran Dios! Señor, esperamos confiados los poderosos auxilios de vuestra gracia en el tiempo y vuestra visión beatífica, vuestra gloria perdurable en la feliz eternidad, que os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

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1868 DISCURSO

Pronunciado con motivo de la instalación solemne del nuevo monasterio de Capuchinas de Jesús Crucificado

«Beati immaculati in uia, quia ambulant in lege Domini». Sal 119 1. Con cuánta propiedad se aplica, hermanos míos, este verso del Salmista a esa selecta y preciosa porción de almas fieles que, noblemente estimuladas por el santo deseo de la perfección evangélica, renuncian el mundo, sus placeres e ilusiones para consagrarse enteramente al Señor. Cuando digo mundo entiendo por esta palabra esa insensata muchedumbre que, sumergida en los goces y cuidados terrenales, vive en un completo olvido de Dios y de sí misma; ignorando, mejor dicho, desconociendo espontánea y temerariamente el fin principal de su creación, cual si no tuviera más destino que la nada, ni otro porvenir que el de apurar, hasta donde sea posible, la copa del deleite. Hablo, sí, de ese mundo que renuncia solemnemente el cristiano, al borde de la pila bautismal, como a uno de los más peligrosos enemigos de su salvación; de ese mundo al que, según san Agustín, se refiere el Profeta de Patmos cuando dice que no conoció al Salvador.

Es cierto que todos estamos en la obligación de buscar, ante todas cosas, a Dios que es nuestro primer principio y será nuestro último fin; pero, desgraciadamente y por lo general, no cumplimos este deber sagrado porque carecemos de resolución bastante para romper el ominoso yugo de las pasiones que nos tiranizan y, para resistir a los falaces halagos del mal que nos seducen. No así esas almas que conciben y ejecutan el generoso designio de obligarse al servicio Divino de un modo perpetuo e irrevocable; de emplearse en levantar, noche y día, sus puras manos al cielo a fin de atraer sobre la tierra el rocío de las celestes bendiciones, las cuales merecen con justicia formar parte de la dichosa y bienhadada estirpe de los que buscan, de veras, al Señor.

¡Oh!, felicitémonos al ver multiplicarse, en nuestro país, tan noble, tan ilustre progenie. Y tributemos humildes gracias a la providencia, que se apresura a prodigarnos dulcísonos consuelos mediante el ensanche del culto religioso y de las instituciones monásticas, que oponiendo un dique al torrente devastador del vicio, y ofreciendo poderosos estímulos a la virtud, son un germen fecundo de progreso y ventura para los pueblos.

Dígalo sino esta nueva comunidad que se instala hoy, pocos meses después de la inauguración del vecino templo, cuya importancia tuve la honra de manifestaros en otro discurso, cumpliéndome, ahora, la de hacer una breve apología de los institutos religiosos, con la mira de disipar, en cuanto esté a mis alcances, ese espíritu de hostilidad y prevención, pronunciado tenazmente contra ellos en la calamitosa época en que vivimos.

Espero ¡Oh Virgen de las Vírgenes! que me otorgaréis bondadosa y benigna vuestro amparo, siendo como sois la excelsa Emperatriz de esa cándida falange que milita bajo vuestras banderas, y en cuyo obsequio me propongo hablar: Ave María.

Tarea ciertamente difícil y penosa es, hermanos míos, la del ministro de la religión que se propone hacer la apología de los conventos, a la faz de un siglo como el presente, en el que infatuado el hombre al contemplar sus numerosas conquistas sobre la materia, ha acabado por someterse servilmente bajo el imperio de esa misma materia que se gloria de dominar, con despótica soberanía. Tal es, en efecto, lo que la historia contemporánea nos muestra, toda vez que volvemos los ojos hacia esos países cuya civilización y cuyos prodigiosos avances son incitadores de nuestras aspiraciones y de nuestra envidia; lo que prueba la funesta disposición en que nos hallamos, de acoger sin examen la errónea doctrina, de que la ventura de los pueblos debe medirse por la mayor suma de bienestar material posible, y de que por consecuencia, todo lo que no se encamine a procurarlo, es ya que no pernicioso, estéril y de ningún provecho, teoría que envilece y degrada al hombre, el cual necesita, sobre todo, perfeccionar su alma hecha a imagen de Dios, por el solícito esmero en procurarse, con preferencia, los bienes incorruptibles y perdurables, en cuya posesión consiste principalmente su feliz, inmortal y glorioso destino. «Quærite», dice el celestial Maestro, «primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia adiicientur uobis» Mt 6 33, palabras que establecen del modo más terminante y explícito, la superioridad intrínseca del espíritu sobre la materia. No queráis, sin embargo, que yo intente desconocer los deberes que tenemos con relación al cuerpo, ni la moderada solicitud en satisfacer sus exigencias y necesidades, no, porque esto sería extravagante y absurdo, como quiera que el hombre es un compuesto de dos sustancias, que no es dado nunca separar completamente, sin destruir el fondo de su naturaleza; pero sí afirmo sin temor de equivocarme: Esos mismos deberes relativos a nuestra parte animal tienen que estar forzosamente subordinados a las leyes espirituales y morales que figuran en primera línea, en superior escala; so pena de abdicar ignominiosamente el cetro de monarcas de la creación y confundirnos con las bestias que pacen la hierba.

Por consiguiente, todo lo que conduzca a favorecer el desarrollo y perfección del espíritu, a depurarlo de sus manchas, a unirlo más estrechamente con su Divino Autor, no puede menos que ser grande, digno, respetable y noble; no puede menos que ejercer una influencia tan positiva, como bienhechora, en nuestro corazón natural e instintivamente amante de la grandeza, la bondad y el heroísmo, y ¿quién osara negar que estos brillantes caracteres distinguen a las comunidades religiosas y, en especial, a las del bello sexo, que ofrece a los ojos atónitos del mundo, de los ángeles, y de los hombres, el imponente, conmovedor y sublime espectáculo de la pureza, la abnegación y el desprendimiento en su mayor altura?

Si pues, como católicos, reconocemos por verdadero y divino el código santo del Evangelio, no podremos jamás zaherir ni menospreciar impunemente estas instituciones venerables que arrancan su origen y su modo de ser de aquella fuente purísima. Consultad sino la historia y hallaréis, desde la aparición del cristianismo, un sinnúmero de personas de uno y otro sexo que, alumbradas por una luz superior, se dedican a la práctica de los consejos del Dios hombre, con el loable fin de obtener la más alta perfección moral asequible sobre la tierra; ni pudo ser de otro modo, pues de lo contrario, Jesucristo habría dado al mundo lecciones impracticables y consejos ilusorios, lo que no se puede afirmar sin blasfemia, ¿o se dirá que, bastando para conseguir la eterna bienaventuranza la observancia de los preceptos, es una supererogación inconducente? Sería eso así, si al potente impulso que diera Jesucristo a la humanidad regenerada, si a la voz irresistible con que la invito a copiar en sí, su imagen perfectísima, no hubiera surgido, como por encanto, una multitud de almas ardorosas cuyo fervor no quedase satisfecho, con el mero cumplimiento del deber.

La suprema misión de justicia que comporta el Derecho se cifra en constans et perpetua uoluntas ius suum cuique tribuendi, es el ideal más acabado de la sabiduría humana; respetar el derecho, y cumplir el deber era el grado supremo a que pudo elevarse la filosofía gentilicia, cuyas doctrinas no llegaban siempre ni aun a ese tipo tan vulgar. Efectivamente, el cumplimiento universal del simple deber sería, por sí solo, muy apetecible; mas, para que la inmensa mayoría de los hombres se resolviese a ello, era en extremo conveniente hacer desfilar ante sus ojos virtudes decididas a subir más alto; para que, estimulada por el ejemplo de una minoría heroica, marchara con más facilidad y eficacia a su perfección. Tal ha sucedido con el cristianismo, en cuyo seno se ha encontrado siempre a esa generosa minoría, caminando sobre las huellas de Jesús, conmovida por estas palabras: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester cælestis perfectus est», Mt 5 48; dispuesta a lanzarse en su compañía, más allá de los límites del precepto jurídico y de las fronteras del deber; exclamando férvida y entusiasta: «Lo bueno no es bastante, queremos lo mejor; el deber es poca cosa, queremos el sacrificio». Ved ahí el móvil, ved ahí el blanco de la vida religiosa, que es, bajo este punto de vista, una causa poderosamente aceleratriz de progreso, en el orden moral.

Pero, aun sin tener en cuenta la notable circunstancia de que los institutos religiosos tienen, en favor suyo, la autoridad expresa del Evangelio y la palabra indefectible del Divino Enviado, que no puede cambiar ni sufrir alteración alguna con el transcurso del tiempo, como acontece con las doctrinas que proceden de la débil razón humana; el sentido común y la sana filosofía nos dicen que es preciso, ya que no respetarlos, dejar por lo menos de combatirlos, de un modo innoble, injusto y sistemático puesto que, lejos de ocasionar mal ninguno, contribuyen, en gran manera, al sostén, dignidad, esplendor y prestigio del imperio santo de la virtud. Y si esto es así, cómo no es posible desconocerlo, ¿habrá cordura, sensatez y sabiduría en condenarlos magistral y despiadadamente, en calificarlos como rémoras invencibles del progreso, como un anacronismo injustificable en el Siglo de las Luces? No me podréis negar que esto es lo que se ha dicho y lo que se repite de ordinario, por muchos de vosotros; permitidme ahora dirigiros una pregunta: ¿No es evidente que en nuestro siglo, más que en ningún otro, se proclama a voz en grito la libertad, la tolerancia y el respeto a los fueros de la conciencia? Y bien, ¿cómo canceláis ese principio tan preconizado, tan exigentemente reclamado en la actualidad, con la repugnancia que os inspira ver y el vivo deseo que tenéis de impedir, si pudieseis, que una pequeña porción del sexo devoto busque en la vida contemplativa, en el silencioso recinto del claustro, un asilo contra los riesgos del mundo, un medio de satisfacer las nobles y piadosas aspiraciones de su espíritu y de su corazón?

Para eludir la fuerza de este sencillo argumento y justificarse del merecido epíteto de inconsecuentes, han pretendido primero los protestantes, y después sus discípulos los modernos racionalistas, que la aversión que profesan a los claustros nace del interés y lástima que les inspira la suerte de esas pobres vírgenes, que, cegadas por la alucinación y el fanatismo, cometen la bárbara imprudencia de adoptar, de un modo perpetuo, un género de vida lleno de inconvenientes. Se nota, desde luego, que la imprudencia deberá consistir, especialmente, en la perpetuidad del voto. Sentada esta premisa, será forzoso concluir que no es lícito hacer uso de la propia libertad para practicar de un modo estable la virtud más perfecta, ni celebrar una alianza perenne, indisoluble entre nuestra alma inmortal y su principio eterno, entre la criatura y el Creador; ¡pero, qué! la elección del estado religioso, ¿no es, por ventura, el libre ejercicio del derecho natural que todo hombre tiene, de escoger, después de una concienzuda deliberación, lo que juzgue más conforme a su carácter, a sus inclinaciones, lo más conducente a su bienestar presente y futuro, derecho que nadie le puede disputar ni arrebatar?

La Iglesia católica ha tomado, pues hago su tutela maternal, ese derecho, sancionando severas penas contra el que compeliere violentamente a otro a tomar el hábito religioso; algo más, ha prevenido, por medio de sabias y oportunas providencias, el que nadie se imponga a sí mismo aquel yugo, sin haber sometido antes, a duras pruebas, su vocación: La edad que ella exige y el tiempo que señala para el noviciado son más que suficientes para conocer, por experiencia, los deberes anexos a la vida claustral. Nuestros legisladores no han encontrado dificultad alguna en permitir que los individuos de ambos sexos se liguen con el vínculo indisoluble del matrimonio, en una edad mucho más temprana que la requerida para la emisión de los votos monásticos, sin que nunca se hubiese reprochado de imprudente semejante proceder. Y si nos remontamos a un otro orden de ideas más elevadas, veremos que Dios, Ser de los seres, es libre y feliz por esencia; no obstante hallarse siempre y necesariamente fijo en el bien, y eternamente separado del mal; ¿y es otra acaso la tendencia del ser formado a su semejanza, toda vez, que por un acto supremo de su libertad quiere prevenir de antemano los veleidosos caprichos de un corazón de suyo inconstante y rebelde? ¿De un corazón que, inútilmente fatigado en buscar la dicha que no puede hallar en las criaturas sobre la tierra, la busca en Dios, creándose, por su propio albedrío, una dulce y feliz necesidad que lo mantenga firme junto al bien y lo aparte constantemente del mal?

Oíd a este propósito al célebre monsieur de Chateaubriand: Él dice que, en estos últimos tiempos, se ha declamado mucho contra el voto monástico y, con todo, no es difícil aducir en su favor poderosas razones sacadas de la naturaleza de las cosas y de las necesidades mismas de nuestra alma. Lo que principalmente hace al hombre desgraciado es su propia inconstancia, y el abuso frecuente de su libre albedrío; fluctuando de sensación en sensación, de pensamiento en pensamiento, sus afecciones tienen la misma movilidad que sus ideas, y éstas la misma insubsistencia que aquéllas. Semejante situación abisma al hombre en una congojosa inquietud de la que no puede salir, sino cuando una fuerza superior lo liga a un objeto sólo. Entonces se le ve arrastrar alegremente su cadena; pues aunque infiel, aborrece no obstante la infidelidad; de suerte que el artesano, por ejemplo, es mas feliz que el rico desocupado, por estar sujeto a un trabajo forzoso que le quita toda ocasión de ajenos deseos y de inconstancia, y la ley prohibitiva del divorcio ofrece menos dificultades que la que lo permite. El voto perpetuo, es decir, la sujeción a una regla inviolable, lejos de sumergirnos en el infortunio es, por el contrario, una disposición favorable a nuestra felicidad, porque tiende a escudarnos contra las ilusiones del mundo; si ponemos en una balanza los sinsabores y sufrimientos que acarrean las pasiones y los brevísimos goces que procuran, veremos que el voto es, aún en la época mas florida de la juventud, un grande y efectivo bien.

Me diréis quizá que, alguna vez, se han visto religiosas que acaban por arrepentirse de su estado, y cuya existencia es un anticipado infierno. Convengo con vosotros en la realidad innegable de un hecho, por fortuna, poco frecuente; mas no es lógico deducir de aquí, nada contrario a lo que os llevo dicho: ¡Qué! ¿en todos los estados, en todas las condiciones de la vida, no se ven ejemplos de arrepentimientos amarguísimos? Pretender, pues, una garantía, a fin de que cada cual conserve la libertad necesaria para no desesperarse, para cambiar a su antojo de condición importaría establecer un principio tan monstruoso como funesto que, aplicado a casos particulares, minaría (en pocos instantes) los cimientos del orden social. La idea sola de que este cambio fuese posible sería bastante a excitar, con vehemencia, el deseo de conseguirlo, y entonces veríamos a muchos esposos abandonar su tierna prole en la orfandad y la miseria, por haberse apoderado de sus corazones un amor extraño. ¡Oh!, ¿y quién no ve el abismo a que conduce tan inmoral y absurda doctrina?

Aquellos que no extienden sus miradas más allá de este mundo, que hacen consistir la felicidad en el goce de los placeres, ventajas y comodidades que les brinda, no conciben cómo pueda vivirse contento en el retiro, en la mortificación de la carne y en el ejercicio de austeras virtudes; porque jamás saborearon las delicias de la vida espiritual, ni bebieron nunca las purísimas aguas con que Dios riega estos amenos jardines del catolicismo.

¿Queréis una prueba práctica de mis anteriores asertos? Sea: muy reciente es la historia de la Revolución francesa del pasado siglo, cuyos corifeos se propusieron entre mil otras innovaciones sacrílegas, libertar a las víctimas del claustro, abriendo de par en par sus puertas; ¿y qué sucedió? ¡que comunidades enteras arrastraron los suplicios y la muerte antes que faltar a sus sagrados votos; que la superiora de un convento marchó, con frente serena, acompañada de todas sus hijas al cadalso, entonando, llenas de júbilo, las letanías de la Santísima Virgen; sin que este hermoso cántico cesase mientras la fatal guillotina no apagó la voz de la última religiosa sacrificada! Igual escena se repitió en España y otras naciones de Europa, donde los revolucionarios filántropos abrieron las puertas de los monasterios, cuyas moradoras prefirieron el abandono, el hambre, la desnudez y la miseria a la profanación de su santo estado.

Por otra parte, la Iglesia prudente siempre y previsora permite, existiendo grave causa, la traslación de una religiosa a otro monasterio, y aun la secularización, si el motivo es en extremo urgente. ¿Dónde está pues entonces, la dureza, la crueldad, la tiranía, de que la acusan sus injustos adversarios?

Añado, por último, que los institutos monásticos, lejos de ser inútiles en la actualidad, son demasiado provechosos, no ya sólo por el benéfico influjo que ejercen sobre la mujer, mostrándole de continuo, el tipo ideal de su más bello y esencial adorno, el pudor; no ya sólo porque las plegarias que desde ellos suben todos los días al trono del Eterno desarman la justicia celeste cuya explosión provocan a cada paso nuestras iniquidades; sino también porque constituyen un elemento reaccionario contra el sensualismo a que se aboga sin rebozo, por la rehabilitación de la carne (principio tanto más temible, cuanto que se difunde por escritores que se precian de católicos y según los cuales el cristianismo es una excelente religión, pero que necesita aún amoldarse a las circunstancias de la época, mitigando su excesiva severidad con respecto a la carne, sus exigencias y propensiones). Mas permitidme que otra vez os pregunte con un eminente apologista: ¿No es cierto que, en vez de reprochar al espíritu su tiranía sobre la carne, hay más bien que echar en rostro a ésta su tenaz rebeldía contra aquél?, ¿no es indudable que si el hombre se degrada y prostituye, no es porque sostiene con extremada firmeza el dominio del alma, sino porque se muestra sobrado débil ante las rebeliones del cuerpo? ¿Está acaso muy exaltado ahora el espíritu y muy deprimida la carne? ¿Habrá, por ejemplo, que obligar a muchos de vosotros a que moderen sus vigilias, maceraciones y ayunos? ¿habría que arrancarles el silicio de sobre los lomos y quitarles de la mano la sangrienta disciplina? ¡Ah! esa sonrisa que asoma a vuestros labios, me asegura que no hay por qué afligirse ni temer en este orden, y que los peligros de destrucción corporal se encuentran en el extremo opuesto, como lo acreditan elocuentemente los hospitales, esos puntos de reunión de todos los dolores físicos donde no hay un solo paciente conducido allí por los rigores del ascetismo y de la penitencia, mientras que los hay en inmenso número llevados al lecho de la muerte, en la primavera de la vida, por los excesos de la malicia, de la disolución y el libertinaje.

¿Y podréis negar entonces que es sobremanera útil, conveniente y hasta de todo punto necesario, oponer un contrapeso a esa tendencia sensual y destructora que lo invade todo, causando males sin cuento, al individuo, a la familia y a la sociedad? ¿No será, por lo mismo, de suma importancia un monasterio, que ofrezca el ejemplo del más elevado espiritualismo, y satisfaga así una de las más imperiosas necesidades que al presente sentimos y confesamos?

¡Oh! Rasgad pues ya la opaca venda de impías e irrazonables preocupaciones, y veréis brillar, a vuestros ojos, el luminoso astro de la verdad católica. Guiaos por su luz, en especial, vosotros, jóvenes cristianos, y evitaréis los escollos de la falsa ciencia. Desnudaos de ese pedantismo que os ridiculiza y desluce. No aventuréis jamás, vuestro prematuro dictamen, en materias que exigen detenidos estudios, y que están profundamente cimentadas, en el irrecusable testimonio de aquél que no puede engañarse, ni engañarnos.

Estas ligeras reflexiones, pueden ya suministraros, hermanas mías, alguna idea de la alta, digna y hermosa misión que estáis llamadas a cumplir. De vosotras depende que este nuevo plantel de la religión seráfica florezca, por el ejercicio de todas las virtudes, y preserve, con el aroma que exhale, del contagio del vicio a innumerables almas. Para ello, es preciso no olvidar, por un solo instante, que vais a ser las esposas del Dios Crucificado, y que habiendo voluntariamente renunciado el mundo, sus vanidades y placeres, tenéis que reducir, como el Apóstol, vuestro cuerpo a servidumbre, por la penitencia, la oración, el retiro y la abstracción total de los bienes y de los afectos terrenales. ¡Felices vosotras si, ajustando vuestra conducta a las severas prescripciones de vuestra santa regla, consigáis atraeros las miradas de Dios y las bendiciones de vuestros semejantes! ¡Felices, si sabéis corresponder dignamente a la santidad de vuestra vocación! Empero desgraciadas ¡mil veces desgraciadas! si sustraídas materialmente del bullicio mundanal, traéis al santuario un corazón que no esté absolutamente vacío de todo apego inmoderado a las cosas de la tierra, y que no palpite ansioso, ¡por las cosas celestiales! ¡Desgraciadas, si permitís que penetre hasta vosotras el espíritu de la disipación, de la tibieza, de la discordia y la inobservancia de vuestras constituciones!

¡Oh!, yo me lisonjeo con la esperanza de que, impulsadas por el vehemente anhelo de buscar en Dios vuestra santificación y salvación, os haréis dignas de gozar las delicias de la paz que reside en el claustro, de esa paz rico patrimonio de las almas puras, timoratas y fieles al Señor. Que él os bendiga y comunique profusamente su gracia, a fin de que buscándolo solícitas en la tierra, os incorporéis, un día, a esa cándida muchedumbre que forma su comitiva gloriosa, en el cielo que os deseo.

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1870 CARTA PASTORAL

Al venerable deán y cabildo eclesiástico, al clero y fieles del obispado, salud y paz en el señor

Instituido, sin merecimiento alguno, obispo coadjutor del ilustrísimo y digno prelado diocesano doctor don Rafael Salinas, por las letras apostólicas que su santidad el romano pontífice Pío IX se ha dignado a pedir en favor mío, a consecuencia de la presentación que, de acuerdo con el referido ilustrísimo prelado, se sirvió hacer de mi demeritoria persona el excelentísimo patrono nacional , he creído oportuno y necesario dirigir al venerable deán y cabildo eclesiástico, al respetable clero secular y regular, y a todos los fieles de la diócesis de Cochabamba mi débil voz, para expresarles los contrarios sentimientos de inquietud, temor y congoja, igualmente que de consuelo, alegría y esperanza que abriga mi espíritu, al considerar, por una parte, mi pequeñez e insuficiencia para sobrellevar el enorme peso del episcopado, y por otra el acendrado celo y la índole altamente religiosa que distinguen al clero y pueblo confiados a mi vigilancia y solicitud. Esta consideración, a la vez que me anonada y confunde, me obliga a tributar rendidas y fervientes gracias a la divina y adorable providencia del Señor que, sin tener en cuenta mi indignidad suma, ha querido conferirme una misión, aunque elevada y sublime, en extremo difícil y espinosa, bajo tan favorables y lisonjeros auspicios.

Sí, carísimos hermanos e hijos míos, yo bendigo, lleno del más profundo reconocimiento, la bondad infinita del gran Padre de familias que así me encomienda el cuidado y cultivo de un terreno fértil y bien preparado, en el que la preciosa simiente de la doctrina católica ha producido y producirá en adelante opimos y sazonados frutos, y que, asociándome de expertos e infatigables colaboradores, me constituye pastor de un aprisco que anhela ansioso el pasto saludable de la verdad evangélica; rechazando con instintiva repugnancia e invencible disgusto la venenosa hierba de la impiedad que causa hoy día el malestar y la muerte de muchos pueblos infelices, cuyos pastores lloran desolados, cual otros Jeremías, sobre las ruinas de la cuidad santa, al ver que sus ovejas, emponzoñadas con aquel tósigo mortífero, se extravían del redil para entregarse indefensas e incautas a carniceros lobos.

Que tan triste ejemplo, a la par que excite piedad y compasión hacia aquellos desventurados hermanos nuestros, nos sirva de estímulo para permanecer siempre ligados con el vínculo de una sola fe, de una misma esperanza y de una recíproca y ardiente caridad, a la firme y robusta columna de la Iglesia católica, apostólica, romana, en cuyo seno solamente brilla la esplendorosa antorcha que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, mostrándole, al través del oscuro y áspero desierto de la vida, la única senda segura que conduce a la eterna felicidad.

Efectivamente, el corazón se contrae de angustia, amados hijos, y se subleva horrorizado ante ese cúmulo de perversas doctrinas y abominables principios, que proclamándose en alta voz por hombres que se dicen los representantes de las ideas de las naciones más civilizadas del mundo, constituyen la profesión de fe de la escuela racionalista moderna; escuela lejana a la íntima profesión del último romano, «ut quidque intellegi potest ita aggredi etiam intellectu oportet». Bástame para convenceros y para justificar mi alarma y mis temores a este respecto llamar vuestra atención sobre las siguientes frases, proferidas y publicadas hace pocos meses, por los libres pensadores parisienses que se adhirieron al Anticoncilio de Nápoles; helas aquí: «Etant donné que l'idée de Dieu est l'origine et le soutien de tout despotisme et de tout injustice et que la religion catholique represente la personification la plus complète et terrible de cette idée, les libres penseurs de Paris se voient dans l'obligation de travailler en faveur de l'abolition rapide et radicale du Catholicisme et son aneantissement par tous les moyens compatibles avec la justice».

Tan monstruosa y deplorable aberración de ideas y sentimientos, último y supremo esfuerzo del orgullo, germen funesto de la depravación angélica y de la depravación humana, importa sin embargo, amados hijos, un poderoso argumento ad hominem en favor de la fe que profesamos, y cuya gloriosa apología se hace al confesar paladinamente: Fuera de la luz que el catolicismo derrama sobra la noción de Divinidad y las consecuencias que de ella se derivan en todo orden, no existen sino las negras y pavorosas tinieblas del absurdo y espantoso ateísmo. He ahí como el racionalismo moderno que hasta aquí se cubriera con el mentido ropaje del celo religioso de que se fingía penetrado, al asestar sus tiros a la Iglesia católica adulterada y mancillada, según él, por la ignorancia y la superstición de sus prosélitos, por la perversidad y la ambición de sus ministros y propagandistas, he ahí como se arranca con sus propias manos la careta de la hipocresía y del dolo, para mostrarnos su horripilante faz en toda su desnudez y deformidad espantosas, revelando (sin rodeos y a las claras) sus tendencias destructoras de la idea de Dios, y con ella de la fuente de toda verdad y de todo bien, palabras que carecerían completamente de sentido, en la hipótesis, por fortuna imposible, de que llegara a extinguirse entre los hombres la noción de un Ser absoluto de quien todo procede como de su principio, y a quien se encamina todo, como a su último fin.

No os dejéis pues seducir con vanas y falaces teorías. ¡Alerta!, pues, amados hijos, ¡alerta! no os sorprendan esos misioneros de Satán, que pretenden eclipsar con su hálito inmundo el brillo del Sol eterno que nos alumbra y vivifica, ¡alerta! que ellos se valen de todos los medios apropiados para esparcir sus detestadas máximas y muy especialmente de la prensa; prostituyendo así ese bello invento del ingenio humano, y convirtiéndolo en inicuo resorte de sus miras subversivas de todo orden, de toda autoridad, de todo principio, de toda virtud.

El ojo previsor y vigilante de nuestro santísimo padre, el gran Pío IX, descubrió hace ya mucho tiempo, al través del dorado velo con que el desarrollo de las ciencias y de la industria cobijaba a nuestro siglo, el peligroso cáncer que roía sus entrañas; y es para aplicarle el remedio, para cauterizar ese cáncer que ha reunido hoy en torno suyo a todos los obispos de la catolicidad, en esa asamblea augusta y venerable de la que, como de un manantial purísimo, brotaran —para difundirse por toda la superficie del globo— las aguas purificadoras de la verdad, cuyo triunfo será tanto más cumplido y espléndido, cuanto más rudos son los ataques que se le dirigen; porque inmortal por su naturaleza, no hay cuidado de que sucumba en la batalla con el error, que lleva en sí mismo el germen de su destrucción.

La época que atravesamos es verdaderamente de angustia y prueba para nosotros, amados hijos, porque las furias infernales se han conjurado con audacia inaudita contra la Iglesia, desplegando su tenebroso poder para aniquilarla si dado les fuera y no estuviera escrito: «…et portæ inferi non præualebunt aduersum eam». Mt 16 18. Entre los numerosos y malignos artificios de que hacen uso frecuente para lograr sus depravados fines, hay uno que consiste en presentarla como una institución añeja y caduca, sin objeto ya en la actualidad, hostil y opuesta al progreso individual y social ¡qué conjunto de extravagancias y de blasfemias amados hijos! La más leve tintura de la historia es suficiente para apreciar hasta qué punto son erróneas y calumniosas semejantes aserciones. ¿Quién no conoce, en efecto, los grandes e inestimables beneficios que en todo tiempo ha prodigado la Iglesia católica al mundo que le debe esa civilización cristiana de que tanto se gloria? ¿Quién sino esa religión divina, cuya fiel depositaria y representante ha sido la Iglesia, disipó con la luz de su doctrina las tinieblas del paganismo, y desinfectó con el aroma de heroicas virtudes, la mefítica y pestilente atmósfera que respiraban las antiguas sociedades, trabajadas por todo linaje de vicios y excesos? ¿Quién desmontó los bosques y cultivó los vastos eriales, que hoy sirven de asiento a las más celebres y florecientes poblaciones de la Europa? ¿Quién rompió las cadenas del esclavo, elevó a la mujer al rango que hoy ocupa? ¿Quién suavizó las costumbres feroces de los hijos del Norte, moderó los rigores de guerra y templó los bárbaros abusos del poder en los reyes? ¿Quién ennobleció las artes, salvó las ciencias y las letras en la edad media? ¿Quién…? pero sería una tarea inacabable el señalar, siquiera ligeramente, los importantísimos servicios de que somos deudores a la Iglesia católica, y los que sólo una ignorancia supina o una incalificable ingratitud osaran negar y desconocer; sin embargo no hay por qué extrañar lo que sucede con el catolicismo, pues él sigue la suerte de su Divino Fundador cuya inocente sangre pedía a voces el pueblo, en cambio de los inmensos bienes de que lo colmara.

No habiendo podido el maléfico genio de la impiedad coronar con el éxito sus desesperados esfuerzos para impedir la reunión del Concilio Ecuménico Vaticano, ha recurrido ahora a la mentira y la calumnia en sus más cínicas manifestaciones, para infundir la desconfianza en los gobiernos y hacer vacilar la fe de los pueblos, en orden a las decisiones que han de emanar de aquella santa e ilustre asamblea, salvadora de los más caros y preciosos intereses de la religión y de la humanidad. Por desgracia, esta estrategia luciferina parece haber surtido algún efecto en ciertos espíritus, o demasiado superficiales, o en extremo propensos a la incredulidad religiosa; lo que sucede particularmente con la juventud a la que me dirijo, exhortándola con toda la efusión de mi ternura, con todo el interés y las simpatías que por ella abrigo, a que no precipite jamás su dictamen en materias de suyo delicadas, y para cuya debida apreciación se requiere un caudal competente de conocimientos adquiridos con largos estudios, y una imparcialidad severa y exenta del influjo de las pasiones fogosas de la adolescencia. Sí, jóvenes amados, hay empeño —y empeño sistematizado y tenaz— en pervertir vuestras ideas, en arrebataros la fe de vuestros padres, en inspiraros hacia ella aversión y repugnancia… ¡Ah! los que tal procuran son vuestros verdaderos asesinos, vuestros más crueles y despiadados verdugos. Esas bellas palabras —libertad y progreso— son las efímeras flores con que cubren el puñal homicida que se quiere sepultar en vuestra inteligencia y en vuestro corazón. Desengañaos, la verdadera libertad y el progreso bien entendido sólo nacen y crecen a la sombra del árbol del catolicismo: Donde reside el espíritu del Señor allí está la libertad. Sed perfectos como lo es vuestro padre que está en los cielos. Ved que mañana seréis vosotros los depositarios de los destinos de la patria, ¿y qué sería de ésta, entregada en manos de hombres destituidos de creencias y sentimientos religiosos? ¿Qué base tendrían entonces las instituciones, qué vigor las leyes, qué estímulos la conciencia, qué garantía la justicia, qué móvil las nobles acciones, qué apoyo las virtudes públicas y privadas…? Lo dejo a vuestra consideración.

Otra escuela que se da el título de neocatólica, sin atreverse a suscribir el símbolo ateísta que os he citado, y mostrándose animada de un celo asaz sospechoso, esquiva la nota de herejía e impiedad que justamente merece, afirmando que sólo se propone depurar la doctrina evangélica de los borrones con que la han oscurecido y desfigurado los papas, obispos y sacerdotes; empero salta a los ojos que, si el vicario de Jesucristo y los obispos que componen la Iglesia docente hubiesen podido oscurecer y alterar la verdadera doctrina del Evangelio, la autoridad divina de este libro (que ellos se jactan de reconocer y acatar) sería completamente ilusoria y falsa, como quiera que en él se registran estas solemnes y terminantes palabras, dirigidas por el Dios hombre a Pedro y a los demás apóstoles, de quienes el romano pontífice y los obispos son sucesores: «Et quodcumque ligaueris super terram, erit ligatum et in cælis: et quodcumque solueris super terram, erit solutum et in cælis». Mt 16 19.

¿Quién no advierte pues a primera vista que la asistencia divina, tan explícitamente prometida y tan fielmente prestada a la Iglesia docente, es una de las verdades fundamentales que encierra ese mismo Evangelio que los neocatólicos, pretenden hallarse hoy adulterado y oscurecido? ¿Quién no ve que sin esta divina asistencia garantizada por la indefectible promesa del Hijo de Dios, la herejía y la impiedad filosófica que no han omitido esfuerzo alguno para destruirla; siendo ésta una de las más perentorias pruebas de que el catolicismo es una institución divina incapaz por consiguiente de ser mellada por la débil mano del hombre? Es pues evidente que nuestra fe dejaría de ser verdadera, desde el instante en que pudiese sufrir alteración o cambio, siendo como es en el orden intelectual y moral lo que los axiomas y primeros principios en las ciencias físicas y matemáticas, inmoble, inmutable, superior a todas las vicisitudes hijas de la falible razón humana. ¿Qué sería del edificio, si la columna se moviese? La Iglesia, es pues, esa firme e incontrastable columna, que sostiene el grandioso edificio de nuestras creencias, las que a su vez producen las virtudes más eminentes, los derechos más sagrados y los deberes más legítimos del hombre, de la familia y de la sociedad.

Otro de los males cuyo contagio se deja sentir de algún tiempo a esta parte entre nosotros es, no hay por qué disimularlo, la inconcebible temeridad con que algunos cristianos poco advertidos se permiten palabras irrespetuosas y hasta rechiflas y burlas saturadas de odio y menosprecio al hablar del soberano pontífice; declarándose abiertamente en favor de los adversarios de la Santa Sede. Semejante conducta es en todo punto inconciliable con el nombre y la profesión de católico, quien ante todas cosas debe amar, venerar y defender su religión, so pena de ser un tránsfuga de ella; ahora bien, nadie ignora que el dictado de papa en los labios de un cristiano es sinónimo de padre, y que en lo espiritual lo es suyo el vicario de Jesucristo; según eso, ¿qué calificativo podrá darse a un hijo que se rebela contra su padre, que hace causa común con sus enemigos y perseguidores, que goza en sus padecimientos y se aflige de sus prosperidades, que emplea, tratándose de él, un lenguaje descomedido y osado? ¡Ah! un tal hijo merecería indudablemente la maldición que pesó un día sobre Caín y su generación:

«Ainsi Abel offroit en pure conscience
Sacrifices à Dieu, Caïn offroit aussi:
L'un offroit un cœ doux, l'autre un cœr endurci,
L'un fut au gré de Dieu, l'autre non agreable…»

Si a esto se agrega que el pontífice que rige hoy la Iglesia se halla adornado de las cualidades más distinguidas y de las más preclaras virtudes, si se reflexiona que Pío IX es uno de esos hombres providenciales que Dios regala muy de tarde en tarde al mundo, como un presente inestimable y magnífico de su clemencia infinita, un pontífice cuya magnanimidad y nobleza de espíritu, cuya justificación y firmeza sólo igualan a la dulzura angelical de su carácter, se tendrá la medida de la perversidad e ingratitud de esos hijos desnaturalizados, de esos Judas que en coro con los enemigos de su padre y maestro claman: Crucifige eum… Crucifige eum. ¡Oh! ¿Es posible que habiendo individuos que llevan el amor a la patria y la familia hasta un extremo exagerado de exaltación e intolerancia, miren no sólo con estoica indiferencia, sino con aversión y desprecio lo que hay de más sagrado, amable y precioso en este mundo, la religión fuente de todos los bienes y remedio de todos los males que aquejan esta vida fugaz y transitoria, en cuyos lóbregos y temerosos linderos no hay ni puede haber más luz, más consuelo ni esperanza que ella? Que los que no la conocen, que los que no han participado de sus beneficios la desdeñen, nada tiene de extraño; pero que el que ha abierto los ojos en su regazo maternal, el que ha sentido y experimentado sus dulces caricias, su tierna solicitud, sus amorosos cuidados, la rechace como a una madrastra despótica y aborrecible, he ahí lo que no se comprende, sin suponer una perversión lastimosa del sentimiento y del instinto naturales.

Os dije ya que uno de los medios que con mejor resultado suele poner en acción la impiedad en nuestros días, para conseguir sus intentos, es la prensa periódica. Sorprende a la verdad el descaro con que los periódicos que se titulan liberales consignan en sus columnas las más groseras falsedades y las mentiras más vergonzosas, siguiendo a la letra el tan sabido consejo del corifeo de la incredulidad del pasado siglo, Voltaire, que decía a sus discípulos: «Mentez, mentez avec audace puisqu'il reste toujours quelque chose!» Estad pues prevenidos contra ese lazo que se os tiende, y no aceptéis a fardo cerrado todo lo que se escribe con respecto a la Iglesia y a su augusto jefe, suspended vuestro juicio y tomaos el trabajo de investigar la verdad de las cosas, no precedáis en el importante negocio de vuestra religión, como no obraríais ciertamente si se tratara de despojárseos de vuestra honra o de vuestros intereses temporales, no os dejéis arrastrar por el ciego impulso de la naturaleza maleada y propensa, desde su primitiva caída, a acoger sin examen todo lo que halaga y secunda sus viciadas inclinaciones, y conduce a abrir ancha puerta a la satisfacción de sus deseos criminales; porque no lo dudéis, ese odio hidrófobo a Jesucristo y su Iglesia, parte principalmente del corazón que se subleva a la vista de la severa moral del Evangelio, cuyos austeros principios se empeña en relajar a nombre de la libertad y de la tolerancia, palabras que en labios del impío son absurdas y contradictorias, porque mientras proclama como un derecho sacratísimo la libertad de conciencia y la tolerancia en materia de religión, despliega todos sus conatos y echa mano de los recursos más inicuos para combatir el catolicismo y violentar la conciencia de sus adeptos, suscitando hacia ellos la animadversión y el ridículo. Todo lo cual, no obstante, viene a corroborar cada vez más la divinidad de los oráculos de nuestra fe sacrosanta; pues hace diecinueve siglos que el doctor de las naciones, san Pablo, anunciaba con voz profética lo que, día por día, se realiza actualmente en medio de nosotros; decía que aparecerán falsos doctores y seudoprofetas, lobos rapaces que devorarán a sus corderos y destrozarán el rebaño y que, de entre vosotros mismos, surgirán hombres que prediquen doctrinas perversas y nada enriquecedoras, para atraerse partidarios y discípulos. Alerta pues, amados hijos, que ellos se os darán a conocer por sus tendencias y sus obras.

Me he detenido, amados hijos, tal vez más de lo necesario en estas reflexiones no porque me asista duda alguna acerca de vuestra adhesión inviolable a la fe de vuestros mayores, de lo que estoy íntima y gratamente convencido, sino para que ellas sirvan de prevención a los sencillos e incautos, y les hagan retirar el pie de las redes, que con solapada astucia les preparan los injustos enemigos de nuestra religión adorable —«Immisit enim in rete pedes suos, in maculis ejus ambulat» Jb 18 8— ahora que con ocasión del Concilio Ecuménico, sus dogmas y sus prácticas son el asunto favorito de las conversaciones y el tema obligado de todas las disputas; ahora que las cuestiones religiosas han abandonado los liceos y las academias para trasladarse a los salones y los estrados; resultando de aquí que en ellas toma muchas veces parte hasta el bello sexo, no sin grave peligro de ver naufragar su fe y el espíritu de fervorosa piedad que lo distingue.

Y si cuando el ejército enemigo rodea una plaza, el soldado que la custodia debe estar con el arma en mano para defenderla, debe permanecer en vigilia incesante para evitar una sorpresa; ¿con cuánta razón, oh, venerables sacerdotes y hermanos míos, nosotros los centinelas de Israel y soldados de la milicia de Cristo, no deberemos aprestarnos, cual valerosos guerreros, a la defensa de Sion circunvalada de amenazadoras huestes? Subamos pues a lo alto de sus muros y torreones, y rechacemos con denodado brío a esa temible falange que la embiste sañuda y alzado el ariete para zapar la gran piedra, sobre la que cimentó su Divino Constructor. Pero ¿cuál el medio más adecuado para obtener el triunfo? Yo os lo diré: unámonos todos en el Señor, sin cuyo auxilio trabajaremos en vano. Reanímese nuestra fe, de suyo poderosa, para asegurarnos la victoria. Armémonos con las armas del estudio, el retiro, el ayuno y la oración, y más que todo, opongamos a los tiros de la impiedad, la égida impenetrable de una vida santa, ejemplar y fecunda en virtudes sacerdotales, tanto más necesarias ahora, cuanto que nuestros adversarios, cerrando los ojos para no verse a sí mismos, los tienen provistos de finos lentes para observar nuestras más leves acciones, con el siniestro fin de arrancar de las manchas del hombre concebido en la iniquidad argumentos contra la Religión inmaculada de que es ministro. No olvidemos que nuestro divino Maestro antes de anunciar la Buena Nueva, empezó a practicarla él mismo; preciso es pues que, a imitación suya, nosotros sus vicegerentes sobre la tierra, sus coadyuvadores, acreditemos la viveza de nuestra fe y robustezcamos nuestra palabra y enseñanza, con la regularidad de nuestra conducta y la pureza de nuestras costumbres, para que nuestros enemigos se confundan no teniendo mal ninguno que decir de nosotros. Implorando para ello asiduamente el socorro de aquél cuya gracia nos fortifica y nos hace en cierto modo omnipotentes para el bien, según esta sentencia del Apóstol; «Qui nunc gaudeo in passionibus prouis, et adimpleo ea, quæ desunt passionum Christi, in carne mea pro corpore ejus, quod est Ecclesia». Col 1 24. ¡Ay del ministro que, en vez de servir de antemural a los ataques del enemigo, se constituye en puente que le facilita el acceso al santuario, donde penetra sacrílego, destrozando con la misma espada al centinela traidor y el altar de que era custodio!

Son, pues, en cierta manera reos de tamaña alevosía aquellos sacerdotes y, en especial, los párrocos que, ya por una incuria culpable, ya por una reprensible condescendencia, permiten y toleran abusos condenados por la religión entre sus feligreses, los cuales creen, quizá sinceramente, que no hay inconveniente alguno en mezclar, a los actos más sagrados del culto, las disipaciones, excesos y desordenes a que se entregan con ocasión de las festividades religiosas, convirtiéndolas en una parodia de las saturnales del gentilismo y suministrando, sin sospecharlo siquiera, armas a la impiedad, que toma do hay pretexto, para escarnecer nuestras creencias y deprimir nuestro ministerio. Doloroso pero necesario es decirlo, que esto suele ocurrir con no rara frecuencia, particularmente entre las gentes del pueblo y de la campiña.

Recordemos pues, hermanos míos, que siendo nosotros la luz del mundo debemos disipar las tinieblas de la ignorancia; y siendo la sal de la tierra, ahuyentar la infección del vicio para poder conducir, con el doble cayado de la palabra y del ejemplo, la cara grey de Jesucristo a los siempre verdes y frondosos prados del Edén celestial, que es el fin supremo de nuestra misión sobre la tierra; mas, si así no lo hiciéramos, caerán sobre nosotros estas formidables amenazas que nos intima el Señor: «Uæ pastoribus, qui disperdunt et dilacerunt gregem pascuæ meæ!» Jr 23 1.

Verdad es, que no es fácil extinguir ex abrupto abusos inveterados en el transcurso de largos años, mas no por eso declina la obligación imperiosa que tenemos de trabajar paulatina pero constantemente en abolirlos, empleando todos los medios a ello conducentes. Por fortuna, nuestras masas se distinguen por su docilidad y completa sumisión a la voz de sus pastores, y cuando éstos logren persuadirlas de que no se proponen otra mira que su mejora y bienestar temporal y eterno, no es verosímil que se resistan a complacerlos y prestarles obediencia, toda vez que se les exija, con sagacidad, dulzura y energía, la renuncia de sus malos hábitos, y de sus costumbres supersticiosas y contrarias al Evangelio; pues mientras esta clase de la sociedad no comprenda el verdadero espíritu de aquel Divino libro, es de todo punto imposible obtener de ella los frutos del cristianismo en el orden moral. No desmayéis pues, hermanos míos, en la noble tarea de argüir, rogar, increpar e instar oportuna e importunamente, con toda paciencia y doctrina, a efecto de establecer y afianzar el imperio de la fe y de las virtudes entre vuestros feligreses —a quienes debéis ante todas cosas el pan de la enseñanza— sin consentir que hiera vuestros oídos la gemebunda voz de Jeremías.

Por lo que a mí toca, no dejaré de insistir constantemente en recomendaros, como es de mi obligación, el cumplimiento de todos vuestros deberes sacerdotales, esforzándome por llenarlos yo también con el socorro divino y coadyuvado de las luces y consejos del ilustre obispo propietario y del Vuestro Senado eclesiástico, cuyos dignos y respetables miembros se encuentran animados del celo más ardiente por la honra de la casa del Señor, por el vigor de la disciplina eclesiástica y la fiel custodia de los intereses sacratísimos de nuestra santa religión, lo cual hará, no lo dudo, que reunidos en torno del indigno prelado que os habla, trabajaréis de consuno en la grande obra del aumento del Divino culto y la florescencia de las virtudes cristianas.

Los inequívocos y reiterados testimonios de adhesión, benevolencia y respeto, que todos vosotros, sin distinción de clases ni condiciones, me habéis dispensado y no cesáis de prodigarme, amados hijos, obligando cada vez más mi gratitud, hacen que yo me prometa fundadamente la satisfacción de mis ardentísimos votos por vuestra ventura en el tiempo y vuestra salvación en la eternidad, nobles objetos para cuyo logro os recomiendo, con el mayor encarecimiento, la firmeza en la fe, la perseverancia en las buenas obras y —muy especialmente— la caridad y el amor recíproco, amaos sí, los unos a los otros, sin excluir a vuestros enemigos y ofensores, teniendo presente el mandato de Jesús: Amad a vuestros enemigos, Enemigosniykichejta munakuychej, Uñisirinakamarux munapxam. Disimulaos pues recíprocamente vuestras faltas, perdonaos vuestros mutuos agravios, esforzaos finalmente por reproducir en lo posible, entre vosotros, la bella imagen de los primitivos fieles, de los que se dice en los Hechos apostólicos que no tenían sino una sola alma y un sólo corazón.

Y vosotros artesanos, mis tan queridos hijos, distinguíos siempre por vuestra piedad, vuestra honradez, vuestro amor al trabajo y vuestras buenas costumbres, huyendo de todos los excesos que deshonran al hombre y lo hacen aborrecible a los ojos de Dios y de sus semejantes; educad cristianamente a vuestros hijos, inspirándoles con vuestras lecciones y ejemplos, antipatía y horror por la mentira, la mala fe, la infidelidad en los contratos, la deshonestidad, la embriaguez y todos los vicios; de este modo tendréis de vuestra parte la protección del cielo, la estimación y confianza de vuestros conciudadanos.

Ayudadme, por último, todos vosotros, amados hijos, a sobrellevar el enorme peso que gravita sobre mis débiles hombros, y a corresponder a los nobles deseos y piadosas esperanzas del venerable y digno pastor de esta grey, que ha creído encontrar en mi humilde persona, un sustituto que lo remplace en el arduo ejercicio del ministerio pastoral que tan honrosamente desempeñara por el espacio de doce años. A este fin, os pido que elevéis vuestras asiduas y fervientes plegarias al trono del Dios Omnipotente y misericordioso, a quien a mi vez ruego, quiera colmaros con la abundancia de sus dones y confirmar la bendición que de lo íntimo de su alma os envía, vuestro amantísimo hermano y padre en Jesucristo.

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1) Gabriel René Moreno anota: «una pequeña calumnia a Voltaire colgándole lo que nunca dijo». BIBLIOTECA BOLIVIANA, CATÁLOGO DE LA SECCIÓN DE LIBROS Y FOLLETOS 132 (1879).

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1871 DISCURSO

En la solemnidad del jubileo pontificio

Después que el bienaventurado príncipe de los apóstoles trasladó su cátedra de Antioquía a Roma, y ejerció en esta famosa metrópoli del mundo las funciones de su apostolado supremo durante 25 años y dos meses, ninguno de sus sucesores desde san Lino hasta Gregorio XVI, en el largo transcurso de más de 18 siglos, ha llegado a igualar ni exceder en el régimen del Iglesia universal aquel periodo de tiempo. Esta circunstancia notabilísima repetida con una regularidad y constancia asombrosas, había llamado justamente la atención de los historiadores eclesiásticos y del pueblo católico en general, especialmente en Italia, hasta el punto de crear una convicción tan íntima y arraigada que se creyó casi imposible de que ningún soberano pontífice viese ya los días de Pedro; non uidebis dies Petri.

Mas he aquí, amados hijos, que entre los singulares caracteres que distinguen al memorable y glorioso pontificado de nuestro santísimo padre, el gran Pío IX, aparece la única excepción de este hecho secular en favor suyo, pues el 16 de junio del año actual ha cerrado el aniversario vigésimo quinto de su elevación a la sede Pontificia. Este acontecimiento verdaderamente extraordinario, unido a la consideración de las preclaras virtudes y altísimos dotes que hacen de este venerable anciano una reproducción fiel del primero de los apóstoles —permitiéndome ver en tan misteriosa coincidencia una especial providencia del señor— me obliga a empezar hoy mi discurso exclamando con el salmista: «A Domino factum est istud et est mirabile in oculis nostris!» Sal 118 23.

En medio del horrible trastorno de los principios fundamentales de la religión y la moral causado por las ideas revolucionarias hijas del socialismo y de la demagogia, cuando la sacrílega usurpación de Roma y de los estados pontificios, con su inmundo cortejo de excesos abominables y de horrendos crímenes, cuando la tenaz persecución declarada al catolicismo en la persona de su primer y Augusto jefe visible, cuando todo esto, digo, podría escandalizar a las almas débiles y hacer vacilar su fe en las promesas divinas, amados hijos, el Dios —que prueba su Iglesia, pero que nunca la abandona— ostenta una particular predilección hacia su vicario cautivo en su propio palacio, otorgándole el extraordinario privilegio de asemejarse al dichoso Céfas que cumplió el año vigésimo quinto de su pontificado, preso también en la cárcel mamertina, ofreciendo así a nuestros ojos un admirable y maravilloso espectáculo. Este notable suceso que ha excitado el júbilo de la catolicidad entera, es el objeto de la presente solemnidad, que por su naturaleza misma me induce a bosquejar a vuestra vista, aunque breve y toscamente, el interesante cuadro del sumo pontificado católico y sus glorias inmarcesibles. Para desempeñar, empero, con éxito saludable mi propósito, menester será que imploréis fervientes conmigo los socorros de la divina gracia por la mediación eficacísima de la que fue llena de ella desde el primer instante de su concepción inmaculada: Ave María.

Cuando el unigénito de Dios hubo consumado la grande obra de la redención del linaje humano mediante la inmolación dolorosa y cruenta de su humanidad santísima en el ara de la cruz, y antes de volver, cargado con los trofeos de la muerte vencida, al cielo de donde había descendido, estableció, como sabéis, sobre la tierra una sociedad augusta formada de sus queridos apóstoles, que fuese la fiel depositaria de los altos poderes que él recibió de su Eterno Padre y a cuya cabeza colocó por vice gerente y principal representante suyo, a su amante discípulo, al ilustre penitente, al viejo pescador de Galilea, Simón hijo de Juan, a quien de la manera más intergiversable, solemne y explícita lo declaró piedra fundamental de su Iglesia: Tu es Petrus, et super hanc petram ædificabo Ecclesiam meam; clavavario del reino de los cielos, dabo claues regni cælorum; pastor de los corderos y de las ovejas de su redil amado, pasce agnos meos, pasce oves meos, prometiéndole además una asistencia eficaz y continua con cuyo auxilio su fe no desfallecería jamás, a fin de que confirmase perpetuamente en ella sus hermanos. «Ego rogaui pro te, o Petre, ut non deficiat fides tua: et tu aliquando conuerses confirma fraters tuos».Lc 22 32.

He ahí cómo el Dios hombre echó los cimientos de ese edificio inconmovible, amados hijos, que combatido durante diecinueve siglos con ímpetu furibundo por las potestades del averno conjuradas en su ruina, permanece y permanecerá firme, robusto e incólume hasta la consumación de los tiempos, sirviendo de esplendente faro a los navegantes de este tumultuosos océano que se llama mundo y, de baluarte inexpugnable de la verdad al bien, al derecho y la justicia en la lucha que sostiene con el error, la corrupción y el desborde de las pasiones humanas. Estas potestades bajo las variadas formas de politeísmo en el primer periodo, de herejía en el segundo y, por último, bajo la de la incredulidad y el falso filosofismo, se han esforzado y se empeñan todavía en socavar los muros de este edificio gigantesco sostenido por la potente diestra que fijó el sol en las inmensidades del espacio y que asentó las montañas sobre sus bases de granito. Preciso es, pues, cerrar voluntaria y obstinadamente los ojos para no ver, a la clara luz de la razón y de la historia, esa mano poderosa en esta obra, la más admirable y estupenda que puede ofrecerse a la contemplación del hombre, la Iglesia católica, milagro permanente que, día por día, atestigua y proclama la divinidad de su origen, con su existencia y conservación, a despecho de la conflagración universal de todos los elementos físicos, intelectuales y morales que se han puesto y se ponen en acción para destruirla. Pero entre esa multitud de hechos prodigiosos que forman el conjunto de su institución celestial, hay uno muy digno de notarse. Es, la nunca interrumpida serie de los sucesores de Pedro, cuya primacía constituye el centro de la unidad católica, el corazón de donde parte la sangre que vivifica el cuerpo místico de Nuestro Señor Jesucristo, que en su infinita bondad y sabiduría quiso colocar una piedra de solidez inquebrantable para apoyar sobre ella el conservatorio de la doctrina evangélica que trajo al mundo, donde tan inestimable tesoro no habría podido subsistir en beneficio de la humanidad redimida si el mismo Divino Redentor, confiándolo a un delegado suyo, no hubiese garantizado la indefectible fidelidad de éste en mantenerlo siempre y por siempre inalterable.

¿Y quién no palpa el cumplimiento de la palabra que dio el Señor a Pedro de estar constantemente con él, en la persona de sus sucesores, hasta el último de los días, al contemplar esa dinastía venerada de pontífices que no obstante estar tomados de la masa común de los mortales, ex hominibus assumpti, han conservado solícitos, puro, integró e ileso el sagrado depósito de la fe y de la moral evangélica a través de tantos siglos y en medio de las más críticas vicisitudes? ¿Quién no admira el pulso de esos pilotos para dirigir una navecilla que, acometida continuamente por recios huracanes, no ha variado jamás de rumbo y ha salido victoriosa siempre del furor de las borrascas? Sólo pues una ceguera voluntaria y pertinaz impide, como he dicho, al hereje y al incrédulo ver en este portentoso fenómeno la acción inmediata de un poder sobrenatural que es su causa generadora. Si por otra parte es cierto que hay un antagonismo lógico y necesario entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, si también es evidente que el error y la iniquidad en sus múltiples manifestaciones han combatido antes y combaten ahora con encarnizado furor el papado, éste sólo hecho es más que suficiente para demostrar a entendimientos rectos y despreocupados que aquél es la fuente de todo bien, el foco de toda luz, y es asilo seguro de todos los más preciosos elementos que interesan al orden, al bienestar y a la dicha de la sociedad humana, en el tiempo y en la eternidad.

Y lo que acabáis de oír no es una alucinante imaginaria teoría, sino una positiva y hermosa realidad, acreditada por el unánime testimonio de la historia. En efecto, amados hijos, si echamos una ojeada a los tiempos heroicos de la Iglesia primitiva, descubriremos un magnífico cuadro de cuyo fondo se destacan majestuosas las bellísimas y atléticas figuras de los Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Marcelino, Esteban y 43 más santos pontífices. Ellos predican al Dios único, casto, justo y misericordioso ante los inmundos altares donde se quema incienso a todos los vicios deificados. Proclaman y establecen la humildad en el reino del orgullo, la pureza en el de la lujuria, la libertad cristiana en el asiento de la tiranía. Y, en la incesante guerra que sostienen contra el mal, soportan a pesar de su edad avanzada los más atroces tormentos y la muerte más cruel, estimulando con su ejemplo a ese sinnúmero de valerosos testigos de la verdad católica, que se asocian a sus ilustres pastores en la comunión de sus virtudes, de sus constancias y de su martirio. Estos pontífices conservan, bajo el suelo de Roma gentílica y en las cavidades de las catacumbas, el fuego sagrado de la fe en la lámpara de sus corazones, cebándola con el óleo de su propia sangre, que cuál benéfica lluvia riega y fertiliza el campo de la naciente Iglesia.

Pasada la época de las persecuciones a sangre y hierro y dada la paz a la Iglesia por Constantino, el papado continúa difundiendo, como el sol de la naturaleza, la luz, el calor y la vida sobre el informe caos que contiene el germen de las nuevas sociedades formadas por el cristianismo. Los talentos, la piedad, abnegación y patriotismo de los papas durante los siglos IV y V tienen por testigos sus grandes obras que existen todavía. Para saber que lo hicieron en la esfera de lo espiritual, bastará preguntarlo a Cerinto, Basílides, Saturnino, Marción, Novaciano y Sabelio, cuyos errores encontraron su tumba al pie de la cátedra romana. Y en cuanto al orden temporal, preguntémoslo a los cronistas de aquellos tiempos, y todos ellos nos mostrarán a los cristianos acudiendo espontáneamente ante el supremo jerarca religioso, para dirimir bajo sus consejos y dictamen sus diferencias y contiendas, sin que se cite un solo ejemplo del litigio llevado entonces al tribunal de los Césares. ¡Tan ciega era la confianza que tenían en los papas, a quienes veían sostener al débil y amparar a la viuda y tender una mano protectora al indigente y desvalido!

El tesón infatigable, el celo y los esfuerzos de los pontífices en los siglos VI y VII para impedir el naufragio, salvar las reliquias de las ciencias, las artes, las leyes y las costumbres, reparar los estragos de la barbarie, son hechos de que ningún individuo medianamente conocedor de la historia puede abrigar la menor duda; lo propio de, lo que ellos mismos hicieron en el curso de los tres siglos siguientes para morigerar el carácter, suavizar los feroces instintos, civilizar, en fin, a los salvajes pueblos del septentrión y para poner, en seguida, un dique a la temible y barbarizadora invasión de los hijos de Mahoma.

Pero detengámonos un instante, carísimos hijos, a contemplar siquiera los perfiles de algunas de esas imponentes figuras, que una después de otra, se presentan a bendecir a Roma y al mundo en la tribuna de la basílica vaticana. Y veremos a Inocencio I, conteniendo sin mayor esfuerzo la impetuosidad selvática del rudo y cruel Alarico; a san León el grande, que dejando tras sí al Senado poseído del pánico terror y al pueblo que lloraba de angustia y espanto, sale al encuentro del poderoso y feroz Atila y oponiéndole por toda arma, su débil e inerme ancianidad, sus plateados rizos y su palabra temblorosa y llena de severa unción, aleja al punto de los muros de Roma al azote de Dios y a sus desalmadas huestes; a Gregorio Magno conquistando para la fe las luces y la civilización a los britanos; a Gregorio II salvando a Roma de los horrores del hambre ocasionada por las inundaciones del Tíber, rescatando a Cuma del poder de los lombardos y convirtiendo a la fe por medio de san Bonifacio la Alemania; a Gregorio VII arrancando con mano firme los abusos, restableciendo con libertad apostólica la disciplina eclesiástica, comprimiendo, en bien de las naciones, los avances de la tiranía, y muriendo en la proscripción por haber amado la justicia y aborrecido la iniquidad; a Pío V reformando la moral privada y pública con el ejemplo de las más austeras virtudes y contribuyendo poderosamente a debilitar el poder musulmán con la notable parte que tomó en la famosa jornada de Lepanto; a León X dando un vuelo extraordinario las bellas artes y legando su nombre al siglo en que vivió; a Gregorio XIII ordenando una nueva y importante compilación de derecho, fundando los colegios irlandeses, alemán, griego, judaico y varios liceos para la instrucción de la juventud de Roma, embellecida por el mismo con suntuosos monumentos, dispensando un beneficio inmenso al mundo con la célebre corrección del calendario que lleva su nombre; a Sixto V que expurgó el país de los malhechores que lo infestaban y hacían inhabitable, reprimiendo con inflexible energía los crímenes por lo que mereció los aplausos, la gratitud y las felicitaciones de las demás potencias europeas que han hecho justicia a su mérito, asegurando haber sido un papá tal cual lo exigían las condiciones de su época y habiendo promovido la actividad de la industria y suministrado a Roma 27 fuentes de agua de que tanto carecía; a Benedicto XIV que ilustró las ciencias sagradas con sus inmortales escritos; a Clemente XIV cuyas luces, sabiduría y prudencia lo hicieron el oráculo de su tiempo; a los Píos VI y VII cuya constancia sobrellevó los más crueles sufrimientos, cuyo valor incontrastable para cumplir su deber sin doblegarse ante el amenazador y sañudo semblante del moderno Alejandro han transmitido, envueltos en una aureola de gloria, sus nombres a la posteridad.

Se ha querido, sin embargo, contraponer a este glorioso catálogo, los lunares y defectos atribuidos a algunos papas. A lo que podría responderse, que el reducidísimo número de éstos se pierde al frente de la inmensa ilustre mayoría de los sucesores de Pedro; y que los mismos lunares, aparte de haber sido maliciosamente exagerados por el espíritu irreligioso de ciertos historiadores impíos y novelistas apasionados, lejos de servir de arma para combatir el pontificado, son, al contrario, un argumento contra producentem en favor de su infalibilidad, probando de una manera invencible, ser aquél una institución fundada y conservada por el mismo Dios. ¿No es, en efecto, una cosa humanamente inexplicable, amados hijos, que esos papas tan perversos como se les supone no hayan alterado en lo más mínimo el sagrado depósito de la fe y de la moral, y que éste se haya mantenido siempre puro al pasar por unas manos manchadas e interesadas en adulterarlo y corromperlo?

Otra circunstancia de que la pasión y la malicia han echado mano para oscurecer el brillo de la silla apostólica, es el ejercicio de la soberanía temporal, por lo que no creo inoportuno deciros algo a este respecto.

Cuando la invasión, pues, de los bárbaros del Norte vino a sacudir las carcomidas plantas de la ciudad reina, cuando por una especie de inspiración, un instinto, los emperadores de occidente trasladaron su corte a las orillas del Bósforo, entonces, el pueblo romano abandonado, indefenso e inerme a las depredaciones y ultrajes de los longobardos, y después de haber reclamado tenaz e inútilmente la protección y auxilio de los Césares de Constantinopla, por conducto de los soberanos pontífices volvió sus ojos a éstos, buscando, en su paternal y benéfica solicitud y en el ascendiente de su augusto carácter, un remedio a los males que sufría, confiriéndoles libre, espontánea, gustosa y unánimemente el gobierno temporal que los papás jamás ambicionaron y que no pudieron rehusar sin infringir su deber de padres y pastores de su pueblo, obedeciendo sin darse de ello cuenta a los secretos designios de la providencia de Dios que suministraba así el medio de asegurar más tarde, en beneficio del mundo católico, la libertad, los prestigios e independencia de sus vicarios sobre la tierra.

Las donaciones de Pipino y Carlomagno no hicieron posteriormente otra cosa que ensanchar y robustecer el legítimo derecho que la voluntad y el libre consentimiento de los pueblos dieron a los papas en orden al dominio civil de sus estados, dominio del que sólo han hecho uso para derramar todo linaje de beneficios sobre sus súbditos que veían en ellos unos verdaderos padres, siempre cuidadosos y solícitos para conservar la moralidad de las costumbres, favorecer las ciencias y las artes y promover el progreso bien entendido de sus gobernados. Dígalo los innumerables establecimientos consagrados a la instrucción y a las obras de beneficencia, las bibliotecas y los museos y esa multitud de monumentos, resumen de las bellezas artísticas de todos los siglos que han sido objeto de la admiración y aplausos de cuantos han visitado la Ciudad Eterna.

¡Gran Dios! Y es a esos seres privilegiados a quienes vos con vuestra propia mano colocasteis, cual fúlgidas lumbreras, para que iluminasen las tenebrosas sinuosidades de este mísero destierro que peregrinamos; es a esos genios bienhechores a quienes vos constituisteis vuestros vice regentes sobre la tierra que se escarnece y ataca con un furor sólo comparable con el de aquel pueblo que colmado de beneficios por vuestro hijo consustancial, en un momento de desvarío ingrato, apremió a Pilatos para que libere a Barrabas y crucifique a Cristo. Y valga la verdad, hijos carísimos, que no significa otra cosa ese odio febril que cristianos degenerados profesan hoy al romano pontífice, pretendiendo con falsos e inicuos pretextos consumar definitivamente el despojo de su soberanía temporal, despojo al que creen que irá unido al de su carácter de jefe supremo del catolicismo que detestan y anhelan destruir. Ellos han abierto sus labios rebosantes de dolo, de calumnia y de hipocresía para afirmar a la faz del mundo (que recién empieza a conocerlos por sus obras, ex fructibus œrum cognocetis eos) que el papa gobernaba mal sus estados, observándose en permanecer estacionario en medio del progreso universal. Para que conozcáis el valor de estas imprudentes aseveraciones, me limitaré a citarlos las palabras del embajador francés monsieur de Rayneval, quien después de un estudio detenido hecho en vista de datos estadísticos y como testigo ocular e irrecusable de los actos del gobierno pontificio, se expresa en estos términos: «Mais en quoi consistent ces abus? D'est ce que je n'ai pas encore pu découvrir. Tout au moins les faits ainsi qualifiés sont attribuables à l'imperfection de la nature humaine, et nous ne devons pas imposer au gouvernement la résponsabilité des irrégularités commises par queques'uns de ses agents secondaires». Cuán triste es con todo, amados hijos, ver que no faltan católicos que ya por ligereza, ya por ignorancia, ya por espíritu de novedad se hacen eco de los enemigos de su religión santa y repiten con enfático aplomo que el poder temporal del papa, lejos de ser útil y necesario a la Iglesia, es un obstáculo para su perfección. ¡Insensatos! ¿No advierten que esta afirmación temeraria implica una flagrante negación de la divinidad de Jesucristo? Pues, ignoran por ventura que la Iglesia, afirmando como afirma todo lo contrario, se engañaría miserablemente y con ella, se engañaría también o pretendiera engañarnos el mismo Dios hombre que le prometió su indefectible asistencia. ¿Quiénes son esos nuevos y audaces reformadores que acusan al vicario de Cristo y al Episcopado que forman con él la Iglesia enseñante de no haber comprendido bien la misión que recibieron del cielo o de haberla desnaturalizado torpemente?

El pontificado libre e independiente de todo poder extraño y hostil que entrabe su acción es la más alta necesidad social del mundo civilizado. Oíd sino lo que a este propósito dice un escritor contemporáneo: «¿Me preguntáis para qué sirve el papa rey? Yo os contesto, para lo que sirve la cabeza sobre el tronco humano. Sin cabeza, no hay cuerpo. Sin papa, no hay Iglesia. Sin Iglesia, no hay cristianismo». Sin papa, el mundo volvería al Estado en que estuvo antes del que lo hubiese. Bajo una u otra forma, tendréis la esclavitud por base y a Nerón por rey. Sin el papa, tendréis el mundo tal como es ahora mismo en la China, el Tíbet y la Oceanía. El hombre ha nacido para adorar y el que no adora al verdadero Dios, adora al falso. No hay medias tintas. Él que no adora al Dios espíritu, adora el dios materia, al dios metal. Con el papa caen todas las barreras protectoras de la libertad en cuyo lugar tendréis la licencia desenfrenada, el despotismo, la opresión, el crimen, la miseria; sólo esto significan Tiberio, Diocleciano, Enrique VIII y Marat. Pueblos grandes o pequeños, el papa defiende vuestra autonomía y vuestros derechos. Nobles y ricos, el papa custodia vuestras propiedades. Negociantes, artesanos y labradores, el papa guarda vuestros almacenes, vuestras heredades y vuestras chozas. De suerte que, al ver a los reyes y pueblos de Europa atacar al papa, me imagino ver una turba de los locos demoliendo a porfía el edificio que los abriga y que al caer los sepultará bajo sus ruinas.

No en vano el grande e inmortal Pío IX subió al solio pontifical bajo los más providenciales y felices auspicios, como destinado regir la nave de la Iglesia, en una época en que las olas de la impiedad —surgiendo del antro tenebroso de las sociedades secretas— habían de chocar embravecidas contra la inmoble roca del Vaticano. El cardenal Mastay, dotado por el cielo de una inteligencia superior y de un corazón noble y piadoso, había dado en su brillante carrera sacerdotal y en el Episcopado los más inequívocos testimonios de poseer en alto grado inminentes virtudes apostólicas. Su humildad profunda, su entrañable amor a la justicia, su proverbial mansedumbre, la acendrada pureza de sus costumbres, sus modales llenos de gracia y de atractivo le granjearon justamente las simpatías, la discreción y el respeto de sus colegas del Sacro colegio cardenalicio que casi unánimemente lo convocaron en la silla vacante de Gregorio XVI el 16 de junio de 1846. Ese día, el ilustre elegido derramó abundantes lágrimas, presintiendo, sin duda, los males que aquejarían a la Iglesia en la aciaga época que le cupo gobernarla. Ese día, la hipocresía farisaica de los enemigos de Dios y de su Cristo saludó con entusiastas vítores el advenimiento a la cátedra apostólica de un papa a quien se prometían poder adormecer con el humo de la adulación y la lisonja a fin de llevar a cabo sin gran resistencia sus perversos planes de expoliación, rapiña y sacrilegio. Dios, empero, que asistía a su vicario, no permitió que cayera en las doradas redes que los falsos liberales le tendían e hizo que apercibido de los pérfidos manejos asumiese la imponente actitud que demandaba la causa del catolicismo y, con ella, la de la sociedad toda, minada horriblemente por doctrinas perniciosas y principios, los más disolventes y antisociales.

La voz del mansísimo Pío se alzó bien pronto severa y enérgica, para anatematizar esas doctrinas y esos principios, cuyos naturales frutos han hecho y hacen saborear todavía a la infortunada nación francesa su jugo acibarado.

A pesar del odio implacable contra la Santa Sede que caracteriza los sectarios, no han podido dejar de reconocer las inapreciables prendas personales del gran pontífice, cuya angelical dulzura atraen en torno suyo los corazones todos, sin excluir el del ruso cismático, el del indio gentil, el del turco islamista, el del britano protestante. Perseguido por sus gratuitos adversarios, ha sufrido y sufre con invicta paciencia los ultrajes, insultos y calumnias que una prensa asalariada y licenciosa vomita que contra él, con el siniestro designio de engañar a los lectores incautos. ¿Pero que pueden los infames artificios de la mentira ante el elocuente lenguaje de los hechos que le ponen tan alto la sabiduría, el interés, celo y asiduidad con que Pío IX ha impulsado y favorecido el verdadero progreso de sus estados en todo orden? ¡Y qué! Ahora, ahora mismo, ¿no está proclamando esta verdad el clamor unísono del verdadero pueblo romano que, sin que le arredre el bárbaro despotismo del sacrílego usurpador, levanta angustiado el grito, reclamando la administración paternal de su amado príncipe y protestando solemnemente contra el incalificable atentado del 20 de septiembre? ¡Ah! En vano se ha pretendido cohonestar ese hecho criminoso con sentidos plebiscitos compuestos en su totalidad de los partidarios del gobierno piamontés y de hombres tomados de la hez del populacho cuya codicia y brutales instintos se halaga de propósito para emplearlos como un instrumento de terror y devastación. ¿Y por qué no decirlo? ¿No es, acaso, a la faz de todo el mundo que se cometen en Roma, bajo la complicidad tácita de aquel gobierno, los más abominables excesos y se infieren los más impíos ultrajes a la religión santa del crucificado cuya imagen, colocada en el centro de la mesa de un banquete infernal, preparado exprofeso el día del Viernes Santo del año presente, ha servido de blanco a los escarnios y blasfemias de esos hombres, verdadera encarnación de Satanás, quien solamente pudo inspirarles ese odio hidrófobo contra aquel que vino a destruir su nefando imperio sobre el mundo, que hoy se empeña reconquistar de nuevo?

Forzoso ciertamente, amados hijos, recurrir a una inspiración satánica para que explicarse este lujo monstruoso de impiedad, cuyas fatales consecuencias van empujando las naciones europeas a la barbarie. Si no, decidme ¿quién de vosotros no ha sentido el helarse de horror la sangre en sus venas al saber los horrendos crímenes perpetuados, hace pocos meses, en el primer teatro de la civilización moderna, en la culta capital de la Francia, bajo el letal influjo de las sociedades secretas, sometidas todas sea que cual fuere su denominación a la dirección suprema de la International, cuyo brazo ha sido la de la Comuna que con serenidad espantosa ha proclamado el ateísmo como la única religión y el más desenfrenado libertinaje como la legítima fuente de toda moral? La comuna de París no se ha ruborizado afirmar que es santo, natural y lícito el matrimonio de los padres con los hijos y los hermanos entre sí, ¡qué horror!

Y no se diga que éstas son aberraciones propias de la miseria humana; aberraciones sí, y ¿cómo no lo fueran? Pero, ¿qué causa reconocen? ¿Cuál el origen de donde proceden? La impiedad no lo dudéis, la debilitación de las creencias y de los sentimientos religiosos, siendo, como es evidente, que de algunos años a esta parte se ha procurado inocular en los pueblos el virus de la incredulidad y del indiferentismo en materia de religión. La novela y el drama, los folletines y los periódicos, empleando todas las argucias del sofisma y adornando con los matices de la poesía y las galas de la dicción la nauseabunda imagen del error y del vicio, han infestado los entendimientos y pervertido los corazones segando en ellos la fuente de la fe y de las virtudes y preparando así insensiblemente tan espantosos desórdenes. Y no soy yo, no es el clero solamente, quien atribuye los horrores de París a la causa que llevó indicada, oídselo al presidente de una comisión nombrada del seno de la asamblea de la nación francesa para estudiar las causas primordiales de los últimos acontecimientos, monsieur Delpit, «L'affaiblissement du sentiment religieux a été signalé dans votre Commission comme une des principales causes du mal étrange qui traville notre société».

Y después de esto, ¿habrá todavía, amados hijos, hombres razonables y rectos en sus apreciaciones y juicios que no confiesen con reconocimiento la justicia y el amor más sincero a la humanidad que ha ostentado Pío IX cuando, conocedor de la fuente emponzoñada donde fermenta van estos gérmenes de disolución social y en ejercicio de su deber de supremo pastor de las almas, condenaba esas doctrinas deletéreas y prohibía severamente la lectura de los escritos que las contenían y popularizaban? ¿Habrá aun hombres bastante ingratos y tan lastimosamente ciegos que le acusen de oscurantista y retrógrado, de enemigo de las luces y tirano de la libertad, que confunden con el libertinaje y la licencia? ¿Habrá todavía jóvenes incautos que se dejen seducir por los que sistemáticamente tratan de inspirarles aversión y desprecio al catolicismo, a la Iglesia y al papado? ¡Oh!, bizarra y noble juventud cochabambina que me escucháis, arrojar lejos de vos esas obras que, bajo formas científicas y literarias, propinan el veneno del escepticismo y del impiedad. No permitáis que nadie ose arrebataros traidoramente el valioso tesoro de la fe que solamente profesasteis en el bautismo. No os avergoncéis jamás de ella, antes bien cifrad vuestra honra y gloria en adheriros firmemente a la doctrina católica en la persona del sucesor de Pedro que es inseparable de la verdadera Iglesia —ubi Petrus ubi ecclesia— y habréis resuelto el problema del más lisonjero porvenir para la familia y para la patria cuya esperanza sois.

Empero, amados hijos, si después que Pío IX, fiel al cometido que recibió de lo alto y órgano infalible del que es la verdad por esencia y la bondad soberana, ha sostenido y sostiene con mano vigorosa la única base sólida sobre la que descansan los intereses y los destinos de la humanidad y si después de esto, digo, el encarnizamiento de unos y la alucinación de otros desconocen tan inmensos bienes, la historia más tarde pronunciará su justiciero fallo señalándole el eminente puesto que le corresponde entre los más grandes benefactores del mundo cuyo ángel tutelar y salvador lo ha constituido el excelso pontífice en los calamitosos días que alcanzamos. Sí, católicos, el pontífice de la Inmaculada, del Syllabus y del Concilio Vaticano, el inmortal Pedro II, como lo ha llamado Roma en el monumento que acaba de erigirle, dejará tras sí una inmensa huella de luz que vanamente pretenden eclipsar el hálito inmundo de la detracción y de la teofobia, cuyos furiosos ataques son el mejor comprobante de su mérito, y le honran tanto como honran la espuma el freno que sujeta los peligrosos ímpetus del desbocado corcel.

Y si la terrible crisis que hoy atraviesa el papado, y con él la Iglesia y la sociedad toda, enluta nuestros corazones con un velo de negra tristeza, el colosal inimaginable movimiento de todo el orbe católico —que agrupado en derredor de la cátedra pontificia da, día por día y con un entusiasmo siempre creciente, los más inequívocos y elocuentes testimonios de su adhesión decidida y sincera a la fe católica en los homenajes que tributa al augusto prisionero del Vaticano— es un motivo de indecible alegría, consuelo y esperanza no solamente para los católicos fieles, sino también para todo hombre que posea un alma recta y honrada.

Esta alegría y esperanza suben de punta al ver tan clara la mano del Señor, «a Domino factum est istud et est mirabile in oculis nostris», Sal 117 23, en el singularísimo, extraordinario y admirable privilegio que ha concedido nuestro común y amantísimo padre de ser único de sus 254 predecesores que ha visto los días de Pedro, a quien habiéndole invitado a sus heroicas virtudes limitan su penoso cautiverio desde donde, lleno de imperturbable confianza en el poder divino que lo sostiene, nos exhorta a orar incesantemente por la cesación de las tribulaciones con que Dios prueba a su esposa amada y por la conversión de sus injustos enemigos que, en su fatal ceguera, no ven los formidables castigos que les amenazan.

¡Oh!, escuchemos, pues, como hijos dóciles y obedientes, la voz de nuestro amoroso padre, y purificándonos de toda mancha opongamos con la profesión práctica de nuestra fe y la santidad de nuestra vida un robusto dique a ésa torrente devastador, a ese espantoso diluvio de males que inunda la tierra, haciéndonos dignos de poder ser oídos por el señor cuando dedicamos con David que regalando al olvido nuestras iniquidades, nos consuele cuanto antes en su misericordia, «ne memineris iniquitatum nostrarum antiquarum cito anticipent nos misericordiæ tuæ», Sal 78 8. Que nos envíe el auxilio en tan grande tribulación, auxilio que en vano esperaríamos de los hombres, «da nobis auxilium de tribulatione: quia uana salus hominis», Sal 107 13. Confiemos en él, amados hijos, y seremos tan fuertes como las montañas del Sion, «qui confidunt in Domino, sicut mons Sion», Sal 124 1. Y después de haber visto el triunfo de la verdad y del bien en este mundo, cantaremos el himno de la eternal victoria de la celeste patria que os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

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1877 CARTA PASTORAL

Con motivo de la alocución pontificia

Con notable retraso hemos recientemente recibido de una manera oficial la alocución que su santidad, el pontífice reinante, dirigió el día 12 de marzo último a los excelentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana. Es la misma alocución que, cumpliendo la augusta voluntad de nuestro santísimo padre, nos apresuramos a publicar a fin de ponerla al alcance de todos y cada uno de vosotros, nuestros amados diocesanos, íntimamente persuadido de que la lectura de tan importante documento velará vuestros corazones con una nube de tristeza, al considerar la crítica y deplorable situación en que se encuentra el dignísimo lugarteniente y vicario de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, y con él, la Iglesia toda de la que es cabeza y supremo jefe visible.

Y si antes de ahora pudo haber, entre vosotros, quienes prestaran algún ascenso a las falaces protestas del infortunado monarca piamontés, el cual, pretendiendo cohonestar el sacrílego despojo y la injustificable usurpación de la Ciudad eterna con la necesidad de consumar la unidad italiana, ofreció todo género de garantías al romano pontífice para el desempeño de su poder espiritual, hoy, que los hechos ocurridos en el espacio de siete años, desenvueltos a la faz de todo el mundo y atestiguados por la palabra autorizada y soberana del gran Pío IX, han venido a descorrer por completo el velo que cubría aquellas pérfidas e insidiosas promesas, poniendo de relieve que el fin principal de esta infernal política era abrirse un camino fácil y seguro para zapar y destruir (si eso fuera posible al hombre miserable) paulatinamente la suprema autoridad espiritual y, por consiguiente, la religión católica fundada sobre la piedra misterioso del papado, hoy decimos, todos vosotros quedaréis plenamente convencidos de que ese gobierno desleal ha puesto, con incalificable audacia, su mano destructora sobre lo que hay de más grande, de más sagrado y de más claro para nosotros: nuestra fe religiosa y los imprescindibles derechos de nuestra conciencia, y no podréis ya ser seducidos con palabras vacías de verdad, nemo uos seducat inanibus uerbis, viendo, como veis, que bajo la piel del cordero con que se envolviera aparece, tal cual es, el lobo devorador que se arroja sobre el rebaño de Jesucristo y comprime la garganta del pastor encargado de su custodia.

A la luz pavorosa que despide esa serie de atentados, tropelías y persecuciones de que tan injusta y sentidamente se lamenta el glorioso mártir del Vaticano, todos los hombres de buena fe —sin distinción de creencias religiosas— ha reconocido ya cuán fundados eran los temores de Pío IX, así como la necesidad moral que, en el presente estado del mundo y de las cosas, existe de la soberanía temporal del sumo pontífice. Es el único medio de garantizar la independencia de su potestad sagrada y el expedito ejercicio de ella en el régimen del Iglesia universal, independencia a que tiene derecho indisputable y que, si en todo tiempo ha sido necesaria, es —si cabe— más urgente en los luctuosos días que alcanzamos, días cuyo advenimiento anunciaba hace 18 siglos el Apóstol de las Gentes, cuando decía a Timoteo: «Erit enim tempus, cum sanam doctrinam non sustinebunt, sed ad sua desideria coaceruabunt sibi magistros, prurientes auribus, et a ueritate quidem auditum auertent, ad fabulas autem conuertentur» 2 Tim 4 3-4; vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina sino que reunirán maestros que halaguen sus deseos, teniendo comezón en las orejas, y apartarán los oídos de la verdad para aplicarlos a los errores y fábulas.

En efecto, amados hijos, la época presente tan enfáticamente apellidada «el Siglo de las Luces» está rodeada de densas tinieblas que surgen desde el fondo de la orgullosa y limitada Razón humana que, creyendo bastarse a sí misma, hace inauditos esfuerzos para emanciparse de Dios, negando ora su existencia personal, ora su intervención sobre la humanidad, a la que pretende iluminar y conducir por sí sola a través de este mundo, con una insensatez semejante a la de un demente que intentara apagar el sol para remplazarlo como una vela de cebo.

De ese espíritu de rebeldía que indujo a nuestros primeros padres a desobedecer al Creador, queriendo, en su necio orgullo, igualarse con él mediante el conocimiento de la ciencia del bien y el mal, han brotado esas doctrinas tan absurdas como perniciosas que, proclamando una libertad ilimitada y absoluta de pensar y de obrar, conducen fatalmente a la desorganización más completa y a la más monstruosa perversión del individuo, de la familia y de la sociedad. Se trata de una libertad evidentemente malentendida y peor aplicada, pues la recta razón acorde con la fe nos dice que la libertad, el más precioso de los dones con que Dios enriqueciera la criatura racional, consiste en la facultad de hacer el bien con espontaneidad y merecimiento, a pesar de los obstáculos que para ello le presenta el mal, cuyas funestas solicitaciones, lejos de constituir la verdadera libertad, no son sino una enfermedad y una flaqueza de nuestra naturaleza caída de su primitivo estado. Porque si así no fuera, tendríamos que devorar el espantoso absurdo de que Dios, incapaz —como es, y no puede menos que ser— para obrar el mal, no sería libre y vendría a reducirse a una condición inferior a la del hombre, su hechura. ¡Dios habría dado al hombre un bien que no poseía! Si según eso la libertad consiste en hacer lo que se quiere, haciendo lo que se debe, todas esas libertades que la escuela racionalista pregona y en cuya virtud consagra el derecho de pensar, enseñar, escribir y obrar, lo que se quiera, cómo y cuándo se quiera, estriban en un error manifiesto. Introduciendo un lastimoso trastorno en las ideas y en las acciones, tales libertades empujan, en nombre del progreso, la sociedad a la barbarie, pues no de otro modo entienden y practican la libertad las hordas salvajes del África y de la América.

De aquí la relajación del principio de autoridad que es la salvaguardia y el auxiliar obligado del ejercicio legítimo de la libertad verdadera, en todas las esferas de la actividad humana. De aquí la secularización y consiguiente envilecimiento del matrimonio, base de la familia, rebajado desde la altura de una institución divina hasta el nivel de un contrato vulgar, de un verdadero concubinato autorizado por una ley que lleva por sarcasmo nombre de tal. De aquí… pero nos haríamos interminables, si nos propusiéramos reseñar ese cúmulo de doctrinas tan impías, como degradantes y disociadoras, que hoy se empeñan en asumir el cetro en el mundo intelectual y moral sobre las ruinas de la divina revelación y los dictados de la sana filosofía.

Las consecuencias prácticas que de aquellos principios lógicamente fluyen, se ven y se palpan donde quiera que los hombres que los representan consiguen adueñarse de los pueblos. Dígalo la Francia de la Terreur en 1793 y la de la Commune en 1871; dígalo México, Colombia y actualmente el Ecuador… dígalo, en fin, Italia, donde en nombre de la libertad de cultos se combate encarnizadamente el católico; en nombre de la libertad de imprenta y de enseñanza, se pretende privar a los obispos del derecho de publicar sus escritos pastorales y se cierran las puertas de los seminarios; en nombre de la libertad de asociación, se arroja a las vírgenes consagradas al señor de sus pacíficas moradas y se dispersa a los religiosos o se les arrebata sus bienes adquiridos por los títulos más sagrados.

Y cuando una voz, eco fiel de la voz del eterno, se alza vigorosa y potente para clamar alto… muy alto: Non licet, non possumus, es decir, no puedo ni debo transigir jamás con vuestras doctrinas, que entrañan la muerte no sólo de la sociedad religiosa sino también de la civil, entonces la injuria, la calumnia, los epítetos del oscurantista, fanático, retrógrado llueven sobre la nevada cabeza del inerme anciano que, en medio de su mansedumbre y de la suavísima dulzura de su alma, encierra tesoros de entereza apostólica y de viril energía para anatematizar el mal y contener el desborde de esas máximas detestables que se resumen, en último análisis, en el más neto y puro ateísmo, disfrazado con el deslumbrante ropaje del liberalismo moderno. Es «le libéralisme» que, en el falso sentido que suele discernírsele, pertenece al número de esas palabras engañosas, vanas y seductoras de que el Apóstol nos aconseja guardarnos: «Nemo uos seducat inanibus uerbis» Ef 5 6.

Verdad es, empero, amados hijos, que si la vista del consternante cuadro trazado por el soberano pontífice cubre el alma de todo hombre, no ya cristiano, sino recto y honrado, de luto y de tristeza, frente a frente de él se alza otro espectáculo que, por efecto mismo del contraste, inunda el corazón de gozo, esperanza y consuelo. Este bello y conmovedor espectáculo lo ofrece esa explosión gigantesca de fe, de piedad y de adhesión filial e incontrastable al sucesor de Pedro, que une, en un solo e idéntico espíritu, a todos los miembros del Episcopado, y conduce día por día millares de sacerdotes y fieles de toda nacionalidad y condición, desde los más remotos confines del globo, a la capital del cristianismo y centro de la unidad católica, a Roma, en cuyo recinto brilla ese sol vivificante del mundo intelectual y moral, y que, eclipsado momentáneamente por la negra penumbra de la tribulación, arrastra con fuerza irresistible hacia sí las almas, las inteligencias y los corazones, dando lugar a que otra vez más se verifique el oráculo del Divino Redentor que, hablando de su futura crucifixión y dolorosa muerte, decía: «Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum», Jn 12 32; cuando yo sea levantado de la tierra (en la cruz) todo lo atraeré en torno mío.

¡Fenómeno, amados hijos, ciertamente estupendo y maravilloso!, un pobre y desvalido anciano, víctima de la más ruda y cruel persecución, un monarca destronado y desposeído violentamente de su temporal soberanía, abandonado de todos los poderes de la tierra que advierten, con glacial estoicismo, los atentados contra él cometidos, y que, a pesar de todo, posee una fuerza moral que nada puede resistir, cuyas palabras estremecen al mundo, llenando sus enemigos de terror y despecho, a quien en una época dominada por el apego a los bienes terrenales y por el más refinado egoísmo se ofrecen, a porfía y con liberalidad insólita, donativos cuantiosos y riquísimos presentes, para testificarle amor sincero y reverencial respeto, socorrer su augusta pobreza y protestar así contra todas las violencias, injusticias y ultrajes de que se le ha hecho objeto. ¡Oh!, amados hijos, preciso es cerrar obstinadamente los ojos para no ver aquí la acción eficaz y portentosa de aquella mano omnipotente que ahora, como siempre, sostiene y dirige la misteriosa nave del pescador de Galilea en medio de la deshecha borrasca… la mano de ese Dios que elige lo más débil y flaco, según el mundo, para confundir la fortaleza de los fuertes y que, fiel a lo que tiene prometido, está y estará con su Iglesia hasta la consumación de los siglos.

Entretanto, carísimos diocesanos, bien comprendéis que uno de los deberes más dulces y sagrados de un buen hijo es el de socorrer y consolar al padre angustiado, perseguido y menesteroso; ahora bien, esta obligación, tan instintiva e imperiosa en el orden de la naturaleza, sube de punto en el orden sobrenatural, según el que todos los miembros de la Iglesia militante somos verdaderos hijos espirituales del vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Sí: Pío IX es nuestro padre y un padre lleno de solicitud y ternura para con nosotros. Y a la manera que el Dios hombre se sacrificó para redimirnos y salvarnos, él, su fiel discípulo y digno representante, caminando sobre las huellas del Divino Nazareno, es la gran víctima expiatoria de las iniquidades del mundo actual, en obsequio de cuyos más caros y trascendentales intereses, así espirituales, como temporales, soporta con invicta constancia los dolores que le asedian, las cadenas que le aherrojan y los golpes que le hieren.

Hay más; notadlo bien. Y es que esa guerra satánica, desencadenada contra él, se dirige principalmente contra nuestra religión sacrosanta, como lo comprueban los hechos y nos lo repite Pío IX en su sentida alocución. ¿Y podríais permanecer indiferentes ante una situación semejante? No; mil veces no. Estamos seguros de ello, porque lo estamos de la firmeza de vuestra fe, de vuestra piedad proverbial, de vuestra inconmovible adhesión a la religión santísima de nuestros padres y de vuestra entrañable amor a vuestro padre común, el venerado y amabilísimo Pío IX, ese hombre providencial, cuyas heroicas virtudes, cuya firmeza titánica en defender los eternos fueros de la verdad, el bien y de la justicia, cuya angelical dulzura y sublime resignación en medio del infortunio hacen de él, la figura más noble, culminante y simpática del siglo en que vivimos.

Es, pues, ya lo veis, amados hijos, una triste realidad que la Iglesia de Dios padece violencia y persecución en Italia. Y el vicario de Cristo ni goza de libertad ni del uso expedito y pleno de su poder, hallándose moralmente encadenado, ni más ni menos que lo estuvo su primer predecesor, el príncipe de los apóstoles por mandato de Herodes, en cuya ocasión toda la Iglesia primitiva oraba sin descanso por él, hasta que, escuchando benigno el señor las plegarias de aquellos fervorosos cristianos, envió a su ángel para libertar al ilustre preso. Preciso es, por tanto, que a imitación suya, vosotros, unidos a vuestros hermanos, los católicos de todo el orbe, ahora claméis sin cesar, de lo íntimo de vuestros corazones, purificados por la penitencia y la práctica de todas las virtudes, al padre de las misericordias y Dios de toda consolación para que, abreviando el tiempo de la ruda prueba a que por nuestros pecados ha sometido a su Iglesia, ilumine los entendimientos y mueva los corazones de todos aquellos desgraciados, cuyos errores y extravíos, cuya sequedad y malicia, ocasionan tan graves males, y conceda a su castísima esposa el anhelado triunfo y la suspirada libertad.

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1879 ORACIÓN FÚNEBRE

Ante la inmolación del almirante Grau

«Quomodo cecidit potens, qui saluum faciebat populum Israel!» 1 M 9 21. Cuando con estas sentidas palabras nos refiere el Sagrado Libro la consternación y quebranto del pueblo de Israel al saber la trágica y heroica muerte del valiente Macabeo, que tantas veces victorioso había sido el genio tutelar de su nación y el salvador de su patria, parece, señores y carísimos diocesanos, haber descrito el amargo, sincero y profundo duelo con que dos naciones hermanas lloran hoy sobre la tumba del ínclito campeón que, después de poner su robusto brazo al servicio de la más santa de las causas, inmola gustosa y generosamente su vida por la salvación de aquellas.

Mas, ante todo, decidme señores, ¿por qué el patriotismo es una grande y excelsa virtud a los ojos de la fe cristiana? es porque él no viene a ser, en último análisis, sino una de las manifestaciones de la caridad, fórmula suprema de la celestial doctrina del que murió en la cruz por la redención y la libertad del mundo, y de cuyos divinos labios brotó un día esta inmortal sentencia: «Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis», Jn 15 13. Efectivamente, si el mérito de la abnegación propia ha de medirse por la magnitud del bien particular que el individuo renuncia en obsequio de los demás, y si la vida es el don más precioso y el mayor bien natural que puede concebirse aquí abajo el heroísmo supremo, el non plus ultra de la abnegación, consiste, evidentemente, en la inmolación voluntaria y generosa de la existencia, en aras del interés procomunal, y el hombre que ha consumado un acto semejante tiene un incontestable y legítimo derecho al honor, a la gratitud, a las bendiciones y a la gloria que ha sabido conquistarse.

He ahí, señores, por qué, congregados hoy en este venerado recinto, tributamos el justo homenaje de nuestras lágrimas de admiración y reconocimiento al heroico Contralmirante de la Escuadra aliada Perú-boliviana, don Miguel Grau y a sus compañeros de armas que tan gloriosamente sucumbieron en el combate naval de la bahía de Mejillones, el día ocho del mes pasado.

Sin haber podido disponer del tiempo suficiente para tejer al preclaro difunto una corona fúnebre que merezca ceñir su frente inmaculada, tengo que limitarme a dirigiros, desde esta cátedra augusta, las breves y sencillas reflexiones que el amor a mi patria como ciudadano y mi alto ministerio como sacerdote me sugieren, con ocasión de esta triste y solemne ceremonia. Cuento para ello con vuestra indulgente y benévola atención.

No pasa mucho tiempo, señores, que con motivo de la contienda internacional a que tan injustamente hemos sido provocados por la República de Chile, resonó por la vez primera en nuestros oídos el nombre del bizarro comandante del Huáscar, arrebatando, desde luego, en pos de sí nuestras más vivas y cordiales simpatías, porque las relevantes prendas intelectuales y morales del experto marino peruano, su serenidad, arrojo y pericia, la caballerosidad e hidalguía, de que dio reiteradas pruebas, durante el primer período de la campaña, hicieron resaltar su imponente figura, rodeada con una aureola de virtudes cívicas que le deparaban un asiento distinguido al lado de Bolívar y Sucre y de los más encumbrados próceres de la Independencia Sudamericana.

Ese nombre, desconocido aún para nosotros, había ya merecido los entusiastas encomios de la prensa británica que apreciando —«holding in high esteem»— con indisputable competencia, las singulares dotes del joven comandante de la Unión, predijo los lauros que un día había este de cosechar para su patria, pronóstico que empezó a realizarse en los combates del Apurímac en que tanto sobresaliera, y cuando, después de abandonar el honorífico puesto de capitán de un navío mercante, corrió presuroso a ofrecer sus servicios, en clase de último soldado, en la escuadra nacional vencedora en Abato, para acabar de tener ahora su más fiel y exacto cumplimiento.

Íntimamente penetrado Grau de la santidad de los deberes que su profesión le imponía, no encuentra mérito alguno en las atrevidas y remarcables hazañas marítimas que, atrayendo sobre él la admiración universal, le valieron los más calurosos aplausos y las ovaciones más expresivas y delicadas, no sólo de parte de las repúblicas aliadas, sino aun de individuos y naciones neutrales, y confundido al verse hecho objeto de esas manifestaciones que para las almas vulgares son un incentivo de necia vanidad, protesta él no merecerlas, por cuanto su conducta no traspasa la línea de sus más simples obligaciones de ciudadano. Este solo rasgo nos descubre el rico tesoro de modestia que abrigaba su grande alma que al través del velo de la humildad, deja contemplar su simpática belleza.

De esta humildad y modestia fluían, como de su más pura fuente, esa moderación de carácter y ese espíritu de caridad que tan bien sientan a un guerrero cristiano, el cual conociéndose ministro e instrumento de la providencia de un Dios infinitamente bueno y misericordioso, debe nutrir en su pecho sentimientos de humanidad y de dulzura y que cuando las fuerzas del deber lo constituyen en la necesidad dolorosa de destruir a las criaturas, no olvida nunca el gran precepto del Creador que le manda amar a sus semejantes como a sí mismo. El generoso comportamiento de Grau con sus adversarios, en las diferentes ocasiones en que pudo tomar respecto de ellos severas represalias y el que ha observado con la respetable viuda de su contendor, el comandante de la Esmeralda, es el más clásico comprobante de la magnanimidad evangélica de sus sentimientos, en este orden. No ignoraba él que, como decía el sabio necrologista del gran Turena, «Il existe un droit plus elevé et plus sacré que celui que le sort ou l'orgeuil imposent aux faibles et malheureux et ceux qui vivent sous la loi de Notre Seigneur Jésus-Christ doivent pardonner, en tant qu'ils peuvent, le sang sacrifié pour le sien et bien traîter quelques vies que l'Homme-Dieu sauvera avec sa mort».

Como el héroe francés que he mencionado, anhelaba solamente someter a los enemigos, no perderlos; atacar sin arruinarlos; defenderse sin ofenderlos, y reducir al terreno de la razón, del derecho y la justicia a aquéllos contra quienes se veía, a pesar suyo, compelido a emplear la violencia. Sus verdaderos enemigos no eran, como no deben serlo para nosotros, esos hermanos nuestros, compasivamente obcecados, sino el orgullo, la usurpación y la injusticia.

Viose, pues, Grau en la dura precisión de aceptar y emprender la guerra que arma el brazo del hombre contra el hombre y le obliga a verter la sangre del hermano; la guerra, última razón y postrer esfuerzo del derecho atropellado; justa bella quibus necesaria, amados hijos, la más triste y dolorosa de las exigencias sociales. Partió, en consecuencia, a la cabeza de la Armada Naval de su patria, de ese pueblo nobilísimo y magnánimo que movido únicamente por la santidad de nuestra causa, no trepidó un instante para unir su aliento al nuestro, en defensa y salvaguardia del derecho y de la justicia. Ejemplo digno, en verdad, de imitarse.

¡Naciones todas del nuevo y del viejo mundo! Alzad pues también vuestra voz, para protestar muy alto contra las violaciones del derecho representado en la causa de la alianza Perú-boliviana, que, en este sentido, es la causa de todos los pueblos, la causa de la humanidad, la causa misma de Dios, origen y fuente esencial de todo derecho.

Y vos, desventurada Chile, que arrastrada por el vértigo del error, habéis avanzado hasta los bordes de un abismo sin fondo, implantando a despecho de la civilización cristiana, el estandarte de la conquista sobre las costas de una nación que ayer se afrontara generosa al sacrificio, en defensa de vuestras libertades; hoy hacéis lo que mañana nunca lloraréis bastante… Pensad empero, pensad sí, en que el Dios de los ejércitos suele a veces consentir el momentáneo y efímero triunfo de la iniquidad, para mejor ostentar, después, todo el peso y poderío de su brazo justiciero.

Volvamos a nuestro héroe querido. Impulsado éste por el vehemente anhelo de salvar la honra de su patria, despliega una actividad, una audacia y energía que desconcertando e infundiendo el temor a sus enemigos, no obstante la superioridad de los elementos bélicos marítimos de que disponen, les arranca la confesión y el elogio de su sobresaliente mérito. El espíritu de ciega subordinación, que le distinguió desde su adolescencia como estudiante en el Convictorio Carolino de Lima, y su característico denuedo, le hacen emprender las excursiones más arriesgadas y desafiar los más inminentes peligros, hasta que sorprendido por casi toda la escuadra enemiga que le acecha y le arma una celada, reanima con su ejemplo el valor de los dignos tripulantes y empeña un combate tan sostenido, tan pertinaz y tan heroico, cuanto inmensamente desigual en el que sucumbe, coronando su preciosa vida con la muerte más gloriosa. ¡Oh!, a él y a los que con él han perecido pueden aplicarse con rigurosa exactitud estas frases de David, hablando del valeroso Abner: «Sed sicut solent cadere coram filiis iniquitatis, sic corruisti». 2 S 3 34. Cuán propiamente se ha dicho que, en esta lucha, el vencido fue vencedor. Sí, lo fue, señores, con una victoria moral sin comparación, más noble que la que sólo se obtiene por la acción del número y de la fuerza bruta.

¡Oh!, ¡admiremos señores tanto heroísmo, honremos virtud tan sublime, bendigamos memoria tan querida y lloremos tan inmensa pérdida! Cual un bello meteoro ígneo que, atravesando velozmente el espacio, deja apenas contemplar su brillo fascinador, para el horizonte de la patria netamente a nuestras miradas, así este hombre esclarecido surge en el horizonte de la patria para esparcir sobre ella sus plácidos y benéficos resplandores y ocultarse después en las profundidades del sepulcro, en el momento mismo en que su presencia constituía una de nuestras más halagadoras esperanzas. «¡Ay! nosotros —podría ya decir con un eminente orador— sabíamos todo lo que podíamos esperar y no pensamos en lo que podíamos temer». La providencia nos reservaba una desgracia mayor por sí sola, que la pérdida de una batalla. Había de costar esta campaña al Perú y a Bolivia una existencia que cada uno de nosotros habría querido redimir con la suya propia.

¡Oh, Dios mío! ¿Por qué así tan prematuramente nos le habéis arrebatado? Pero ¿qué digo?; ¡vos, Señor, sois justo en vuestros consejos sobre los hijos de los hombres y disponéis de los vencedores y las victorias, para cumplir vuestros altos designios que a nosotros sólo toca adorar con profundo silencio y recogimiento! No nos prohibís, sin embargo, pensar que le habéis arrancado de entre los vivientes, porque tal vez pusimos en él demasiada confianza, habiéndonos el Apóstol dicho: «Sed ipsi in nobismetipsis responsum mortis habuimus, ut non simus fidentis in nobis, sed in Deo, qui suscitat mortuos». 2 Co 1 9.

Después que el espantoso azote de la guerra vino a añadirse y como a coronar ese lúgubre conjunto de calamidades públicas que nos afligían, vemos todavía aumentarse las causas de nuestro ya tan prolongado sufrimiento con la desastrosa pérdida que lamentamos. Si pues, como cristianos católicos, estamos persuadidos de que los males —que por permisión divina aquejan así a los individuos como a los pueblos— son ya un castigo expiatorio de sus prevaricaciones o ya una prueba destinada a acrisolar sus virtudes pero que, en uno o en otro caso, tienden siempre a encaminarnos por las sendas más seguras al logro de nuestro último fin, mediante la práctica del bien; esforcémonos por conjurar tan luctuosa situación expiando nuestras culpas por la penitencia y por la más estricta fidelidad en la observancia de los divinos mandamientos; grabando para ello profundamente en nuestra memoria esta infalible sentencia: «Iustitia eleuat gentem; miseros autem facit populos peccatum». Pr 14 34.

Y si hay virtudes cuyo ejercicio nos sea más necesario en las presentes circunstancias, para hacernos propicio el cielo, éstas son sin duda la viril resignación en las adversidades que él nos envía, la confianza en el poder y clemencia del Dios de la justicia y la abnegación personal en pro del bien común y de los intereses de la patria, por cuya salud debemos trabajar infatigables en nuestra respectiva esfera de acción, sin que nos arredre ningún sacrificio que sea menester consumar en su obsequio.

Mas, por grande que sea la pesadumbre que nos agobia, ella no debe conducirnos a la desesperación ni al desaliento y antes bien, en medio de nuestra angustiosa consternación, ha de animarnos la firme esperanza, de que el ejército aliado y sus valerosos directores, fortalecidos con el grandioso ejemplo de los mártires del Huáscar, y emulando noblemente la gloria imperecedera de Grau y sus compañeros de sacrificio, sentirán re inflamarse con doble ardor, en sus corazones el fuego del amor patrio, para proseguir con nuevo brío la magna obra de defender y conservar incólumes, con la salvación de la patria, los sacrosantos fueros del derecho y de la justicia.

Pluguiese al cielo que esa nación obcecada, rasgando la venda de la pasión y del error que la ofuscan y extravían dejara de ofrecer a la América y al mundo el trascendental escándalo de una usurpación que, minando por su base aquellos principios salvadores, pone a nuestra patria y a nuestro noble aliado, el Perú, en la triste necesidad de rechazar la fuerza con la fuerza y de sostener, a todo trance, una guerra defensiva de cuyas sangrientas y desastrosas consecuencias, Chile ¡y solo Chile! será responsable ante Dios y ante la posteridad.

Entre tanto continuemos, amados hijos, elevando con insistente perseverancia nuestras humildes y fervorosas plegarias, hacia el excelso solio del Dios de las Batallas, e imploremos su infinita misericordia sobre nuestra querida patria y sus defensores y sobre las almas de los ilustres muertos por cuyo eterno descanso, acabo de ofrecer sobre el ara santa el sacrificio augusto y propiciatorio del Cordero sin mancilla que borra los pecados del mundo.

¡Descansad en paz, ilustre víctima, porque terminasteis vuestra vida en lucha fatigosa! Descansad en paz, porque cumplisteis el deber, escribiendo con vuestra sangre, sobre las ondas del océano, la más terrible sublime protesta contra las usurpaciones. Pues bien, que esas olas enrojecidas vayan a decir a otros hombres y a otros pueblos vuestra heroica inmolación, para que la humanidad, admirada, señale a vuestra historia un lugar de preferencia en sus anales de honra y gloria para las Naciones.

¡Sí, inmortal Grau! ¡glorioso mártir del deber! ¡que el cruento holocausto de vuestra vida en los altares de la justicia, alcanzando la resignación y el consuelo para vuestra digna, desolada esposa y vuestros tiernos hijos, os asegure una palma inmarcesible, allá en la mansión celestial, en esa patria de los justos, donde encuentran condigno y perenne galardón todas las virtudes y todos los sacrificios; en esa patria, donde se reservan una alegría sin fin y una paz perpetua, a los que, como vos, amaron en la tierra la justicia y aborrecieron la iniquidad! Requiescat in pace.

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1) 8 de octubre de 1879

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1883 SERMÓN

Sobre el misterio de la Santísima Trinidad

¿Quién, carísimos diocesanos, al fijar sus miradas de hito en hito, en el sol al mediodía, no pagaría su temeridad?, ¿quién no sentiría, al punto, ofuscadas sus pupilas por el astro rey, cuyo intenso y vivísimo resplandor lo dejaría sumergido en perpetua oscuridad? Esto mismo se verifica con la débil razón del hombre toda vez que se propone contemplar, de frente y con audaz porfía, al Sol Divino. Es el Ente increado que inflamó, con mirarlas, esas lumbreras colosales que derraman la luz, el movimiento y la vida en la inconmensurable extensión del universo. Y, sin embargo, nadie sino él mismo ha podido descorrer ante los ojos mortales una orilla del tupido velo que cubre su inaccesible y adorable esencia.

Así y todo, yo tiemblo y me estremezco, amados hijos, al tener que hablaros, otra vez, hoy, del gran misterio del Dios Único y Trino, porque me parece oír resonar en mis oídos estas conturbadoras palabras: «Scrutator est maiestatis opprimetur a gloria», Pr 25 27. Me alienta, pero, la persuasión de que, si bien el misterio de la Trinidad Beatísima excede, como no puede ser de otro modo, toda comprensión, y se sobrepone infinitamente a nuestra pobre y limitada inteligencia, esta misma, sin embargo, concibe con bastante claridad que aquel augusto dogma no la contradice, por cuanto encontramos en nosotros mismos y todos los objetos creados la imagen divina grabada en sus obras que, como hijas del Eterno Artífice de cuya mano brotaron, han heredado —direlo así— los rasgos fisionómicos de su excelso Padre, «signatum est super nos lumen uultus tui, Domine», Sal 4 7. Será el objeto de esta breve plática manifestaros esta verdad —a grandes pinceladas y en cuanto lo permiten los estrechos límites de un discurso—, haciéndoos notar las consecuencias prácticas que de ella se derivan en favor de la humanidad, de sus más nobles intereses y gloriosos destinos.

¡Oh Dios, tres veces santo!, que quisisteis revelaros a los párvulos y pequeñuelos, concededme la gracia de hablar dignamente de vuestro ser incomprensible y adorable; a mis oyentes, la de conoceros, bendeciros y amaros. Concededme por la intervención piísima de vuestra inmaculada madre, querida hija y casta esposa a quien invocamos, fervientes, diciéndola: Ave María.

Basta una mirada atenta y reflexiva sobre cualquiera de los innumerables seres que pueblan el universo, amados hijos, a convencernos de la impotencia radical de nuestro entendimiento para comprender la esencia de las cosas, y la manera íntima como funcionan las leyes naturales a que, con pasmosa regularidad, obedecen todos los objetos cuyo conjunto forma la armonía de la creación visible.

La física nos dirá cuál es el camino que recorren los rayos de luz desprendidos de un foco luminoso y cuáles son los principios invariables que rigen los fenómenos de ese fluido utilísimo que dibuja dentro del ojo y en el diminuto fondo de la retina, el estrellado y gigantesco pabellón del firmamento o el inmenso paisaje de una vasta llanura con todos sus montes, árboles, ríos y edificios. La botánica y la química nos dirán que, por la acción combinada del calor, de la electricidad, del agua y otros principios que obran sobre la semilla sepultada en la tierra, aquélla germina, se desarrolla y fructifica, multiplicándose hasta producir a veces un 500 por uno. La ciencia, en fin, en sus variadas ramificaciones, nos explicará enfáticamente todos los fenómenos de la naturaleza y el modo de existir y de operar de los seres creados sujetos a la observación de nuestros sentidos; pero jamás pasará de aquí. Y ni el cerebro mejor organizado, ni el más privilegiado talento, podrá nunca comprender ni explicar cuál sea la esencia íntima de la luz y cómo puede estamparse, sin confusión alguna, en el microscópico espacio de la pupila de un niño. Es un cuadro colosal por sus dimensiones y complicado por sus numerosísimos detalles. Jamás podrá comprender ni explicar el quomodo de una almendra de durazno, que se pudre y descompone en el seno de la tierra, resucita dando origen a una nueva planta, que lo reproduce con asombrosas creces. Jamás podrá comprender ni explicar cómo el pensamiento, de suyo inmaterial e invencible, se exterioriza y se transmite por medio de caracteres trazados sobre el papel o del aire que vibra al impulso comunicado por la lengua y los labios que se mueven.

¡Ah!, ¿y quién puede negar que vivimos rodeados y penetrados de misterios que, si no nos causan el asombro que debieran, es solamente porque la costumbre y el hábito nos han familiarizado con ellos, porque, como dice san Agustín, los miramos con desdén a causa de su asiduidad y repetición, «assiduitate uiluerunt»? Siendo, pues, incontestable que la esencia de las cosas creadas es, y será siempre, incomprensible para nuestro limitado entendimiento, ¿debe dársele pretensión más insensata que la de querer comprender la Esencia Increada y Creadora de todo cuanto existe, medir al Imenso y encerrar, en la reducida cavidad del cerebro humano, al Ser Infinito, a quien no pueden ofrecer albergue bastante los cielos de los cielos?

Hace pocos años que, predicando en el templo de la Compañía de Jesús de esta ciudad, el venerable religioso fray Francisco Cabot, de santa memoria, impugnando en su lenguaje sencillo y familiar la audacia del impío que niega a Dios porque no puede comprenderle, decía con festiva agudeza y candoroso donaire: «¿Cómo una cosa tan grande, pero tan grande, ha de caber en tu cabecita tan pequeña?» ¡Cuánta verdad expresada con tan infantil sencillez!

Si todos los seres que han sido sometidos a nuestro dominio son un misterio, ¿cómo extrañar que la naturaleza del que creó y domina a esos seres, y a nosotros con ellos, sea también misteriosa? ¿No es cierto que lo que extraño sería, que dejara de serlo? Y, efectivamente, un Dios que pudiese ser totalmente comprendido aquí abajo, por una criatura finita como tal, dejaría de ser infinito, dejaría de ser Dios. Y desde luego, el hombre, cuyo orgullo no conoce límites, jamás se habría doblegado para reconocerle y adorarle como a su Señor Supremo y Dueño Soberano.

¡Oh!, no opongáis la incomprensibilidad, ni lo divino del misterio, en un asunto enteramente divino. ¿Os detiene, acaso, el misterio del orden puramente natural? De ningún modo. ¿Comprendéis que un grano de trigo produzca una espiga; esta espiga, una mies? ¿Comprendéis que el pan que se hace de él, se transforma en carne y sangre de quien lo come? ¿Que diríais, sin embargo, de quien por no comprender estos misterios no quisiera sembrar ni comer?

No hay menos misterios en la naturaleza que la religión. ¿Qué digo? No los hay menos, en las obras de nuestra propia industria. La única diferencia consistente en que los unos se dirigen a la satisfacción terrena de nuestros apetitos; los otros, a su celestial reforma. Los incrédulos son, respecto a los misterios de la fe, lo que los salvajes, respecto a las maravillas de la civilización?

Estas consideraciones satisfacen plenamente las exigencias de nuestra razón, la cual, ante el grandioso espectáculo del universo, adivina fácilmente la existencia del Supremo Artífice que lo creó. El orden maravilloso que en él reina, las leyes que los rigen, tendientes todas al bienestar de los seres que lo pueblan, y especialmente del hombre, reflejan brillantemente la inmensidad, la omnipotencia, la sabiduría y la bondad del Creador. Hasta aquí llega la razón sin grande esfuerzo; su poder, empero, no alcanza penetrar más allá, ni a descubrir la esencia íntima y el modo de existir de ese Dios escondido, «uere tu es Deus absconditus» Is 45 15. Y el hombre habría permanecido siempre en la más absoluta ignorancia a este respecto, si ese mismo Dios no hubiera dignado revelarle tan augusto misterio, como enfáticamente lo ha hecho.

¿Pero, ha podido y querido hacerlo? ¡Ah!, aun cuando esa revelación no estuviese luminosamente comprobada con los testimonios más auténticos e irrecusables, no nos es difícil concebir que, así como mediante la creación nos ha manifestado sus principales atributos, pregoneros de sus designios y pensamientos inestables, ha podido manifestarnos también su modo de ser y ha querido comunicarnos el secreto de su propia vida. Si, amados hijos, por su Eterna palabra, por su Verbo humanado, sabemos hoy, que su vida íntima consiste en que sin dejar de ser Uno y Simplísimo, es al propio tiempo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «tres sunt, qui testimonium dant in cælo: Pater, Uerbum, et Spiritus Sanctus» 1 Jn 5 7. El Padre engendra eternamente al Hijo y le comunica la plenitud de su sustancia; el Hijo subsiste por esta generación y vive de esta comunicación sustancial; el Espíritu procedente del Padre y del Hijo, como de un principio único, posee plenamente su misma naturaleza, su misma Divinidad.

Mas no creáis, amados hijos, que la incomprensibilidad de tan alto misterio nos impida conocerlo, en cuanto nuestra débil inteligencia es capaz de ese conocimiento, auxiliada que con las luces de la fe y con las que nos suministran los padres, doctores y apologistas del Iglesia, a quienes tomo por guía en las reflexiones que paso a haceros.

En efecto, si se considera que Dios es la fuente de la vida, y la vida misma, y que la idea de vida entraña forzosamente la de actividad, salta a la vista que el Ser por excelencia es esencialmente activo, siendo esto lo que la ciencia teológica quiere significar cuando dice que Dios es un acto puro, como lo declara espontáneamente el Salvador con estas palabras: «Pater meus usque modo operatur, et ego operor» Jn 5 17. No es menos fácil concebir que, siendo infinita la actividad de Dios, la creación finita y limitada no puede jamás satisfacerla. Necesita, por consiguiente, de un objeto infinito que no puede encontrarle en él mismo, en el conocimiento de sus propias infinitas perfecciones, el cual obtiene por medio de su palabra interior, de su Verbo, y constituye, sin menoscabo de la unidad de sustancia, una persona distinta engendrada por él. Se llama su Hijo, su otro yo, a quien ama infinitamente como es amado por él, resultando de este amor mutuo del Padre y del Hijo, otro poder viviente y personal, el Espíritu Santo.

La Trinidad no es, pues, como observa un sabio expositor, la división ni la sucesión, sino el desarrollo y la armonía de la unidad. Y así como cada uno de nosotros estamos en una persona, así Dios está en tres personas. Por incomprensible que esto sea, la razón nos dice que si así no fuese, esto es, si en Dios no hubiese más que una sola persona, ésta, antes de la creación de los demás seres, habría estado desde ab æterno relegada a una completa soledad y a una inercia absoluta, de las que no hubiera salido sino mediante las relaciones ad extra que se procuró, creando el universo. Son relaciones que, en semejante hipótesis, habrían sido fatalmente necesarias y constituido una dependencia cortadora y servil que pugna abiertamente con las ideas de aseidad e infinidad y libertad, inseparables de la noción de Dios, del Ser absoluto, independiente, libérrimo y feliz en sí mismo y por sí mismo.

He aquí como la razón logra, si no comprender cómo Dios es Único y Trino, convencerse al menos de que así debe ser. ¿Qué hace Dios? ¿En qué se ocupa desde su eternidad? Tal es la cuestión que se propone toda inteligencia cándida o reflexiva, desde el niño al filósofo. ¿Cómo, en efecto, formarse una digna concepción de Dios, si no se le concibe con suma independencia de cuanto no es él mismo? Pero si es así, independiente, está solitario, sin relación; por consiguiente, sin actividad, sin vida. Es menos que la más miserable criatura. Y a decir verdad, aquél por quien todo vive no disfruta de vida, pues si para satisfacer su actividad, que sólo puede ser infinita, tiene relaciones con quien quiera que sea, fuera de sí, es decir, con algo finito, depende de estas relaciones y de un objeto distinto de él; por lo tanto, no es independiente, no se basta a Sí propio.

Así, pues, si es independiente, es solitario, se halla destituido de relaciones y sin objeto de actividad, no es el Dios viviente. Y si es el Dios viviente, pues sólo por relaciones de actividad, cuyos términos son distintos de él mismo, deja de ser independiente. En una y otra concepción, no es Dios, por inactividad o por dependencia.

Tal es el círculo en que giraría eternamente la razón, a no sacarla de él, el misterio de la Trinidad que es el único que explica Al que todo lo explica, y Al que se halla prendido el mundo como su raíz. Sólo la revelación cristiana ha venido a dar solución al gran enigma. Sienta tanto más altamente la suma unidad de Dios, cuánto que, en esta remota elevación, no nos lo presenta ni solitario ni destituido de relaciones, ni sintiendo la necesidad de relaciones exteriores, sino en sociedad, en la actividad infinita e incesante de inteligencia y de amor, cuyos objetos y términos están en Sí mismo y son él mismo, produciendo eternamente toda su perfección en un Verbo que lo personifica y acabando por medio de su amor común de enlazar esta triple relación de vida que va eternamente y en plenitud: del Padre al Hijo, y del uno y del otro al Espíritu Santo, sin agotarse jamás. ¡Qué sociedad la que tiene por foco el Ser, por radiación la belleza, y por reverberación el amor, y de la que todo lo que hay en el mundo, de ser, de belleza y de amor, no es más que un reflejo! ¿Puede concebir la razón, para Dios, otra sociedad esencial?

Fijaos además, queridos hijos, que la unidad en la variedad, y viceversa, es lo que una atenta observación nos descubre en la naturaleza toda. Efectivamente, no existe cuerpo alguno en el universo que no nos ofrezca como constitutivos fundamentales estas tres cosas: la sustancia en sí misma; la forma que especifica y determina esa sustancia; y, últimamente, las relaciones de afinidad y de atracción que la vinculan con todos los demás seres.

Y si miramos, sobre todo, nuestra propia naturaleza, advertiremos que, no obstante la unidad indivisible del yo, se muestran en él tres facultades muy distintas: el entendimiento; el pensamiento; y la voluntad. La primera es el núcleo de donde se desprende la segunda; la tercera procede necesariamente de ambas.

Un ejemplo nos lo hará percibir con más claridad: Imaginaos el grande y poderoso entendimiento de un santo Tomás de Aquino, que idea y concibe la más admirable de sus producciones, la Suma Teológica, su palabra interior, su verbo, el hijo que nace de su mente y se encarna, por decirlo así, en el papel, la tinta y los signos alfabéticos de los voluminosos folios que escribió su inspirada pluma. Considerad, después, el amor y la complacencia que en su voluntad se ha despertado al contemplar su obra, su pensamiento que, radiante de luz, disparará las tinieblas de otras inteligencias menos rigurosas que la suya y lastimosamente extraviadas por el error.

Comprenderéis ahora conmigo, sin dificultad, en que aquella nota bellísima, producción del genio, es cosa muy distinta de la capacidad o potencia que la ha engendrado, siendo —con todo— inseparable de ella. Comprenderéis, también, en que la complacencia que ha gozado su autor es una entidad muy distinta de las dos anteriores, a las que está, no obstante, ligada igualmente con un vínculo indisoluble.

Sin duda, la impotencia proveniente de la limitación propia de la criatura impide el que estos tres poderes lleguen a formar una individualidad aparte, una persona, como sucede en la naturaleza infinita y perfecta del Omnipotente; pero, con todo y guardada la debida proporción, este misterio de la trinidad humana, que tampoco alcanzamos a comprender, nos suministra una idea aproximada del misterio de la Trinidad divina, a quien plugo estampar así en el hombre su imagen adorable, imagen que, en cierto modo, la vemos también esculpida en la creación corpórea del hombre.

Ahora bien, amados hijos, si a estas admirables armonías que la razón alcanza descubrir en la reverente contemplación del sublime misterio que celebramos, se añaden los torrentes de luz que sobre él derrama la revelación positiva, mostrándonoslo en sus relaciones con los otros misterios y con toda la divina economía de nuestra religión santa, es imposible que ningún espíritu recto que busque sinceramente la verdad no se sienta irresistiblemente atraído y subyugado por ella. Es imposible que ningún corazón bien dispuesto y libre de la tiranía de aviesas pasiones no experimente la explosión de los más vivos y profundos sentimientos de adoración, de amor y gratitud hacia ese Dios que, ansioso de hacernos partícipes de su felicidad, nos creó con su poder, nos redimió con su misericordia y nos santificó con su gracia. Es imposible, sí, que nuestra lengua agradecida no exclamé a una con los moradores de la Jerusalén celestial: Creemos en vos, verdad infalible, que no podéis engañaros ni engañarnos; esperamos en vos, centro de toda esperanza; os amamos con todo el corazón, caridad sustancial; os veneramos y adoramos rendidos, Ser de los seres, Dios Único y Trino. ¡Honor, virtud, bendición, alabanza y gloria se os tributen, por los siglos de los siglos!

Con cuánta propiedad, amados hijos, el Santo Concilio de Trento llama a este dogma la raíz de toda nuestra justificación, «radix omnis iustificationis». Ciertamente, sin él, no se explicaría la encarnación del Verbo ni la consiguiente redención del linaje humano, a que se enlazan los dogmas del pecado original, de los premios y castigos eternos y de la gracia anexa a los sacramentos. Con él se liga íntimamente la acción vivificadora del Espíritu Santo, cuyos dones maravillosos transformaron a los rudos pescadores del mar de Galilea, en conquistadores del mundo, y la fuerza inmortal de la verdadera Iglesia militante, guiada y asistida a través de los siglos por ese Espíritu que la anima, la fortalece y hace de ella una inmensa red destinada a pescar las almas para conducirlas, al cielo a donde vivirá triunfante, una vida gloriosa y perdurable.

Pero, cuando vemos brillar con más viveza el augusto misterio de la Santísima Trinidad, es al considerar al hombre separado de Dios, por la culpa que rompió las fuertes ligaduras que le unían con él, en el feliz estado de inocencia original. Y agobiado bajo el peso de su enorme desventura, que había gravitado perpetuamente sobre su cerviz, hubiese quedado el hombre desventurado, si el señor no hubiese reanudado ese vínculo (acto que quiere expresar la palabra «religión», cuya etimología es re ligo, o volver a ligar lo que estuvo desligado).

¡Oh, bendita mil veces la hora en que el hombre volvió a unirse con su Dios! Y en que habiendo sido bautizado en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el Padre le comunicó nuevamente la fe, el Hijo le restituyo la esperanza y el Espíritu Santo volvió a infundirle la caridad. Lo primero nos lo patentiza el evangelista al decirnos que es Dios el que nos hace creer en aquél quien envió: «Hoc est opus Dei ut credatis in eum quem misit ille», Jn 6 29. Y si el que ha enviado a Jesús se llama Padre, claro es que a esta primera persona debemos el don inestimable de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios, «sine fide imposibile est placere Deo» Heb 11 6. La esperanza es el áncora segura del alma, a quien introduce en el santuario del cielo, descorriendo a sus ojos, la espesa cortina que oculta la divinidad. Y añade el príncipe de los apóstoles que bendigamos al Padre que nos envió a su Hijo para que nos regenerase y al que nos rengendró, porque él nos ha dado la vida de la esperanza que perdimos, «regeneravit nos in spem uiuam» 1 Pe 1 3. Por consiguiente, la esperanza es la dádiva especial de Dios Hijo, como la caridad lo es de Dios Espíritu Santo, según esta sentencia del Apóstol: «Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis» Rom 5 5.

De esta manera y al influjo vivífico de esas tres virtudes tan propiamente llamadas teologales, el hombre bautizado adquiere una nueva vida sobrenatural, que le hace hijo de Dios, heredero de su gloria y participante de la misma naturaleza divina, en Jesucristo y por Jesucristo, «Diuinæ consortes naturæ» 2 Pe 1 4. Lo cual nos explica satisfactoriamente porque el primer encargo del Salvador a sus apóstoles, al constituir los heraldos de la buena nueva, regeneradores de la humanidad caída, fue mandarlos a bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, «docete omnes gentes baptisantes eos in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti» Mt 28 19.

¡Oh!, conservad, carísimos diocesanos, siempre pura, integra, incólume, la fe en ese misterio inefable por el que fuisteis regenerados al borde de la sagrada pila bautismal, en cuyo nombre fue ungida vuestra frente en el crisma salutífero de la confirmación, lavadas vuestras manchas en la piscina de la penitencia, en cuyo nombre se otorgó al sacerdote la potestad de dispensaros los divinos dones y se santificó la familia cristiana con la gracia sacramental del matrimonio. Esa fe es el sostén del débil, el consuelo del afligido, la corona del justo y la recompensa del bienaventurado. No olvidéis, como en otra ocasión os lo encarecía, cuán consolador será para vosotros, si permanecéis y perseverareis en esta creencia, oír en vuestra agonía la dulce voz del Iglesia, vuestra tierna madre, que os crió, del Hijo que os redimió y del Espíritu Santo que os santificó. Y que dirá al Eterno: «Licet enim peccauerit, tamen Patrem, et Filium, et Spiritum Sanctum non negauit, sed credidit» (oficio de los agonizantes).

Procuremos, pues, hacernos merecedores de este consuelo y del indecible dicha de contemplar, sin nubes y cara a cara, al Dios a quien adoramos, tributándole mientras peregrinamos en este mundo el homenaje de nuestra inteligencia sometida a su infalible palabra, y de nuestro corazón victorioso del pecado y rico de virtudes y buenas obras.

Y vos, ¡Dios Único y Trino!, misericordia infinita, bondad inmensa, ilustradnos, fortalecednos, amparadnos y derramad sobre nosotros en copioso raudal vuestras bendiciones, auxilios y gracias y haced que, invocándoos, honrándoos y sirviéndoos en el tiempo, podamos un día unir nuestra voz al himno inmortal de los querubines y serafines que, plegadas las alas, rodean vuestro excelso solio para repetir eternamente con ellos: «Sanctus sanctus sanctus Dominus exercituum plena est omnis terra gloria eius» Is 6 3. De esa gloria, cuya participación os deseo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

 

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1884 CARTA PASTORAL

Carísimos hijos, salud y paz en el señor:

Encargado, a pesar de nuestra indignidad e insuficiencia, por el Eterno Príncipe de los pastores de suministrar a la grey, que nos ha confiado, el pasto saludable de la doctrina evangélica, y sin otro móvil que el vehemente anhelo de contribuir, en cuanto esté a nuestros débiles alcances, a vuestro bien pastoral y temporal, os dirigimos, amados hijos, nuestra palabra espiritual en la presente ocasión, a fin de recordaros, siquiera sea ligeramente, dos de los más sagrados deberes anexos a vuestro glorioso carácter de cristianos, cuales son: la respetuosa obediencia a las autoridades legítimamente constituidas, y el espíritu de unión y fraternidad que, siempre y en todo tiempo, debe reinar entre vosotros, para que en vuestra calidad de ciudadanos de una nación católica, podáis conservar y sostener incólume el don divino de la libertad, hija de la verdad y de la adhesión sincera y perseverante a la infalible palabra del Hijo de Dios que nos dice: «Si uos manseritis in sermone meo, uere discipuli mei eritis: et cognocetis ueritatem, et ueritas liberabit uos». Jn 8 31.

Clara es, desde luego, para vosotros la obligación que el cuarto mandamiento del Decálogo os impone, de honrar, lo mismo que a los padres, a los superiores legítimos, y tampoco ignoráis que los efectos de la fuerza son absolutamente contrarios al derecho de mandar, que primitiva y originariamente viene de Dios: Non est potestas nisi a Deo. Rm 13 4; no es posible una autoridad civil legítima distinta de aquélla a que el pueblo se hubiese libremente sometido en observancia de la divina ley que así lo prescribe; en cuyo sentido, la nación es y se llama soberana, según la doctrina del Divino salvador difundida por sus apóstoles y luminosamente expuesta por el admirable genio de Aquino, el angélico doctor santo Tomás.

Si al romper el yugo de la dominación de la Corona castellana, para constituirse en Estado independiente, hubiese Bolivia adaptado su conducta a estas frases del gran Apóstol de las naciones: «Liberati autem a peccato, serui facti estis iustitiæ» Rm 6 18; nos habríamos ahorrado el espectáculo desgarrador de tanta sangre y de tantas lágrimas que han inundado a torrentes el suelo de la patria ¡no habríamos tenido que sufrir ese cúmulo de males que la guerra fratricida ha hecho pesar sobre nosotros durante medio siglo! Todo lo cual provino principalmente, no lo dudéis, de una falsa filosofía, que llegó a generalizar la persuasión de que siendo esencialmente la autoridad una creación de la fuerza, era la misma fuerza dueña de desobedecerla o destruirla, a su antojo, y sin más ley que su voluntad. De tan absurdo y monstruoso principio fluyó, naturalmente, la tiranía en las leyes, el espíritu de rebelión en los gobernados, la violencia y la arbitrariedad en los gobernantes, y el inevitable naufragio de la libertad, combatida incesantemente por las olas del despotismo y la anarquía.

Ahora bien, si es una verdad eterna, una ley de Dios, la existencia de una autoridad suprema en el Estado legítimo, claro es que obedeciéndola dentro de los límites de lo justo, obedecemos a Dios mismo, y somos verdaderamente libres; siguiéndose de aquí, que buscar la libertad en el caos y el desorden de una revolución, habiendo ella sido establecida por Dios en la armonía y el orden de la obediencia, es caer fatalmente en los brazos de la más ominosa esclavitud.

Al recordar, amados hijos, estas sabias y salutíferas enseñanzas de nuestra Religión adorable, no perdáis de vista que la base fundamental sobre que ella descansa es la caridad, o sea el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, y que este último amor, sin el cual es imposible el primero, adquiere una carácter más obligatorio; por decirlo así, si a la simple calidad de hombre y de cristiano se añade la de ciudadano que constituye un nuevo y fuerte vínculo de fraternidad; vínculo santo que relajan y destrozan esas animosidades sangrientas, engendradas por el espíritu de partido y la ciega intolerancia en asuntos políticos que, contraído el corazón de angustia, vemos manifestarse con motivo de la lucha electoral que hoy preocupa al país, y en la que os conjuro y exhorto, a ejercer el derecho que la ley os acuerda, sin odio ni animadversión hacia aquellos conciudadanos vuestros que difieran de vosotros, en la elección de la persona que deba encargarse del supremo gobierno de la república, en el próximo periodo constitucional.

Os recomiendo por último, con el más vivo encarecimiento, la sumisión más completa a la ley, el más profundo respeto a nuestras instituciones patrias, el amor más sincero, práctico y constante al orden público, sin el cual, no es posible avanzar un solo paso en el camino de la común prosperidad y, el horror consiguiente a la anarquía y a las revueltas, causa siniestramente fecunda de nuestro malestar, abre un hondo abismo en que quedan sepultadas nuestras más risueñas y halagadoras esperanzas.

Seguros de que ahora, como siempre, acogeréis con la cristiana docilidad que os caracteriza nuestra voz paternal y sincera, os enviamos cordialmente nuestra bendición pastoral.

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1) «El jóven sacerdote, D. Francisco Granados... en vez de tratar temas harto manoseados, hermana... la enseñanza cristiana con la reforma de las costumbres; su palabra sencilla, pero llena de unción, ha logrado no pocas veces contener el desborde del crímen en una población en que se han relajado los principios de la moral», Manuel José Cortés, ENSAYO SOBRE LA HISTORIA DE BOLIVIA Capítulo 7 (1861).

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1889 DISCURSO

Inauguración del concilio provincial platense

Grande es mi confusión, ilustrísimos señores y venerables hermanos míos, al verme honrado tan inmerecidamente, con el encargo de dirigir mi pobre y desaliñada palabra al pueblo fiel, en este día solemne, y con un motivo tan excepcionalmente importante, cual es la inauguración del primer concilio provincial, que va a celebrarse después de la fundación de la república boliviana, cuyos intereses espirituales nos ha confiado el Eterno Príncipe de los Pastores, Cristo Jesús, quien ha prometido estar en medio de nosotros reunidos en su Nombre, para cuidar de su amada grey y conducirla, al través del árido desierto de este mundo, a las fértiles e inmarcesibles praderas del celestial paraíso.

Confuso y anonadado a vista de mi pequeñez e insuficiencia para llenar debidamente tan difícil cometido, me alienta sólo la esperanza de que ese Espíritu de vida que descendiendo, en un día como éste, sobre el cenáculo de Jerusalén, transformó a los rudos pescadores del mar de Galilea en sapientísimos pregoneros de Nueva Ley, vendrá en auxilio de mi debilidad y dará a mis balbucientes labios la unción que han menester para producir el fruto apetecible en mi creyente, ilustrado y respetable auditorio.

Bien comprendéis, desde luego, señores, que las condiciones generales de la sociedad cristiana del siglo decimonono, y las peculiares de la nuestra, son de naturaleza tal que, por sí solas, bastan para persuadirnos de la utilidad y conveniencia, y quizá no me equivocaría al decir, la necesidad imperiosa de estas santas asambleas nacidas con la Iglesia y destinadas a conservar y robustecer la fe, raíz de toda justificación, a reanimar la esperanza, prenda segura de misericordia, y a inflamar la caridad que es el vínculo de la perfección.

He ahí por qué me propongo llamar hoy vuestra benévola atención sobre el deplorable estado intelectual y moral de una gran parte del mundo contemporáneo que, por las tortuosas sendas de un progreso mal entendido corre precipitadamente hacia el abismo de una barbarie de peor condición de aquella que vino a destruir la cruz del Gólgota, sin que pueda ser detenido en su insensata carrera, sino por la mano potente y bienhechora de esas tres sublimes virtudes, brote exclusivo de la verdadera religión, de que es depositaria y guardiana fidelísima la Iglesia católica, apostólica y romana.

¡Oh Espíritu Consolador! Enviadme un destello de vuestra luz vivificante, para poder despertar en mis oyentes una fe viva, una firme esperanza, y una caridad ardiente y generosa, que los disponga a recibir la abundancia de vuestros preciosos dones, que humildemente imploro por la eficaz mediación de vuestra Inmaculada Esposa, la Virgen llena de gracia.

Después de la lenta incubación de los elementos subversivos de la fe y de la moral evangélica que, al calor de la soberbia, la incontinencia y la ira, encarnadas en el fraile apóstata de Wittenberg, padre de la pretendida Reforma, se verificó en el siglo decimosexto, está fuera de duda que, a contar de la Revolución Francesa, el cuadro más horroroso y sangriento que ofrece la historia de la humanidad, y cuyo primer centenario se cumple en el año presente, desde el día nefasto en que, solemne y cínicamente desconocidos los derechos de Dios, se proclamaron los derechos absolutos del hombre. «Against these there can be no prescription… these admit no temperament, and no compromise: Anything withhheld from their full demand is so much fraud and injustice.» Está fuera de duda, repito, que una porción considerable de la sociedad actual, se halla separada del camino que debe conducirla, al fin temporal y eterno de su creación.

Para convencerse de tan triste realidad basta fijar un poco la atención en que, desde aquella fecha malhadada, el racionalismo ateo, en sus múltiples formas y denominaciones de naturalismo, positivismo, liberalismo, surgiendo de los antros tenebrosos de la masonería, que lo alienta y difunde con tenaz persistencia, ha hecho y hace inauditos esfuerzos por debilitar y romper los estrechos vínculos que ligan a la criatura racional, aislada y colectivamente, con su Criador, Conservador y Redentor Supremo, y por extinguir en la tierra la idea misma de la Divinidad, obstáculo el más poderoso para la apoteosis o deificación de la razón humana, que constituye su bello ideal, su codiciado objetivo a cuyo logro se encamina principalmente por la proclamación del falso principio llamado libertad de cultos o indiferentismo religioso, presentado como una de las más valiosas conquistas de la moderna civilización, y que distando inmensamente de la tolerancia civil —prudente, razonable y aún necesaria, en ocasiones dadas— conduce lógicamente al ateísmo y, abriendo ancha puerta a todas las aberraciones del entendimiento de que son inseparables los extravíos del corazón, aniquila la fe y zapa los cimientos de la moral civil.

Poca penetración se necesita ciertamente, señores, para persuadirse de que tal es el término inevitable de esa decantada libertad que violenta y contraría en el fondo a la naturaleza del hombre, instintivamente religioso, aun en el estado salvaje, y porfía por separar, lo que es —de suyo— inseparable, a saber, el orden natural del sobrenatural de donde emana, y sin el cual no se concibe ni explica; esforzándose por reducir la felicidad del ser humano a la fugaz posesión y goce de los bienes y placeres puramente terrenos y carnales que no podrán ¡ay! nunca colmar el vacío que el alma siente y la impulsa a buscar una dicha que no reside aquí abajo donde padece sin cesar, la nostalgia de su destino, situado más allá de la tumba y que no es ni puede ser otro que volver a Dios, bien absoluto y poseerle eternamente; «Cum inhæsero tibi ex omni me, nusquam erit mihi dolor et labor», como dice el obispo de Hipona.

Es pues indudable, señores, que ese empeño sistemático en impedir al hombre escuchar la voz de Dios que resuena continuamente, así en rededor suyo, como dentro de sí mismo, se propone desviarlo de su fin, contrariando las más espontáneas y nobles aspiraciones de su naturaleza, lo que no puede menos que ocasionar una lucha terrible cuyo término en el individuo es la muerte; pero que en la sociedad incapaz de morir hasta la consumación de los siglos acaba por determinar un esfuerzo extraordinario de reacción, tendiente a destruir semejante estado anormal y violento y hacer jirones los vistosos vendajes con que se procura cubrir sus mortales heridas, causadas por el dorado puñal del derecho nuevo, que al entregarla en brazos de la indiferencia religiosa, la induce a prescindir completamente del Supremo Juez de las conciencias, y a encerrar su moral toda en los artículos de un Código forjado según las inspiraciones de su veleidosa voluntad; siguiéndose de aquí, necesariamente, que las malas pasiones no se detengan ante ningún crimen, que el egoísmo más refinado, la explotación del hombre por el hombre, la crueldad y la fuerza bruta, la sensualidad y la codicia, presidan y regulen las relaciones sociales…

¿Y quién no ve, que todo esto tiende a deprimir el mundo actual y a colocarlo en un nivel inferior al que el antiguo mundo ocupaba, bajo el dominio a veces secular del paganismo? Efectivamente, los filósofos gentiles se hallaban tan persuadidos de la imposibilidad de que un pueblo subsista sin religión, que procuraban sostener a todo trance, la veneración y el temor respetuoso a las falsas divinidades, en que ellos no creían, como una grande y verdadera necesidad social. Tan clara y evidente era a los ojos de la sabiduría pagana, la relación que existe entre lo natural y lo sobrenatural, la misma que niega y desconoce la impiedad moderna, haciendo caso omiso de la verdad religiosa, después de diecinueve siglos de Evangelio, al que debe el género humano toda su dignidad, su elevación y su grandeza, por el conocimiento de su origen y del glorioso destino que le tiene reservado ese Dios de misericordia y de justicia que reside perpetuamente en su seno, por medio de su legítima representante, la Iglesia católica, a cuyas sabias y saludables enseñanzas e instituciones, calificadas de rancias y retrógradas, se quiere contraponer los famosos principios de 1789, atribuyéndoseles el triunfo de la igualdad, fraternidad y libertad humanas, triunfo que festeja actualmente, un grupo de franceses extraviados, contra el sano criterio y la formal protesta de treinta millones de compatriotas suyos, que forman la inmensa mayoría de aquella noble, ilustre y simpática nación.

Permitidme, señores, repetiros lo que a este propósito decía en la Asamblea Nacional de Chile otro distinguido orador parlamentario: «No, ni Francia, ni Chile, ni la humanidad deben nada a la revolución de 1789, y sólo por escarnio, ha podido decirse en esta cámara que la libertad, la igualdad y la fraternidad no habían nacido hasta el 14 de Julio de aquel año… ¿Cómo profanar así el santo nombre de libertad confundiéndola con los sacrílegos excesos de la orgía revolucionaria? ¿Cómo llamar igualdad a la nivelación impuesta por la guillotina, al despojo de todos en favor de uno solo, del único poder estable y permanente entonces, el verdugo? ¡Oh!, ¡y qué fraternidad tan dulce aquella que se anunciaba con las terribles abrazos de Marat! No blasfememos inútilmente: la libertad, igualdad y fraternidad nada tienen que ver con la Revolución. Mucho antes que ella, dieciocho siglos antes, el cristianismo, las había grabado profundamente, no sobre el papel ni en las proclamas de un tirano ambicioso, sino en el corazón mismo del hombre regenerado. Nada le deba tampoco la razón, a no ser la eterna vergüenza que pesara sobre ella. Nada las ciencias ni las letras, sino la muerte de messieurs Lavoisier et Chénier. Débele sí la sociedad contemporánea esa terrible incertidumbre en que se agitan las grandes nacionalidades del globo, esa inestabilidad de todas las instituciones, esa inquietud, ese vértigo, que arrastra a la humanidad a un abismo de tinieblas, cuyo fondo no se divisa aún».

Confieso, carísimos hermanos, que la libertad se conquista con la inmolación y el sacrificio; pero cuando se trata de defender la libertad y se aspira al triunfo de la conciencia sobre el poder material de la fuerza, del derecho contra la tiranía ¡ah! esto no se hace derramando sangre ajena, sino la suya propia, como los mártires del cristianismo.

Sólo también por un extravío de la pasión ha podido compararse la Revolución Francesa con la gloriosa epopeya de la Independencia Americana, entre las que, en vez de analogía, hay discordancia y contraste. Aquélla fue una destrucción general de todas las instituciones divinas y humanas; ésta, obra de edificación grandiosa y fecunda en resultados, fue el nacimiento de un pueblo a la vida de la libertad. ¡Ah, no comparemos el mayor de los crímenes con la virtud sublime de esos hombres heroicos que dieron su vida, por legar a sus hijos patria y hogar!

En homenaje a la verdad, debo reconocer que en Bolivia muchos de mis colegas son perfectamente sinceros en su entusiasmo por la Revolución; yo me lo explico, porque han bebido en las fuentes históricas menos autorizadas: en los libros de Blanc, de Michelet, de Quinet y otros furibundos apologistas de aquélla. Tiempo es ya de que llegue a su conocimiento la reacción profunda que se ha obrado en el modo de apreciar el carácter y las consecuencias de aquella gran catástrofe; desde Tocqueville, el criterio histórico de Francia se ha modificado radicalmente. No acojamos pues esas odiosas declamaciones que ya no encuentran eco ni en su propio país, y sobre todo, no hagamos causa común con la más inicua, la más injusta y la más espantosa de las revoluciones que ha presenciado la humanidad.

Toda inteligencia, desnuda de ideas preconcebidas y observadora imparcial del presente estado intelectual y moral de las sociedades, desengañada por una dolorosa experiencia, vuelve sus ojos hacia la única tabla de salvamento que les queda en el proceloso océano a que fueron arrojadas: el retorno a la antigua fe abandonada y fuente inagotable de esperanza y amor, de paz y de consuelo. No significa otra cosa ese singular, inesperado y maravilloso espectáculo ofrecido al mundo en el año anterior por las fiestas jubilares de León XIII, colmado de cuantiosas ofrendas, de tiernos y fervientes homenajes, no ya sólo por sus fieles súbditos espirituales, sino también por las sectas disidentes del catolicismo y hasta por los pueblos infieles.

Ese consolante movimiento de reacción religiosa se acentúa, en proporción a los conatos descristianizadores de las huestes enemigas de la cruz; dando de ello espléndido testimonio en América del Sur, la república de Colombia, al sacudir el ominoso yugo del liberalismo autoritario, que durante 16 años pesara sobre ella. Y por lo que hace a la Europa corroída por el cáncer mortífero de la corrupción en sus formas más terríficas, a consecuencia de la popularización de las malas doctrinas, la vemos inquieta y zozobrante por volver a Dios, rompiendo las cadenas que le impiden la comunicación con el orden sobrenatural, y sofocan la voz del corazón que anhela lo infinito, lo espiritual, lo eterno, lo que constituye la base primordial del orden, la armonía, la tranquilidad y beneficio de los individuos, de las familias y de los pueblos, dulcísimos frutos que sólo produce, sazonados y abundantes, el árbol del catolicismo, nutrido con la vivificadora savia de la fe, la esperanza y la caridad…

De la fe, sí, que conteniendo los extravíos de la razón, le traza sus naturales límites y los ensancha maravillosamente, para hacerla penetrar, segura, en el campo del infinito, guiada por la luminosa antorcha de la revelación. De la esperanza que anima, alienta y alegra el corazón humano con la infalible garantía de una dicha completa e interminable, en cambio de la cual, son más que llevaderos, gratos y deliciosos los transitorios sufrimientos de la vida terrestre. De la caridad, en fin, que estrecha y dulcifica las relaciones mutuas del hombre con su Divino Hacedor y con sus semejantes mediante el amor más puro, la concordia y fraternidad más perfectas. ¡Oh!, y con qué exactitud pueden aplicarse a la religión verdadera, estas palabras dictadas del Espíritu Santo: «Quærite… primum regnum Dei, et iustitiam eius: et hæc omnia adiicientur uobis». Mt 6 33. Así como a sus impugnadoras, estas otras proféticas frases del grande Apóstol dirigidas a su discípulo Timoteo: «Hoc autem scito, quod in nouissimis diebus instabunt tempora periculosa: erunt homines seipsos amantes, cupidi, elati, superbi, blasphemi… semper discentes, et nunquam ad scientiam ueritatis peruenientes». 2 Tm 3 1-2, 7.

Y si Dios, en sus inescrutables designios y para mayor gloria suya, permite al espíritu de las tinieblas transformarse en ángel de luz, para negar la autoridad de Cristo, heredero de las naciones, sobre los Estados y los gobiernos, para vilipendiar y oprimir al pontificado y al sacerdocio y proscribir a Jesús de las leyes, de las costumbres y del hogar doméstico… si Dios, digo, ha concedido un poder tan amplio a sus enemigos, ¿qué es lo que exigirá de sus amigos y servidores? Agruparse, sin duda, en torno de su estandarte, cuyo lema es fe, esperanza y caridad, para sostenerlo y defenderlo, sin omitir ningún género de sacrificio, proclamando al Dios hombre, Rey, Señor y Soberano, de los individuos, de las familias y de las naciones; procurando, por todos los medios legítimos que las leyes y las instituciones sean informadas por el espíritu del Evangelio; que la instrucción pública, en todos sus grados, se adapte a las enseñanzas del catolicismo; que el matrimonio sea reconocido como verdadero y divino sacramento; que la sepultación de los restos inanimados del fiel creyente sea sagrada; que se implanten institutos de beneficencia cristiana para el pueblo; que se fomenten las publicaciones religiosas y se repriman los desbordes de la prensa licenciosa e impía; en una palabra, que la fe, la esperanza y la caridad, partiendo de los labios y del ejemplo de los ministros del santuario, se difundan y arraiguen en la mente y en el corazón de los fieles hijos de la Iglesia, la cual, en expresión de un docto publicista, busca sin cesar el progreso, no en las vaporosas teorías, ni en los cálculos materiales de filósofos soñadores y utilitarios, sino en la ejecución y cumplimiento de un gran mandato: «Estote… uos perfecti, sicut et Pater uester cælestis perfectus est». Mt 5 48. Progreso que, armonizando todos los intereses legítimos, es el único que puede conducir a la humanidad al término venturoso de su viaje, pues la Iglesia, lejos de ser —como se la calumnia— enemiga de los adelantos modernos, los aplaude y bendice, y sólo quiere que no sofoquen la fe antigua, que no se conviertan en idolatría de la materia, quiere que haya, en fin, la justa continencia, el modus in rebus, que equidista igualmente de todas las exageraciones y de todos los peligros.

He ahí, como bien lo comprendéis, señores, el objeto de esas respetables asambleas llamadas concilios generales o particulares, en los que reunidos en nombre de su Eterno Príncipe, que les prometió estar en medio de ellos, los pastores de la grey cristiana se ocupan de proveer al remedio de los males que la afligen o amenazan; trabajando por conservar en toda su integridad y pureza las verdades divinamente reveladas, por afianzar el imperio de la moral evangélica, por promover el decoro y esplendor del culto divino, por vigorizar la disciplina eclesiástica y levantar al clero a la altura de su augusta misión, por corregir y extirpar los abusos e imperfecciones inherentes a la flaqueza humana.

Y aunque, por la misericordia de Dios y dicha nuestra, la fe católica tiene aún profundas raíces en nuestra querida patria, donde el Estado, en cumplimiento de su misión protectora de todos los derechos de los ciudadanos, la reconoce y ampara; no por eso deja de sufrir el embate del impetuoso y desecante viento de las malas doctrinas que, soplando de afuera, ha logrado debilitarla y tal vez extinguirla en muchas almas, especialmente en la juventud, de suyo fácil a ser alucinada y seducida por los sofismas del racionalismo ateo, tan halagador de las fogosas pasiones, propias de esa edad crítica de la vida.

¡Mas, como todo don perfecto y toda dádiva óptima baja de arriba y desciende del Padre de las luces, elevemos, ilustrísimos señores y venerables hermanos, respetables sacerdotes, y carísimos fieles oyentes míos, nuestras humildes y fervorosas plegarias al cielo implorando por la intercesión de la Inmaculada Virgen, asiento de la increada sabiduría, los auxilios y dones del Espíritu Santo, sobre los padres del concilio, el clero y los fieles todos de la católica Bolivia, y a fin de que nuestros clamores tengan la eficacia apetecible, hagamos que ellos partan de un corazón humillado y contrito, y vayan unidos a la práctica perseverante de todas las virtudes propias del verdadero cristiano que vive de la fe la esperanza y la caridad!

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1894 ENTREVISTA POR CIRO BAYO Y SEGUROLA

Declaraciones íntimas

—Díganos ¿cual es la cualidad que prefiere en el hombre?

—Es la religiosidad sincera y valerosa.

—¿Cual es la cualidad que prefiere en la mujer?

—Es la piedad sólida y práctica.

—¿Cuál es la ocupación que prefiere?

—Es la lectura.

—¿Cuál es el color que prefiere?

—Es el celeste.

—¿Y la flor que prefiere?

—Es el nardo.

—¿Cuáles son sus prosistas favoritos?

—Son fray Luis de Granada; Donoso Cortés; Gay.

—¿Y sus poetas favoritos?

—Son fray Luis de León; Núñez de Arce; Peza.

—¿Cuales son los héroes que más admira en la vida real?

—Son los mártires cristianos y los misioneros evangélicos.

—Por último, ¿cuál es el hecho histórico que más admira?

—Es la permanente vitalidad de la fe… —con voz reflexiva, añade— la subsistencia de la Iglesia católica y del judaísmo después de perdida su nacionalidad
.

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1895 RETRATOS

COCHABAMBA

La brisa leve de perfume henchida,
cuajada de pintadas mariposas,
adormece las penas de la vida
y evoca la visiones más hermosas.

Surge, en tu seno, la elevada cresta,
que ostenta airosa su nevada frente,
y el Tunari domina la floresta,
a quien saluda el valle reverente.

Doquier brotan mil prados pintorescos,
tapizados de césped y de flores,
con naturales cuadros arabescos
formados por guijarros de colores.

Allá vienen palomas quejumbrosas,
los juguetones pájaros cantores.
Allá cantan endechas amorosas,
en su laúd, errantes trovadores.

Allá contempla el colosal océano,
inmenso mar de perennal verdura;
la selva virgen do el trabajo humano
no ha penetrado en su mansión oscura.

Allá, el cóndor que reta a la tormenta,
gemebunda la tórtola en su nido;
desbordado el torrente que revienta,
el arroyo que exhala su gemido.

NO, NO, MADRE MIA

Es ella, sí, la madre a quien adoro,
la que estampó en mi frente el primer beso,
la que con dulce, férvido embeleso
me llamaba su dicha, su tesoro.

Mas ¡ay! yo observo que tu faz, señora,
lágrimas surcan, gruesas, cristalinas.
¿Por qué lloras mi bien? ¿Es que adivinas
el triste llanto que yo vierto ahora?

Dolorosa es, oh madre, la existencia
para el que ciego por su senda avanza,
mas no para el que abriga una esperanza,
¡sabroso fruto de inmortal creencia!

Y por eso tú al pie de los altares
las horas pasas sin sentir de hinojos,
y alzas al cielo los dolientes ojos,
burlando así tus íntimos pesares.

Por eso si tu labio a Dios envía
fervorosa plegaria que murmura,
rebosa al punto celestial dulzura
la copa del dolor amarga, impía.

¿No recuerdas que, estando pequeñuelo,
enjugabas mi llanto con cariño,
diciéndome: «No llores, pobre niño,
piensa en los goces que te guarda el cielo»?

LA MADRE DE LA ALDEA

La imagen de ese ser que mi alma adora
con un culto de amor vivo y constante,
por quien late mi pecho, cada instante,
la imagen de mi madre, sois, señora.

En vuestro dulce, angélico, semblante
que la virtud con sus fulgores dora,
ver, me imagino, a la que triste llora
por el hijo que de ella está distante.

Por mí, que en larga, matadora ausencia
verla, otra vez, anhelo y desconfío,
pues en vos me da la providencia,
un lenitivo a mi dolor impío.

Bendigaos, del cielo, la clemencia,
como grato os bendice el labio mío.

A MI HERMANA FELICIDAD PERPETUA

No bien pudo escuchar, su tierno oído,
el nombre del Divino Nazareno
que de celeste fuego el pecho lleno
le juró sin reserva eterno amor.
Su ambición toda, su incesante anhelo
fue complacer a su Jesús amado,
ahuyentar a la sombra del pecado
y hacerse fiel esposa del Señor.

Allá en el seno del hogar querido
el ángel de paz y de consuelo
batió sus alas y el pujante vuelo
alzó a la estancia de eternal fruición.
Su esposo la llamó con dulce acento.
Una corona la mostró radiante.
Oyó su voz y le entregó al instante
su ardoroso, virgíneo corazón.

No es la pluma parcial, apasionada,
la que así traza un cuadro lisonjero.
Es la voz de un pueblo todo entero
que de la virgen cerca el ataúd.
Y en su faz cadavérica descubre
una aureola de luz que la ilumina,
una expresión angélica, divina,
¡el claro resplandor de la virtud!

A MI SOBRINO FELIX

¿Viste, Félix, al despuntar la aurora,
sobre el límpido azul del ancho espacio
con variantes de grana y de topacio,
una imagen surgir deslumbradora?
¿Y anheloso al fijar tu vista en ella,
una nube advertiste vaporosa?
¿Y que esa imagen ¡ay! no era otra cosa
que una visión tan flébil como bella?

Esa ilusión ¡ese fantasma vano!
es la felicidad, falaz quimera,
que en su pos arrebata por do quiera,
jadeante de fatiga, al pobre humano,
que después de seguirla candoroso
se detiene confuso, avergonzado,
al ver que ese fantasma lo ha burlado,
haciéndole creer que era dichoso.

La gloria, los placeres, los honores,
ensueños son que duran un momento,
áridas hojas que dispersa el viento,
del vergel de la vida, muchas flores.
Todo acaba, Félix, y desparece
al borde de la huesa funeraria;
y en medio de los escombros, solitaria,
la antorcha de la muerte resplandece.

¿
O pensaste, quizá, Félix querido,
en tus horas de cuita y de quebranto,
que hay seres que jamás el triste llanto
del dolor, en el mundo, hayan vertido?
Y te engañaste, sí, porque en la vida
todos lloraron ¡ay desde la cuna!
y a todos, más o menos, la fortuna,
su copa les brindó, de hiel henchida.

Del dolor, el imperio, el orbe abarca,
nadie esquivó jamás su fiera saña:
Llora el labriego pobre en su cabaña,
bajo el regio dosel, llora el monarca;
y si a alguno Feliz llamóle el mundo,
si envidiaron los hombres su ventura,
es porque no les dijo la amargura
que abrigaba del alma, en lo profundo.

En la tierra, Félix, tan sólo hay llanto,
sufrimiento y pesar y amargo duelo;
la ventura reside allá en el cielo,
en el seno del Ser tres veces santo.

El testimonio fiel de una conciencia
que no turbe tenaz remordimiento
es manantial perenne de contento,
¡supremo bien que halaga la existencia!
La dulce idea del deber cumplido,
la grata convicción del bien que has hecho,
harán de gozo rebosar tu pecho
y Félix sólo entonces habrás sido
.

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